EL “Bogotazo”
El 9 de abril de 1948 se
conoce en el mundo como el “Bogotazo”. Esta fecha trágica quebró en dos la
historia de Colombia. La capital de la República que ostentaba, con fundado
orgullo, el título de Atenas Suramericana, se convirtió en la peor caverna, y en
Colombia, a partir de la nefasta fecha, muchísimas cosas de la Policía Nacional
que eran buenas cambiaron o se perdieron para siempre.
Antes de hablar de
esa fecha nefasta para Colombia, conoceremos los eventos previos que de una u
otra manera pudieron contribuir a la ocurrencia de tal magnicidio, así:
La campaña política
de 1946 había dejado hondas amarguras, malcontentos y mucha irritación. Tres
grandes candidatos habían competido por el poder: Gabriel Turbay, que
representaba la continuidad; Jorge Eliecer Gaitán, que encarnaba “la
restauración moral de la República” y
Mariano Ospina Pérez, la alternativa hacia un gobierno técnico. Turbay abandonó
el campo al día siguiente de la derrota, Ospina se hizo cargo del gobierno
meses después, entre la ira sectaria del liberalismo y la pasión encendida de
los conservadores, y Gaitán arremetió con fuerza demoledora contra la
oligarquías y contra el gobierno.
El horizonte nacional
se cargó de negros nubarrones. Se sentía el estrépito sectario de los
contendores. Liberales y conservadores se movilizaban con ensañamiento por el
predominio de sus fuerzas. Empezaron los desórdenes; en los pueblos las gentes
se embriagaban y, con el alcohol como combustible, los ánimos se encendían.
Luego se trenzaban a puñal o blandían el
machete, que primero usaban “a puro plan”, para luego herir al enemigo con el
filo. Liberales y conservadores no se saludaban, ni en la ciudad ni en los
campos. La Policía trataba de mantener el orden , pero era malinterpretada: si
la actuación policial lograba el control de la acción liberal, se alegaba
violencia oficial contra el partido conservador, se ponía el grito en el cielo,
clamaban el relevo y el castigo de los enemigos del régimen. Mientras tanto, el
comunismo también metía la mano y aprovechaba la ocasión. Dos jefes opuestos,
Gerardo Molina y Diego Montaña Cuéllar, se enfrentaron abiertamente produciendo
serios disturbios, que fueron controlados por la Policía de Bogotá.
Durante una
inspección de rutina realizada por la Policía se requisó la casa de un
sospechoso que habitaba en los límites de Santander y Boyacá. Las sospechas
resultaron fundadas, porque se halló un verdadero arsenal. Decomisadas las
armas, el oficial que tenía el mando de este personal, dispuso el regreso a su
unidad, pero en un recodo de la carretera encontró un árbol que obstruía el
paso. Al ordenar a sus hombres removerlo, apareció un hombre joven, sombrero en
mano, con muy buenas maneras, llamando
al oficial por el nombre y le dijo “ Mi teniente Polanía, déjenos las
armas que nos son indispensables para nuestra defensa y le dejamos paso franco”
. El teniente hizo caso
omiso de la propuesta del “civil” y ordenó nuevamente retirar el obstáculo. Con
un tono más convincente, el desconocido volvió a decirle “ Teniente, entiéndame
lo que le digo y proceda como se lo pido, así podrá llegar a Bogotá con sus
agentes en el camión, vivos y con sus armas”. El teniente insistió en hacer
quitar el árbol para proseguir la marcha; el interlocutor, entonces, hizo una
señal con el sombrero a la cual respondió un toque de cuernos que, a guisa de
corneta, ha sido costumbre usar en las veredas santandereanas para comunicarse
entre sí los pobladores.
Como por encanto,
brotaron del terreno agreste y montañoso más de un centenar de hombres bien
armados. Ante esta situación, el oficial no tuvo más remedio que devolver las
armas decomisadas y dar parte a su comandante de lo acontecido. El Director de
la Policía Nacional ordenó una investigación por la conducta del oficial,
concluyéndose: “Si el teniente Ernesto Polanía no hubiera obrado como lo hizo,
se habrían perdido las armas decomisadas, las propias de dotación, el vehículo
y lo que es más grave e irreparable, la vida de sus subalternos y la suya
propia” . Estos eran los hechos precursores de lo que le esperaba al país.
Realizadas las averiguaciones se estableció que los protagonistas del incidente
eran conservadores al mando de un célebre bandolero, Carlos Efraín González
Téllez, que estaba organizando la gente de aquellas veredas para defenderse y
atacar a los liberales, y a quien se le atribuían poderes mágicos. Este sujeto
dio mucha guerra a las autoridades. Perseguido, huía. Cercado, escapaba. Por
ello creía el vulgo que se volvía gato o se convertía en sombra que las balas
no perforaban.
Coronel. Virgilio Barco Céspedes
Director de la Policía Nacional
3 de octubre de 1947-15 abril de 1948
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Coronel Virgilio Barco Céspedes, nació el 15 de
septiembre de 1900 en Piedecuesta (Santander) fue destinado en comisión del
servicio al Ministerio de Gobierno en 1946 como subdirector de la Policía
Nacional, mediante Decreto Ejecutivo 3253 de ese año. Una vez
de director encargado, en 1947, le correspondió junto con el subdirector, Mayor
Alfonso Ahumada Ruiz,
afrontar la seguridad de la IX Conferencia Panamericana que se
realizaba en Bogotá.
Allí medirían su fuerza los lideres de izquierda quienes se habían propuesto
sabotear la conferencia por que en ella se pretendía condenar el comunismo. La
Policía organizó un destacamento de agentes especialmente dotado e instruido
para garantizar la seguridad de los asistentes.
Después de los
cruentos acontecimientos en que fuera asesinado el caudillo liberal Jorge
Eliecer Gaitán, excandidato a la Presidencia de la República, crimen que generó
violentos disturbios en todo el país en los que la Policía resultó
comprometida, se produjo la disolución de la Institucion por disposición del
gobierno y el planteamiento de reorganización eminentemente técnica y
despolitizada.
La historia no
registra aporte significativo para la Institución durante su gestión como
director.
Llamado a calificar
servicios en 1949, por invalidez relativa, su retiro se hizo efectivo el 18 de
enero de 1950. falleció el 7 de septiembre de 1955 en Bogotá.
Presagio
de tormenta
De otro lado la
agitación comunista ardía al rojo vivo. Bogotá se había escogido como la sede
de la IX Conferencia Panamericana. Dos concepciones políticas mundiales iban a
medir sus fuerzas en esta palestra internacional. Rómulo Betancur, líder
izquierdista, fue designado presidente de la delegación de Venezuela a la Conferencia. Antes de su partida se reunió en
Caracas, según lo confirma Russell W. Ramsey en su libro Guerrilleros y soldados (Bogotá, Tercer
Mundo, 1981,p.128), con los revolucionarios cubanos Fidel Castro y Rafael del
Pino, a quienes brindó sólido apoyo, estos entraron a Colombia por Medellín el
29 de marzo. El francés M. Demmon, quien tría más de US$50.000 para hacer agitación
comunista durante el desarrollo de la Conferencia, se reunió con los dos
cubanos en Bogotá.
Ya en esta ciudad
confluían por entonces muchos comunistas, entre ellos, siempre según Russell,
el senador chileno Salvador Campo, que portaba gruesas sumas de dinero; Gustavo
Machado, sindicalista venezolano que venía como enlace de la CTC; el jefe del partido comunista cubano, Blas
Roca Caldeiro, y el organizador
comunista norteamericano-francés M. Dammon, tesorero del Frente Comunista, Confederación Mundial
de Juventudes Democráticas. La política dominaba el ambiente. Todo giraba a su
alrededor. Discusiones violentas se sucedían sin cesar en todos los lugares.
Los sindicatos aprovechaban estas circunstancias pescando en río revuelto y
enturbiando aun más las aguas. Los comunistas estaban en el medio. Financiados
y apoyados por la embajada soviética, organizaban actos, escribían manifiestos,
azuzaban la oposición liberal contra el gobierno y, en suma, dirigían todos sus
esfuerzos hacia la desestabilización del régimen. Su plan era nítido: crear
caos y dar golpe para entronizar el sistema comunista en el país.
En este maremágnum
Gaitán, el “Caudillo del Pueblo”, seguía con sus ataques furibundos al régimen
conservador. Fueron célebres sus “viernes culturales” organizados en el Teatro
Municipal de la época, desde donde. Como un bota-fuego, disparaba candentes catilinarias
contra la oligarquía, contra el partido conservador y contra el gobierno. El
pueblo lo seguía dócilmente, gritando o callando cuando él lo ordenaba. Aún se
recuerda la “marcha del silencio” por toda la carrera Sétima de Bogotá, desde
el Circo de Toros hasta la Plaza de Bolívar, donde el arrebatado orador
pronunció una de las más bellas oraciones por la paz, escuchada en un silencio
sepulcral hondo, que continuaba en que se había observado durante todo el
recorrido.
Los agentes de la
Policía no eran ajenos a estas emociones. Participaban en ellas y eran víctimas
muchas veces de una ambivalencia sobrecogedora, que los hacía dudar entre el
cumplimento del deber y el culto al paladín de su causa. Gaitán era la esperanza
de los irredentos. Era la luz para los que estaban ciegos, el alimento para los
que sufrían hambre. Las gentes sencillas creían en él y esperaban de él la
realización de sus sueños. Esos agentes que oían las imprecisiones contra el
régimen, eran también hombres humildes, sobre los cuales martillaba la voz
metálica del rebelde que hacía tambalear el establecimiento. Sin embargo,
aunque estaban contaminados por la politización, porque de ello dependían su
pan, seguían cumpliendo con lo dispuesto por la ley.
En el interior de la
droguería a Roa se le inquirió por las causas del hecho que acababa de cometer,
a los cual responde: “ No puedo…son cosas poderosas que no puedo decir”. En el
momento en que trataba de saltar sobre el mostrador, la turba enfurecida que se
formó en minutos, frente al local, sacudió la reja y la abrió. La muchedumbre
ingresó y un lustrabotas con su caja de embolar le pegó en la cabeza y Roa
Sierra cayó al piso, lo sacaron de la droguería arrastrándolo de los pies y ya,
sobre el andén, lo masacraron. En ese instante
se oyó una voz que ordenaba: “¡A palacio…!. Entonces empezó una marcha ,
cuya multitud creció a medida que la gente se aglutinaba detrás del cadáver de
Roa Sierra, que halado por la corbata, avanzaba lentamente, en medio de gritos
contra el gobierno, el presidente y los dirigentes conservadores, por la
carrera sétima hacia palacio.
En medio del fragor y
la vocinglería el tiempo avanza, acercándose el día en que debía instalarse la
IX Conferencia Panamericana, la cual el partido comunista, con otros partidos
foráneos de izquierda, se había propuesto sabotear a toda costa, de acuerdo con
un plan bien definido nacional e internacionalmente, esta Conferencia era el
escenario indicado para el juego del papel comunista. A ella asistirían
prestantes figuras del continente americano, entre ellas el General George
Marshall, Secretario de Estado de los Estados Unidos, legendario héroe de la
Segunda Guerra Mundial, autor del Plan Marshall que había salvado a Europa del
hambre y la había colocado en el camino de la recuperación económica.
George Marshall
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En Venezuela se
apoyaba sin disimulo la revuelta contra el gobierno de Colombia. Rómulo
Betancur, jefe del Partido de Acción Democrática, había ofrecido, con el apoyo
irrestricto de sus compañeros, hombres y armas para derrocar al presidente
Ospina Pérez y llevar a Gaitán al poder. Venezolanos con uniformes del Ejército
de Colombia ingresarían al territorio nacional para reforzar la revuelta una
vez se presentara. La ocasión más propicia la ofrecía la conferencia
internacional, cuyo saboteo marcaría el inicio de la acción.
Los planes y sus
alternativas se habían incubado desde hacia tiempo. Estos eran en resumen:
impedir las labores de la Conferencia Panamericana, porque en ellas se
propondría la condena del comunismo; promover un atentado contra el General
Marshall , Secretario de Estado de los Estados Unidos; alterar el orden para
obtener la dimisión del presidente de la República en ejercicio.
Almirante Roscoe Henry Hillenkoetter |
Un mes más tarde de
la posesión del presidente Rómulo Gallegos, el gobierno de Colombia presentó al
de Venezuela una lista especifica de armas, identificadas con su numero de
serie, y que, según todos los datos, procedía del arsenal del Ejército de aquel
país. Esas armas fueron halladas y decomisadas en las cercanías de Bogotá, el
gobierno venezolano rechazó los cargos, pero más tarde, ante la evidencia de
los hechos, dio la peregrina explicación de que tales armas habían sido robadas
de sus propios depósitos militares.
El ambiente ardía por
dentro y por fuera. El Director del Servicio de Inteligencia de los Estados
Unidos, Almirante Roscoe Henry Hillenkoetter, días antes de la
celebración de la conferencia Panamericana había advertido que un individuo,
identificado por él mismo como el “señor G”, aseguraba tener a su disposición
aviones, artillería numerosa, otras armas y explosivos, muchos de estos
almacenados en 17 residencias de Bogotá, para derrocar el gobierno colombiano
(Ramsey, op.cit.,p.127).
Paralelamente, la CIA
suministraba, el 2 de febrero, el dato de que los comunistas tenían elaborado el plan de organizar
manifestaciones públicas y ataques
publicitarios para torpedear la Conferencia.
La Policía organizó un
destacamento de agentes especialmente
para garantizar la seguridad de los miembros de la Conferencia y velar por el
ordenado desarrollo de sus deliberaciones. El personal era fácilmente identificable por cuanto usaba un vistoso uniforme con
cascos plateados y solamente prestaba servicio en el Capitolio Nacional, luego
escogido para el evento panamericano.
Joaquín Tiberio Galvis
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La clase dirigente
estaba dividida y el pueblo exaltado, con una sensibilidad a flor de piel. Los
incidentes callejeros se sucedían sin tregua, por cualquier motivo. Entre éstos
merece recordarse el sucedido el 7 de abril, porque tomó caracteres preocupantes.
Frente a al Gobernación de Cundinamarca una turba volcó el automóvil
perteneciente a la Embajada del Ecuador, las mismas gentes aumentadas, aullaban
y coléricas, la emprendieron a pedradas
contra las vitrinas de los almacenes de la Carrera Séptima y sus
vecindades, lo mismo que contra las ventanas de los edificios y vehículos
estacionados y en tránsito. La entonces
denominada Tercera
División de Policía acudió
por orden del Director General de la Institución, Coronel Virgilio Barco, con
la misión de restablecer el orden. El subdirector de la Policía , Mayor Alfonso
Ahumada Ruiz, tomó el mando del personal acantonado en el patio principal de la
Gobernación y logró el control de los amotinados. El representante liberal
Joaquin Tiberio Galvis intentó
pronunciar un discurso para arengar a
los amotinados desde los balcones de la vía, pero la suma infernal de gases,
las sirenas y los pitos de los vehículos produjo un ruido insuperables, que ahogaba
la voz más potente, no pudiendo el airado político hacer oír su temeraria
aprobación. Iracundo descendió a la calle, gritando y lanzando insultos contra
la Policía.
Estos
acontecimientos en Bogotá, y tanto
incidente en todo el territorio de la nación, había creado un clima propicio
para la explotación de hechos nefandos,
que perturbarían hondamente la vida del pueblo colombiano. Quizás todo se
habría podido evitar, pero la autoridad cayó en un estado de “Patria boba”, de
letargo y de imprevisión , condenable a la luz de cualquier análisis; dejaron
correr los sucesos sin tomar las medidas que habrían podido conjurar a tiempo
el mal, o tomándolas equivocadamente, lo que hizo más oscura la noche que
cubría el país.
A tal extremo llegaron
las cosas sobre las fallas en la seguridad, que se desestimaron las
informaciones sobre disturbios y atentados en preparación. Inclusive se
desacuarteló un contingente de soldados en Bogotá, que había cumplido el tiempo
de servicio militar obligatorio y, dos días antes del 9 de abril, parte del
personal de la brigada había abandonado la ciudad y se hallaba en maniobras de
rutina. jamás se vio tamaña imprevisión.
9 de abril de 1948 “ el Bogotazo”
El
magnicidio
En la mañana de ese día,
Juan Roa Sierra, un joven esquizofrénico que vivía en le barrio Ricaurte, salió
de su casa sin bañarse ni afeitarse. Vestía un raído traje carmelita de paño
rayado, zapatos amarillos rotos y un sucio sombrero de fieltro. A las diez de
la mañana se dirigió al centro de la ciudad, al famoso café Gato Negro, popular
sitio de reunión de intelectuales, periodistas, poetas y bohemios, localizado a
pocos metros del edificio Agustín Nieto, donde Gaitán tenia su oficina de
abogado.
A las nueve de la mañana
el caudillo llegó a su oficina. Hacia el medio día Roa Sierra se dirigió a la
oficina del penalista. La secretaria, Cecilia González, atendió la inesperada
visita del extraño que solicitaba entrevistarse de inmediato con el jefe liberal.
Al no ser atendida su petición, Roa abandonó la oficina con muestra de
altanería y desagrado, y se ubicó sobre la carrera séptima, cerca de la puerta
del edificio.
Entre las doce del día y
la una de la tarde arribaron a la oficina Jorge Padilla, Alejandro Vallejo,
Pedro Eliseo Cruz y Plinio Mendoza Neira, amigos personales de Gaitán. Hacia la
una de la tarde Mendoza Neira invitó a los asistentes a almorzar al Hotel
Continental : “Acepto, Plinio, pero te advierto que yo cuesto caro”, contesto
Gaitán. Al salir del ascensor, Plinio Mendoza tomó del brazo a Gaitán y detrás
siguieron Cruz, Padilla y Vallejo . En el momento en que llegaron a la puerta
del edificio, a la 1:05 de la tarde, Roa Sierra apunto con el revolver a
Gaitán, quien de inmediato se desprendió de Plinio y trató de regresar al
edificio. En ese instante el homicida disparó tres oportunidades sobre él.
Apremiados por la inesperada circunstancia sus compañeros buscaron un vehículo
para llevarlo a la Clínica Central, ubicada en la calle 12 entre carrera 5ª y
6ª, es decir, a sólo cinco cuadras del lugar del crimen. Allí falleció cuando
su amigo y médico Pedro Eliseo Cruz se disponía a practicarle una transfusión
sanguínea.
La noticia sobre la
muerte de Gaitán se regó como pólvora sobre toda Colombia, en escasos minutos.
Simultáneamente con el
angustioso drama que se desarrollaba en la Clínica Central, una enardecida
multitud, conformada en minutos, persiguió al asesino. Un cabo de la Policía
capturó a Roa Sierra, lo golpeó, lo desarmó e ingresó con él a la droguería “Granada”,
y luego cerró la reja para proteger la vida del homicida, pues ya era blanco de
la ira e indignación de los que se enteraron al escuchar los disparos fatales.
Sin saber lo ocurrido,
el presidente de la República Mariano Ospina Pérez y su señora Bertha Hernández
de Ospina llegaban al Palacio de Nariño, después de asistir a la inauguración
de la Feria Agropecuaria, en cercanías del actual parque de la Florida, donde
estaba acompañado por los doctores Rómulo Betancourt (años más tarde presidente
de Venezuela) y Laureano Gómez. La diferencia de segundo y el arrojo del chofer
que lanzó el vehículo decididamente, hicieron posible que ganara el portón de
ingreso, el cual fue cerrado de inmediato, pero con dificultad, por la guardia
que forcejeó con los amotinados. Al descender del vehículo el presidente Ospina
Pérez fue informado sobre el asesinato de Gaitán y la rebelión. De inmediato se
dispuso a tomar las medidas que fueran necesarias para superar la grave
emergencia.
El presidente y su
esposa salvaron milagrosamente su vida y el país ahorró una tragedia de
incalculables consecuencias. Hasta ese momento, no obstante las dificultades
vividas, nunca nadie se imaginó que los acontecimientos fuesen a tomar ese
rumbo devastador. Aquella mañana el tiempo se presentaba sereno. El primer
mandatario, sin mayores seguridades, confiado como siempre en la sensatez y el
respeto de sus conciudadanos, asistió como ya se dijo, a la apertura de una
feria agropecuaria, sin pensar jamás que a su regreso tendría que enfrentarse
al mayor cúmulo de dificultades enojosas y desgraciadas. Se trataba de una
revuelta popular, precipitante de un caos que podría llevar al país a la
disolución; pero lo más insólito y turbador era una fuerza de Policía,
fundamental para mantener el orden y dar garantías a los ciudadanos, se sumaba
locamente a la multitud enardecida y le entregaba parte de sus armas que había
recibido del gobierno para protegerlo.
Comienza el Bogotazo.
Comienza el Bogotazo.
La noticia de la
muerte del jefe del liberalismo se radiodifundió a todo el país. El dolor,
arrebato a rabia se tomaron las calles de las ciudades. En Bogotá la gente que
había congregado frente a la Clínica Central , lugar a donde llevaron a Gaitán,
al conocer su deceso, bajaron a la carera
Sétima y engrosaron la marcha que se dirigía a palacio. Al llegar a la
carrera sétima con calle octava, desnudaron el cadáver de Roa y amarraron los
pantalones a un palo para agitarlo como bandera revolucionaria, mientras
gritaban “¡Viva Colombia!¡abajo los godos!”.
Los manifestantes no
trataron en ese momento de tomarse palacio, simplemente arrojaron el cuerpo
desnudo de Juan Roa Sierra contra la puerta principal. De inmediato 80 soldados
del batallón Guardia Presidencial, localizado entonces en el cuartel de San Agustín,
al mando del teniente Silvio Carvajal, dispersaron a los manifestantes, quienes
abandonaron el lugar y se replegaron hacia la plaza de Bolívar, donde la
multitud se freno y empezó a resistir.
El teniente Carvajal ordenó a sus hombres que se regresaran a la mitad
de la cuadra del capitolio, se tendieran en el piso y estuvieran prestos a
disparar. Inesperadamente, los manifestantes volvieron a avanzar hacia el sur,
el oficial dio el “alto”, que no se escuchó y antes de enfrentar un combate
cuerpo a cuerpo, ordenó disparar: cayeron más de 20 personas entre muertos y
heridos. En ese instante comenzaron realmente los masivos hechos de sangre que
caracterizaron el Bogotazo.
Despejada la carrera
sétima comenzó a llover y algunos grupos de revoltosos se congregaron en las
esquinas y bordes de la plaza d Bolívar, buscando protección en las columnas de
la alcaldía y sobre la calle once. El Botella de Oro, un conocido café situado
en el costado norte, donde actualmente está el Palacio de Justicia, se
encontraba saturado de manifestantes, que al salir se reunieron con los que
estaban en la calle once para intentar otro avance sobre palacio, el cual
volvió a ser repelido por el batallón Guardia Presidencial, pero en los
combates cayeron varios militares, entre ellos el teniente Álvaro Ruiz.
Contenidas las primeras y segundas avalanchas sobre palacio, comenzaron los incendios de los edificios del sector;
primero ardió el palacio de San Carlos , luego la Nunciatura Apostólica, los
conventos de las dominicas y de Santa Inés, la Procuraduría General de la
Nación, el Instituto de la Salle, el Ministerio de Educación, la Gobernación de
Cundinamarca, el Palacio de Justicia y los tranvías. La manzana donde estaba el
hotel Regina quedo destruida.
En forma sincronizada
los radioperiódicos que emitían en el momento en que caía abatido Gaitán,
propagaron cáusticamente la infausta nueva, incitando al pueblo a vengar la
muerte de “su jefe”. Se dijo que le autor del crimen había sido un oficial de
la Policía, lo cual cubría de ignominia a la Institución. Esto explico la
conducta inmediata de muchos de sus miembros, sumándose a la revuelta para
lavar la “vergonzosa mancha” o huyendo otros por el terror a la represalia
inevitable. Los amotinados se apoderaron de la radiodifusora Nacional y desde
allí, y por la Emisora Nueva Granada, se multiplicaron las consignas criminales
de asaltar los almacenes, saquear al comercio, apertrecharse de armas y caer
sobre la ferreterías.
Las instrucciones se
siguieron al pie de la letra. Las turbas se armaron con toda clase de
herramientas y elementos corto-punzantes. Algunos almacenes de armas de caza y
tiro, como la W.Plata y Cia., sirvieron para
tomas de ellos carabinas, escopetas y armas de fuego. Machetes, cuchillos,
hachas y toda clase de elementos contundentes causaron las primeras y numerosas
bajas entre gentes atónitas, sorprendidas; quizá muchas de ellas murieron
asesinadas en la ignorancia de lo que estaba sucediendo.
La radio no cesaba e
instigar a cometer actos de violencia, a crear el pánico, de propagar toda
clase de noticia tendenciosa y provocadoras. Se repetía en ellas que en la
Plaza de Bolívar de Bogotá colgaban los cadáveres de Laureano Gómez y Guillermo
León Valencia. Se solicitaba a los presos salirse de las cárceles para sumarse
a la revolución. Estos, por encima de la guardia carcelaria o con ellas
salieron precipitadamente, pero no a vengar al “jefe” sino a quemar el Palacio
de Justicia, para hacer desaparecer sus procesos.
La consiga de los locutores de que el pueblo avanzara
sobre palacio para linchar a Ospina Pérez, tuvo, por afortunada ironía, el
contratiempo de los robos y los asaltos que retardaron y desviaron el plan
previsto, agravado, para ellos, por ingestión de los licores, saqueados, a su
paso, de cigarrerías y cantinas. Esos licores se repartían sin tasa y se
tomaban con avidez en el ardor de la revuelta, por el dolor del “mártir” caído
o por la sed que producía la lucha.
Fueron tres días de
terror, que calcinaron la ciudad. Hubo incontables muertos, cuya cifra exacta
jamás se pudo establecer.
Un hecho que
demuestra que la sedición estaba preparada con antelación lo constituyó la
presencia, casi al mismo tiempo, de vehículos automotores en las calles de la
ciudad cuyos tripulantes distribuía gasolina, otros combustibles y explosivos,
con los cuales, en la últimas horas de la tarde e iniciales de la noche,
produjeron los primeros incendios.. Mas no sólo esto, sino que algunas
investigaciones demostraron que en varias capitales de departamento fue
prácticamente simultaneo el asesinato de Gaitán con el estallido de los actos
de violencia.
Los Tanques de Guerra.
A la tres de la tarde
salieron de la Escuela de Motorización (Hoy Grupo de Caballería Mecanizada
Rincón Quiñones), en el Cantón Norte, tres tanques de guerra y seis carros
blindados al mando del capitán Mario Serpa y se dirigieron al Ministerio de
Guerra, localizado donde hoy está el Hotel Tequendama. Allí el capitán recibió
instrucciones del comandante de la
Brigada de Institutos Militares, general Ricardo Bayona Posada, para la defensa
del palacio presidencial. Sobre las cuatro de la tarde, llegaron los tanques a
la Plaza de Bolívar; la muchedumbre enardecida, que tenia machetes, picas,
varillas y algunas armas de fuego, y ahora bajo los efectos del alcohol y de la
venganza, se volvió a concentrar en la esquina de la catedral, e impidió el
paso de las unidades blindadas. El capitán serpa, para evitar el uso de las
ametralladoras con que estaba previsto sus tanques M-13, abrió la escotilla y
trató de persuadir a los manifestantes para que se retiraran, en ese instante,
tres tiros hirieron mortalmente al capitán (quien falleció más tarde en
palacio, cuando lo atendían de urgencias en la habitación del jefe de la Casa
Militar, entonces, el segundo oficial al mando ordenó abrir fuego. Fueron el
momento y el lugar donde hubo más bajas. El capitán Mario Serpa y el teniente
Álvaro Ruiz fueron los primeros oficiales del Ejército Nacional, egresados de
la Escuela Militar, muertos en acción.
La Policía en la mira de la
insurrección.
De modo
incontrovertible se estableció que en la Quinta División de Policía, unos días
antes del 9 de abril, se había almaceno un arsenal de reserva, trasladado del
Palacio de la Policía. En esta división, además de su dotación normal de
oficiales, suboficiales y agentes se había organizado otra unidad, denominada
División de Relevos y Comisiones. En esta forma, bajo las órdenes del
comandante de dicha división, quedaron dos unidades concentradas con todo su
armamento.
Se explicaba así que
esa división sirviera en forma oportuna, y no por mera casualidad, de base a la
llamada Junta Revolucionaria, que pretendió asumir el mando supremo de Colombia
tan pronto cayera de la Presidencia Ospina Pérez . Dicha junta la conformaban el abogado Adán Arriaga
Andrade, el comandante en uso de retiro Carlos Bermúdez Lasprilla y el propio
jefe de la división, Capitán Tito Orozco Castro. El cubano Fidel castro se
encontraba en aquella división, participando den el movimiento. Policías de
otras divisiones acudieron en tropel, con su armas de dotación, a engrosar la
turba embragada y enardecida a repartir armas entre el público.
Aquella tarde del 9
de abril, momentos después de la noticia del atentado mortal, se hicieron
presentes en la Dirección de la Policía Nacional, el coronel del Ejército
Virgilio Barco, director de la Policía, y el subdirector, Mayor del Ejército
Alfonso Ahumada Ruiz. En el recorrido hacia su despacho, el mayor ahumada
recogió al teniente González Munévar que se dirigía a la escuela de Artillería
del Barrio Primero de Mayo y a los
oficiales de la policía Héctor Camargo y
Amadeo Rodríguez, encargado este ultimo de los depósitos de armamento. Estos
dos oficiales más tarde defeccionaron y, por entre los zarzos y tejados, fueron
a parar a una casa vecina, donde pernoctaron subrepticiamente y, tras agotar la
despensa, huyeron sin dejar rastro. Esa
casa era de las señoritas Cantillo O´Leary, en donde residía el político
conservador Guillermo León Valencia.
El director y
subdirector estaban tan sólo en compañía del comandante de carabineros Genaro
Rozo Osorio y de los pocos oficiales que trabajaban en aquellas dependencias de
la Dirección. (La denominación de los grados de los oficiales u suboficiales de
la época era: Comandante, comandante segundo, subcomandante, teniente primero y
teniente segundo, alférez, sargento y cabo).
Fidel Castro durante el Bogotazo |
La Dirección General
de la Policía estaba en la mira de los insurrectos para asaltarla. cuando llego
el señor Mayor del Ejercito Alfonso Ahumada Ruiz, Subdirector General, quien
encontró al Coronel Virgilio Barco, pistola en mano, acompañado de una escuadra
de Agentes, enviados por el comandante Alberto Guzmán Aldana, repeliendo el
ataque y dictando ordenes que debían ser retransmitidas a las Divisiones.
Esto quiere
decir que sí hubo órdenes oportunas,
como también existía planes de defensa y de acción para conservar el orden o
para restablecerlo donde fuera turbado. Por esto es calumniosa la información de que en esa fecha nadie dictó órdenes ni
tomo medidas contra la conjura. Simplemente los insurrectos, envenenados por el
odio político, incurrieron en desobediencia y le dieron la espalda a sus jefes,
mancharon el honor institucional e incumplieron sus deberes, sepultando en el
lodo, con su actuación, sesenta años de enseñanzas, de sacrificio y de lucha
por el bien ciudadano.
El Palacio de la Policía
Es apenas justo y
dignó la conducta valerosa, hasta la temeridad, del telefonista de servicio
Joaquín Antonio Aranguren Cediel quien transmitió fielmente las orden impartas
por el Coronel Barco por el conmutador, dando la espalda a la puerta que tenia
acceso a la calle y que los amotinados estaban a punto de derribarla. El
disparaba con una mano, para rechazar la turba y con la otra sostenía el
auricular y manejaba el tablero de las comunicaciones.
Tres días permaneció
en su puesto este aguerrido telefonista, nunca hizo ostentación de sus méritos
y murió años más tarde en el olvido, pero bien merece que en la historia recoja
las ejecutorias de un hombre humilde y modesto, que supo cumplir con lealtad
los deberes de su cargo exponiendo su propia vida.
El comandante abogado
Diógenes Osorio Q., que se había presentado a la Dirección General tan pronto
supo el atentado de Gaitán, recibió la orden impartida por el director general
de vestirse de civil, por razones obvias, y ponerse al frente de su división,
pero la mayoría de los agentes sublevados se interpusieron en el cumplimiento
de su deber. Cosa análoga sucedió con otros comandantes.
Mientras tanto en las
afueras los amotinados arremetían contra el edificio de la Policía, regaban
gasolina por la acera, empapaban de gasolina las paredes de la fachada con el
combustible para prenderle fuego y con hachas y otras herramientas empezaron a
derribar las puertas. El valor de aquellos pocos servidores que permanecían en
el interior del palacio de la Policía, animados y dirigidos por el Coronel y el
Mayor Ahumada lograron parar y hacer retroceder por algunos instantes la
insensata agresión de los insurrectos, quienes después del repliegue volvían a
atacar con mayor brutalidad, lo mas insensato, es que dentro de los insurgentes
habían Policías.
el Mayor Ahumada,
quien antes de ser encargado de la subdirección de la Policía, se había
desempeñado como subdirector de la Escuela “General Santander” y para ese
entonces había un curso de cadetes conformado por 30 aspirantes a oficiales,
este curso había cobrado particular estima y admiración del Mayor Ahumada,
quien igualmente era su instructor de esgrima. Fue esta la razón para que
solicitara su presencia de estos cadetes en le Palacio de la Policía pues tenia
la entera confianza de su lealtad para con el y hacia el gobierno. Aunque la
orden era perentoria de salir inmediatamente, el Teniente Polonia Puyo,
comandante del curso los instruyo, rápida pero serenamente sobre el manejo de
algunas armas semiautomáticas.
El personal
posteriormente fue embarcado en un bus al mando del Capitán Cesar Augusto
Cuellar Velandia, acompañado del Teniente Polonia Puyo, este bus hizo un
recorrido por entre los barrios alzados en armas, de Muzu a la Dirección
General, bajo el fuego continuo de francotiradores; cuando desembarcaba el
personal para entrar al Palacio de la Policía, una bala segó la vida del cadete
Gerardo Moncayo. Oriundo de Pasto y otro Cadete, Noel Delgadillo, cayo
herido.
La situación
empeoraba y el ataque al Palacio de la Policía se multiplicaba con mayor fuerza
y mas gente armada. Hacia las 5 de la tarde del 9 de abril, el Teniente
Bernardo Camacho Leyva, recibió la orden de enviar la compañía de Agentes que
estaba haciendo curso en la escuela. Era personal de la Policía Departamental
de Santander, traídos debido a graves incidentes políticos en Puerto Wilches, se encontraban en
la escuela para recibir instrucción, no querían estudiar. Ardían de impaciencia
por salir a la calle para luchar contra los liberales, su convicción era que
para tal cometido habían sido incorporados. Configuran pues un problema molesto
y peligroso, sus amas no la entregaban y dormían con ella bajo las cobijas.
El Teniente Luis E.
Puerto Rodríguez, oficial de planta de la escuela se encargo de conducir el
personal al Palacio de la Policía, al trote llegaron a la Dirección General y
para poder ingresar a través de los insurgentes, el Teniente Puerto se ideo una
estrategia, manifestar que el se haría reconocer como defensor del gobierno
para poder entrar con su tropa al edificio, y que así cuando el lo advirtiera,
podían seguir los insurgentes; el momento fue crucial por que el teniente se
encontró con el mayor Ahumada quien aunque creía en la lealtad de Puerto, al
ver un contingente de Policías acompañado de insurgentes, no dudo en tomar las
precauciones del caso, y apuntándole al
pecho con un fusil en voz alta y segura le pregunto de que bando estaba si de
la insurgencia o del gobierno, a lo cual el Teniente Puerto le respondió “Mi
Mayor, vengo al frente de la Compañía Santander y somos leales al Gobierno”, así, se les abrió
paso y una vez dentro, se serraron las puertas. Los insurgentes al ver el
engaño con furia trataron de forzar las cerraduras y empezaron a disparar pero
una descarga desde adentro los hizo huir despavoridos y desistir del ataque y
toma del palacio de la Policía.
La
Policía: luces y sombras
La visión de la urbe,
aquella noche húmeda y lluviosa, era dantesca. Desde los balcones y desde la
azotea del Palacio de la Policía se apreciaban los incendios y se oía el
crepitar de las llamas. Los escombros de los inmuebles incendiados rodaban como
bolas de fuego. Mientras tanto, no cesaba el tableteo de los disparos. A lo
lejos y de cerca se oían los gritos de ira, insultos procaces y carcajadas
siniestras, o ayes de gentes ebrias en
las turbas callejeras, enfrentadas a las ráfagas de las armas de las
Fuerzas Militares.. Todo estaba triste,
bañado por un fuerte e incesante aguacero, que, sin embrago, no logró ni apagar
el furor de los incendios ni aplacar el ánimo de los exaltados.
Ese 9 de abril, la
Policía alternó páginas de historia grande con las más ignominiosas que se
puedan recordar. Mas para aquella época fue un hado maldito el que la precipitó
en la vorágine loca de los acontecimientos.
Una infame voz
radiodifundida sin control esparció a los cuatro vientos la versión
irresponsable, que tomó fuerza inusitada y se regó como mancha de aceite en el
agua, de que un oficial de la Policía había sido el autor del horrendo crimen.
La situación del
cuerpo policial quedó envuelta en un desgraciado torbellino. Primero que todo
la vergüenza de semejante baldón. Luego la ira incontenible y después el
peligro de quienes, desprevenidamente, estaban uniformados prestando su
servicio, de ser linchados por las gentes airadas o por sus propios compañeros.
Muchos policías quedaron condenados a muerte y fueron masacrados o heridos en
las calles de la capital.
Gran parte de la
Policía, que estaba por fuera de los cuarteles, corrió hacia ellos, por propia
voluntad. Pero este acto de pavor y al mismo tiempo de sumisión inicial, se
trocó de improvisto en explosión incontenible de furor colectivo que, como se
comentó antes, con el ánimo de “lavar la supuesta culpa” del homicidio, de vengar la muerte del líder, llevó a los uniformados
a sumarse a la revuelta y a repartir sus armas entre los amotinados. Las
decisiones levantadas en Bogotá fueron la 15, que tenia efectivos aproximados
de 300 hombres cada una. También optó por igual comportamiento la Guardia de
Cundinamarca, con sede en Bogotá, cuyos efectivos eran 500 agentes.
En algunas partes del
país también la Policía protagonizó episodios de subversión. Tal fue el caso de
lo sucedido en Puerto Leguízamo, donde funcionaba y funciona la Base Fluvial de
la Armada, cuyo comandante era, por ese entonteces, el oficial de Infantería de
Marina Capitán Saulo Gil Ramírez Sendoya, quien llegaría a ser Director General
de la Policía Nacional.
Esta base fue atacada
por un subteniente de apellido Saavedra que, al tener conocimiento de la muerte
de Gaitán , abordó el cañonero en el cual estaba el puesto de mando del
comandante de la Base Fluvial. Ramírez Sendoya creyó que Saavedra iba a
prestarle apoyo en la difícil situación en que se hallaba, pero su sorpresa fue
grande al verse notificado
perentoriamente por el teniente para que se rindiera y le entregara el mando
absoluto de la Base. El Capitán Ramírez Sendoya, sin perder la serenidad y
haciendo gala de su valor, desarmó al subversivo, lo arrestó en bodega del
buque y luego asumió el comando de la Policía, la que optó por someterse en
actitud pasiva.
En contraste con todo
esos hechos de deslealtad, hubo episodios de sumisión los gobernantes
legítimos, rubricados en sangre, valor e inteligencia. El grupo de cadetes que
cursaba sus estudios en la Escuela General Santander luchó con ardor, montando
la guardia de defensa del Palacio de la Policía y ofreciendo sus servicios para
ser al Palacio de Nariño, donde estaba el primer magistrado de la Nación.
Aquellos cadetes no se arredraron ante las oleadas sucesivas y furiosas que
golpeaban sin cesar contra las puertas y muros de la edificación que defendían.
Se llenaron de dolor y rabia al ver asesinado y herido a dos de sus más
queridos compañeros. Ello le sirvió de acicate para redoblar sus ánimos y no
abandonaron por un instante al jefe, el mayor Alfonso Ahumada Ruiz, con quien
estuvieron los tres días que duró esta crisis nacional de locura, muerte y
pavor.
En Bucaramanga el
teniente de la Policía, José Ramírez Merchán, estaba al mando de la división
Santander. Este oficial desde el primer momento, tuvo clara conciencia de lo
que iba a suceder con la muerte de Gaitán. Dispuso entonces lo conveniente para
mantener el orden y frenar la revuelta ensordecedora que se formó en menos de
nada como por soplo diabólico. Esa marea se lanzó contra la Gobernación, pero
ya allí estaba el Teniente René Gordillo Lopera con su personal, que la hizo
retroceder. Lo mismo sucedió cuando los revoltosos intentaron desencadenar los
saqueos sobre la ciudad. Ya ésta se encontraba guarnecida por la Policía. Así
quedo debelada la insurgencia y Bucaramanga fue rescatada del fuego, el robo y
el asesinato, por obra de la Institución que, bajo su mando previsor y leal,
con la obediencia de sus subordinados, impuso la fuerza de la ley y logró la
salvación de la tranquilidad.
La Escuela General
Santander estaba bajo la dirección de Carlos Arturo Cabal, ilustre abogado, que
no obstante los peligros y el hecho de no tener mando del personal armado,
permaneció con entereza al frente de su responsabilidad. En el momento de salir
de la escuela el capitán del Ejército
Cuéllar Velandia, al frente de los cadetes con destino al Palacio de la Policía, quedó
un capitán de la Policía, como oficial más antiguo, al mando del personal..
Pero este oficial fue inferior a sus deberes y claudicó, viéndose así impelido
el Teniente Bernardo Camacho Leyva a tomar el mando con autorización del
subdirector de la Policía. El teniente Camacho Leyva acordó, con aquél, quitar
el mecanismo de disparo a los fusiles almacenados en los depósitos de la
Escuela y esconderlos en lugar seguro, para evitar la sustracción de armas, en
número muy superior al personal allí congregado.
No era fácil esta
tarea, porque además la guardia estaba aún prestada por algunos carabineros que, habiendo quedado
allí después de que sus compañeros huyeran la Quinta División , no eran leales
como tampoco lo eran los suboficiales en cargados de la munición, la cual ya
habían negado al serles requerida. A la postre se impuso el tacto del teniente
Camacho Leyva, quien con dominio de sí mismo y de quienes se manifestaban
adversos al régimen, logró vencer las dificultades y riesgos, poniendo en alto
el nombre de la Escuela como santuario de la legitimidad.
El 10 y 11 de
abril la rebelión, por obra de la
intervención de las Fuerzas Militares, fue cediendo, presentándose algunos
ataques esporádicos, claramente de carácter suicida, en vehículos que eran
destruidos antes de alcanzar su objetivo. Los focos de resistencia y los grupos
de francotiradores causaban aún algunas bajas, pero ya no ofrecían peligro grave para las instituciones
legítimas. Habiendo desistido la rebelión de tomarse el gobierno, la Quinta
División de la Policía, en sus instalaciones del Parque Nacional , y la Séptima
División, en las inmediaciones del Palacio Presidencial, controlada esta última
pro la fuerzas de la defensa, quedaron completamente impotentes para continuar
subvirtiendo el orden. Esto facilito su rendición y los arreglos políticos que
llevaron a la desmovilización de sus hombres a la entrega de sus armas.
Restablecido el orden y sometidos los revoltosos, la
Policía Nacional, al menos en la ciudad de Bogotá, no existía. Casi la
totalidad de los hombres en esta guarnición o habían participado en la revuelta
o habían desertado por miedo o por imposibilidad de agruparse para cumplir con
su deber.
¿Fue falta de mando?.
Es posible, aunque, como se afirmo anteriormente, sí hubo órdenes impartidas
por la Dirección de la Policía. Pero no debe olvidarse que quienes estaban al
mando de las divisiones eran abogados-comandantes poco curtido en el servicio,
sin ascendiente sobre los agentes y suboficiales y sin experiencia en el manejo
de situaciones como la que debieron afrontar. Seguramente en ellos, más que en
los mandos superiores, se presentaron deficiencias en el manejo del personal.
No supieron darle fuerza a sus decisiones, si en es en realidad las adoptaron,
o fueron incapaces de hacerse obedecer, por lo cual declinaron el mando y sus
subordinados se salieron de entre sus manos a engrosar la revuelta. Asé empezó
para Colombia una nueva etapa de su historia, que el 9 de abril partió en dos: antes y después de aquella fecha
luctuosa. A su vez la institución de la Policía tendría que resurgir de
aquellas cenizas, para seguir cumpliendo su destino.
Dos titanes
rescataron la nación de las olas voraces del naufragio: El Presidente Mariano
Ospina Pérez con su serenidad y su arrojo cuando consiente de su propio deber
histórico, no vacilo por un instante en defender la Constitución y las leyes de
la República, pronunciando ante el peligro y la
muerte la frase que lo identifica para siempre “Más
vale para Colombia un presidente muerto que un presidente fugitivo”, y Darío Echandia
cuando, instado por la turba para que se tomara el poder, respondió con
patriotismo digno de su grandeza: “¿Y el poder para que?.
Nueva era de la Policía Nacional.
Restablecida en la
capital y en el resto del país, el Ejército se encargo inicialmente de la
vigilancia de la ciudad. El Coronel del Ejército Régulo Gaitán, que se encontraba en retiro,
fue llamado al servicio y puesto en remplazo del Coronel Virgilio Barco. El
Coronel Gaitán había sido un oficial de reconocidos méritos por su preparación,
su carácter enérgico pero prudente y
ecuánime y su capacidad admirable de trabajo. La designación fue bien acogida.
Su primer acierto consistió en hacer preparar a la Policía Militar en las aulas
de la Escuela General Santander , antes de enviar sus miembros a prestar
vigilancia en las calles de Bogotá.
La Policía Militar se
encomendó al Coronel del Ejército en actividad Willy Hollman Restrepo. Oficial,
igualmente, de excelsa cualidades profesionales, que tuvo como colaboradores y
subalternos a los oficiales escogidos
entre los mejores de los cuadros militares. Se recuerda al mayor Hernando
Currea Cubides, a los capitanes Jaime Durán Pombo, Antonio Lafaurie, Eduardo Román Bazurto, Enrique
Mendoza Campo y a los tenientes Fernando Landazábal Reyes y Gustavo Matamoros
D´costa
Se realizaron
academias de oficiales y de suboficiales, se desarrollaron intensos programas
de formación policial con los soldados. Dos meses después las labores de
instrucción habían terminado con éxito. Los oficiales de Policía cuya
destitución estaba ordenada no vacilaron en prestarle a la Institución y al
país el último servicio. Fue así como, realizando tareas agotadoras, entregaron
el 16 de julio el personal debidamente entrenado, que inicialmente integró la
Policía Militar creada mediante Decreto 2244 del 4 de julio de 1948. entre los
oficiales instructores se contaban entre otros, los tenientes Bernardo Camacho
Leyva, Luis Tejada Zapata, Nicolás Ríos Mesa y Guillermo Contreras Cabra.
El cuerpo de
oficiales del Ejército, con su comandante el coronel Willy Hollman a la cabeza,
recibió instrucción de la Policía. La aplicación y la dedicación al estudio
permitieron que el corto período de instrucción tanto oficiales, como
suboficiales y soldados, adquirieran los conocimientos básicos indispensables
para la prestación de un servicio que fue extraordinario.
Los cadetes que el 9
de abril habían salido de la escuela a defender las instalaciones de la
Dirección General de la Policía y que se ofrecieron para cooperar en la
protección del Palacio de Nariño habían regresado a su instituto para continuar
el segundo año del curso, el cual debería terminar en diciembre de ese mismo
año, y obtener el grado de Subtenientes. El Brigadier Mayor Bernardo Echeverry Ossa al observar que los
oficiales militares iban a salir a prestar servicio policial con sólo un mes de
lecciones, mientras sus compañeros habían recibido el bautismo de sangre en los
acontecimientos luctuosos recientes y que, desde luego, frente al personal que
iba a egresar podían hasta superarlo por llevar más de un año de estudios y
prácticas, resolvió escribirle una carta al presidente de la República.
En ese documento le
ponía de presente dichos particulares, más la consideración de que, dejando a
estos cadetes en la Escuela, se perdía la oportunidad de aprovecharlos en el
refuerzo de la Policía Militar, a la que, en su calidad de nuevos oficiales, aportarían
no sólo sus conocimientos sino también su voluntad de servir al gobierno y al
pueblo con la misma decisión, fidelidad y competencia demostrada en aquellas
horas margas de la patria. Le recordaba
que cuando el Cuerpo de Policía, contagiado por el rencor sectario , salvo algunas
excepciones, se sumó a una ferocidad vandálica dejando herida de muerte a
Colombia, desamparados a los ciudadanos y a
la Institución en el deshonor, sólo había quedado intacto un puñado
pequeño de oficiales, suboficiales, agentes y los 29 cadetes, aún sin
compromiso éstos de inmolar sus vidas en
defensa de las instituciones, porque no los ligaba juramento alguno con la
lealtad republicana.
Agregaba la carta que
todos los cadetes defendieron el gobierno en lucha valiente y algunos con el
sacrificio de su misma vida , como el
cadete Gerardo Moncayo. Por todo ello, pues, eleva su petición de que fuesen graduados
anticipadamente.
La carta llegada a
Palacio pasó para su conocimiento al
director general de la Policía. Este, en
visita practicada a la escuela, entró al aula donde estaban reunidos los cadetes
y preguntó pro el Brigadier Mayor Echeverry Ossa. El alumno se encontraba hospitalizado. El coronel
Gaitán recordó a los cadetes el cumplimiento del conducto regular, pero
comentó, con pocas palabras, los servicios que habían prestado en momentos de
tanta trascendencia para el país en ese momento.
El caso fue, sin
embargo, que el 16 de julio de 1948 los cadetes Mario Ávila Mora, Carlos Julio
Cortés, José Joaquín Chacón, Avilio Cuadros, Bernardo Echeverry Ossa, Noel Delgadillo
Parra, Filipo Villareal R., Mario Zambrano Camader, Rafael Araque Reyes, entre
otros, recibieron el grado de subcomisarios a prueba, con una barra en la presilla que los distinguía como tales,
bajada del hombro a los puños de su uniforme de paño de color marrón. Distribuidos para prestar
servicios en las distintas divisiones de Policía en Bogotá, aquellos 29 jóvenes
constituyeron la semilla de la nueva oficialidad de la Institución Policial,
que hoy ha aumentado por miles, en rigurosa jerarquía, continuando el ejemplo
de constancia y arrojo dado por esos jóvenes, por sus jefes e instructores en
el mantenimiento del orden público.
Nunca tuvo Bogotá una
policía mejor que la de aquellos tiempos. Su comandante, el coronel Willy
Hollman, supo inculcar una fe profunda y ejemplar en todos sus hombres. La
mística por el servicio se encendió en
el corazón de los oficiales, suboficiales y soldados. Todos habían sido
seleccionados rigurosamente y todos supieron responder el llamado del deber. El
coronel Hollman no se sabía si dormía ni dónde comía, porque a todo momento que
se le llamaba, estaba “en el aire” contestando en persona su radio, listo a
atender y resolver los casos del servicio y a impartir órdenes, siempre claras
y precisas.
De un mandoble la
Policía había sido licenciada totalmente. En esto hubo indiscutible injusticia.
Muchos hombres habían sido leales y se habían jugado la vida en defensa del
gobierno y de las instituciones. Inclusive policías como los destacados en el
trapecio amazónico, a quienes les llegó la baja, ignoraban el por qué, pues la
noticia de cuanto sucedía en Bogotá llegaba con meses de retardo. Dieciséis de
ellos se encontraban en calidad de agentes-colonos, en puestos aislados sobre
la ribera colombiana del gran río, como centinelas de la soberanía nacional y
sufriendo igualmente el rigor de la medida.
De todas maneras así
sucedió, y empezaron entonces a funcionar las escuelas para formar los nuevos
agentes que fueron sustituyendo a los soldados. Muchos de éstos, en la medida
en que cumplían su servicio militar, solicitaron su ingreso definitivo en calidad
de agentes e la Policía.
Esto permitió que en poco tiempo dejara de
hablarse de Policía Militar. Mientras se iba operando esta transformación, el
personal de oficiales del Ejercito, entrenado en la Escuela General Santander ,
iba dejando el servicio, bien por traslados a otras unidades, por ascenso o
porque iban siendo remplazados por oficiales retirados del mismo Ejercito,
llamados o recibidos para el servicio policial. Infortunadamente estos
oficiales no tuvieron el mismo filtro de selección que los anteriores ni
tampoco recibieron la instrucción adecuada para esta misión, por lo cual el
desempeño de varios de ellos dejó mucho que desear.
Coronel. Régulo Gaitán Patiño
Director de la Policía Nacional
16 de abril de 1948-22 de mayo de 1949
|
Coronel Régulo Gaitán Patiño, fue nombrado director
de la Policía Nacional, mediante Decreto 1238 de 1948. Nació en Pacho
(Cundinamarca) el 8 de agosto de 1901.
Su designación como
Director General de la Policía Nacional fue bastante anecdótica. Para los
sucesos del 9 de abril de 1948, residía en la calle 70 con carrera 10 de la
ciudad de Bogotá, cuando escuchó por la radio la noticia sobre el asesinato de
Jorge Eliécer Gaitán, en ese momento llegó a su casa un camión con tropa,
diciendo “Venimos por el Director de la Policía Nacional” y como él mismo
comento, a dos cuadras vivía el entonces director de la Institucion, Coronel
Barco Céspedes. El Coronel Gaitán les dio las indicaciones; si embargo lo tropa
regresó nuevamente, y algún soldado, dijo “Venimos por el Director de la
Policía” a lo que él objeto: ¿Pero quien es el director?. El soldado le
respondió: el Coronel Régulo Gaitán, y él contesto. Ese soy yo, pero no soy el
director de la Policía. “No , es que el presidente manda por usted”.
Cuando se presento en
el despacho presidencial, el presidente Mariano Ospina Pérez le comunicó su
nombramiento como director de la Policía, cargo que acepto inmediatamente. A
partir de ese momento vistió su uniforme de oficial del Ejercito y comenzó a
afrontar la crisis existente en la Institucion.
Para superar la
crisis, el presidente Mariano Ospina Pérez y el Ministro de Gobierno, Darío
Echandia, expidieron el Decreto 1403 del 30 de abril de 1948, que ordenó la
“Reorganización de la Policía Nacional como Institución eminentemente técnica,
ajena por entero a toda actividad de carácter político” y en cuyo articulo 3
dispuso. “El
gobierno y el Director General de la Policía Nacional procederán a dar de baja
a todo el personal uniformado de la Institucion”.
Su primera misión era
la de licenciar a todo el personal; muchos agentes se habían insubordinado e
inclusive habían repartido armas entre los civiles para derrotar al Gobierno.
Un batallón del Ejercito bajo el mando del director general entró a hacerse cargo
de la situación de orden público mientras se incorporaba personal nuevo la
Policía.
Se amplio la Sección
Motorizada; se reglamentó las prefecturas de Seguridad y la Policía
Fluvial..
A finales de 1948
llegó a Bogotá una Misión Inglesa bajo la dirección del Coronel Douglas Gordon.
Esta misión se consagró al estudio de la restauración de la Policía, a difundir
los fundamentos y normas procedimentales de los servicios y a diseñar sistemas
y métodos de vigilancia. La labor de la misión se plasmó en el Estatuto Orgánico que por Decreto 2136 de 1949 se dictó.
Por Decreto 42 del 20 de abril de 1949, se dispone la
creación de la Escuela Regional de Policía en Manizales.
Renunció por el
carácter del trabajo que no coincidía con su formación de militar.
Fue condecorado con
el distintivo especial “Centenario de la Policía Nacional”. En una fría mañana
de 1990, le sobrevino la muerte.
La
Misión Inglesa
La “traición” de la
Policía dio origen a un gran debate público sobre la necesidad de dotar al país
con una Policía que respondiera con técnica y apoliticidad a las necesidades de
seguridad y vigilancia ciudadana. Se consideró, además que la militarización
dejada por la Misión Chilena había influido negativamente en la formación de
los policías, con principios y aires marciales que los hacia altivos y
arrogantes usando procedimientos contrarios a la idiosincrasia nacional. para
devolver la confianza a esta Institución, remozada en su personal por el
remplazo total de sus hombres, se quiso entonces darle más vigor a esa
circunstancias imprimiéndoles el carácter civil
propio de su esencia y dotándola de un estatuto que fuera pauta de sus
acciones y garantía ciudadana. en esta forma el gobierno tenía que producir un
impacto político, necesario en ese momento de tanta confusión y apeló a la
Policía Inglesa para que se le enviara una Misión con el fin de organizar en Colombia
un cuerpo a imagen y semejanza de aquel país. La medida era de indiscutible
efecto, pues las instituciones de la justicia, del orden y de la investigación
inglesa, han sido reconocidas universalmente como la mejor garantía para el
ciudadano de aquel reino.
La Misión Inglesa fue
contratada siendo Ministro de Gobierno Darío Echandia, quien con sentido
patriótico, despojándose de todo sectarismo político, había concurrido a
serenar los ánimos en aquel siniestro 9 de abril y había encaminado el liberalismo a someterse a la Constitución,
a las leyes y al gobierno.
Le correspondió, al
ingresar al gabinete ministerial, superar la crisis de la Policía y dictar las
disposiciones que dieron origen a su liquidación total. Con su firma y con la
del presidente Mariano Ospina Pérez se expidió el Decreto 1403 del 30 de abril
de 1948, que ordenó la “reorganización de la Policía Nacional como Institución
eminentemente técnica, ajena por entero a toda actividad de carácter político”
, y en cuyo artículo 3º dispuso: “El Gobierno y el Director General de la
Policía Nacional procederán a dar de baja a todo el personal uniformado de la
Institución”.
Así, pues, se
contrató una Misión Inglesa integrada por Sir Douglas Gordon como jefe, el coronel Eric Rogers y doce
funcionarios más. Los dos primeros llegaron al país el 28 de agosto de 1948 y
los restantes, en los primeros meses de 1949.
Una de las labores
más importantes que cumplió la Misión fue la de asesorar la comisión de
juristas creada por el gobierno nacional para elaborar el Estatuto que regiría
la organización y el funcionamiento de la nueva Policía Nacional. la comisión
estaba integrada por Carlos Lozano y Lozano, Jorge Enrique Gutiérrez Anzola,
Timoleón Moncada y Rafael Escallón. Como secretario fue designado Hugo Latorre
Cabal. Eran los más conspicuos penalistas del momento, de ambos partidos, cuya
aplicación a las disciplinas juristas les permitió dejar enseñanzas luminosas
que aún trascienden en el ordenamiento penal colombiano.
Como resultado de los
estudios realizados pro la comisión se expidió el 18 de julio de 1949 el
Decreto Ley 2136, que determinó la finalidad de la Policía, fijó la nueva
organización y estableció sus funciones. El personal fue distribuido en 18
divisiones, una por cada uno de los departamentos en que políticamente se
dividía por aquella época el país y sendas divisiones para la ciudad de Bogotá,
los territorios nacionales (intendencias y comisarias) y Servicios Especiales.
Las divisiones se distribuía en distritos, los distritos en estaciones, las
estaciones en subestaciones y éstas en
puestos.
La instrucción en las
escuelas se impartía siguiendo normas y conferencias preparadas por la Misión. Sin embargo los textos elaborados
no fueron comprensibles suficientemente para profesores y alumnos, que no
encontraban lógico el orden de las materias expuestas ni claro el esquema
general, dentro del cual se debía acomodar la enseñanza impartida. Por esta
razón, aunque Sir
Gordon ejercía la vigilancia de los cursos dictados para la formación de los
nuevos oficiales, suboficiales y agentes, con los profesores colombianos de
planta en los institutos, esos cursos no
penetraban con la eficacia indispensable para obtener de ellos el conveniente
beneficio.
Desde luego, lo que
más influyó para el poco éxito de aquella Misión fue la ignorancia de sus
integrantes de la lengua castellana. No tuvieron así comunicación directa con
los miembros de la Policía. Sólo el jefe
de la Misión y el coronel Rogers lograron después de un año entender y hacerse
entender en español. Diferencia grande con la Misión Chilena de los treinta,
cuyos miembros trasmitían directamente sus enseñanzas y aseguraban, por métodos
prácticos pedagógicos, la comprensión de sus lecciones y de su alcance
filosófico-policial.
Otro aspecto que
puede destacarse para explicar el eficiente éxito de los ingleses, fue que la
mayoría de los oficiales instruidos, o que pretendían serlo, procedía de la s
reservas de las Fuerzas Militares, siendo imposible quitarles, de un momento
para otro, su mentalidad castrense, aparte de la transitoriedad que asignaban a
su servicio, en razón de que muy pocos pensaron escalafonarse en la carrera de
Policía, pues no se adaptaban a su filosofía. Todas esas circunstancias
determinaron cierta indiferencia por entender los sistemas que se trataban de
aplicar y la manera como debía desarrollarse el servicio.
Unos de los objetivos
considerados para contratar a los ingleses fue no sólo aprovechar las ventajas
de una Policía altamente calificada y experta como pocas, sino desmilitarizar
el Cuerpo de Policía, por cuanto estimaba que el acento militar en su educación
era causa de choques frecuentes con los ciudadanos y determinaba que su
efectividad fuese cuestionada en el servicio.
Pues bien, ese
objetivo fracasó, por la elemental razón que los directores y los mandos
institucionales permanecían en manos militares. La Misión sucumbió a ese
régimen y no propuso formula alguna que sustituyera en la practica a la milicia
en el manejo de los hombres. La verdad es que las clases de los ingleses
corrían paralelas con la instrucción militar, tanto en la Escuela como en las
divisiones. Cuando se expidió, por ejemplo el estatuto Orgánico con la asesoría
inglesa, y se trató de dar definición de lo que debía se la Policía, esa
definición fue simplemente anodina y repetitiva en sus términos, pero no
sustancial en su contenido: “La Policía es una institución civil con régimen y
disciplina especiales que se rige por legislación especial y a falta de ella
por el derecho común”.
Por otra parte el
decreto no prohibió la organización interna militar y, por otra, la legislación
especial para ordenar la disciplina, también especial de la Policía, nunca
llegó a dictarse, lo que trajo como consecuencia que se rija aún por
reglamentos militares o adaptados a las circunstancias diferentes del servicio
policial, pero sin carácter propio.
Carlos Lozano y Lozano Rafael Escallón. Miembros de la Comisión de Juristas creada en 1948 |
La Misión Inglesa
abandonó el país, por término del contrato, en el año de 1952. Al retirarse, el
propio señor Gordon se lamentó de la falta de apoyo de las autoridades
superiores que, al no poner en práctica el titulo III del estatuto Orgánico,
hizo impracticable el esquema general diseñado por la Misión y reconoció el
poco éxito alcanzado cuando escribió en la Revista de la Policía: “La época en
que le ha tocado trabajar a la Misión ha sido desgraciadamente muy turbulenta
y, por lo tanto, no la más propicia para el desarrollo de un vasto plan que
requiere la más completa coordinación de
esfuerzos para su implementación total” .
Y en el informe que,
con fecha 20 de diciembre de 1952, envió al presidente dijo entre otras cosas:
“Debido
a la situación política, el tiempo en que le tocó actuar a la Misión ha sido
poco propicio, y la constante preocupación del Gobierno en lo relacionado con
las disensiones partidistas y el orden público en varias partes del país,
agregado a los constantes cambio en el Ministerio de Gobierno y en la Dirección
de la Policía, ha contribuido a que la implantación completa de un sistema de
policía totalmente nuevo, tarea que requiere
continuo y cuidadoso estudio y preparación haya sido hasta el presente
una imposibilidad”
…” La
Policía debía ser la principal fuerza civil del Gobierno, su brazo derecho , y
así debía ser tratada. Hoy por hoy, cualquier mayor o capitán del Ejército que
vengan a la Policía en “Comisión” es considerado como superior, en todos los
aspectos, a los comandantes y suboficiales de la Fuerza Nacional de la Policía
quienes en realidad se equiparan con coroneles y tenientes coroneles.
Francamente, considero la práctica de llamar oficiales de servicio en el
Ejército para desempeñar cargos en la Policía como un grave error”.
No todo, sin embrago,
fue negativo en el desempeño de la Misión Inglesa. En los primeros meses del
año de 1950 se abrió de nuevo la Escuela General Santander para recibir el
primer grupo de jóvenes que reiniciaron los cursos de cadetes, los cuales
habían sido suspendidos desde 1948: este fue un curso extraordinario,
justamente con base en instrucciones, conferencias y material propuesto por la
Misión Inglesa, con la asesoría de
oficiales militares escogidos para ello y bajo el mando del capitán Bernardo
Camacho Leyva, con la colaboración de los oficiales subalternos de aquella
época, tenientes Roberto Pinzón, Mario Camader Zambrano, Bernardo Echeverri Ossa y Manuel López
Gómez.
:V
ResponderBorrarExcelente artículo, genera conocimiento y la verdadera hitoria de la policia nacional, sus principios y valores de sus iniciadores en la formación del cuerpo policial. Hace entender el verdadero caos vivido el 9 de Abril y el nivel de organizacion intenacional que tenian las fuerzas insurgentes del momento, o sea el paqrtido Comunista.
ResponderBorrarEsta es la verdadera historia que .Un pocos conocen. Hay que buscar un medio de difusión para publicarla. Creo que ni el mismo cuerpo policial la conoce.
ResponderBorrarinteresante esfuerzo historiográfico, verderamente interesante
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