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viernes, 30 de junio de 2023

GÉNESIS HISTÓRICA DE LOS ALGUACILES Y SERENOS EN COLOMBIA

 

El término alguacil es una de las más de 4.000 palabras árabes que encontramos en nuestro idioma castellano y que tiene su origen desde el preciso momento en que los moros acaudillados por Tarik, se tomaron gran parte de la península ibérica luego de derrotar en la batalla de Guadalete al Rey don Rodrigo en el año 711 de nuestra era.

Inicialmente se decía alwazír cuyo significado era representante o lugarteniente. El cargo tenía que ver con la administración de justicia y el funcionario debía velar por el orden público y, como ayudante del corregidor, debía investigar los delitos y detener a los delincuentes. También significa, un antiguo gobernador de ciudad o comarca con jurisdicción civil y criminal. En la actualidad conocemos como Alguacil a aquella persona que en las corridas de toros precede a la cuadrilla durante el paseo, recibe del presidente las llaves del toril y ejecuta sus órdenes vestidos con el característico traje del siglo XIII.

Los alguaciles aparecen bastante mencionados en el Fuero viejo de Castilla en donde los clasificaban como de cancillería y justicias del Reino y de Corte y Villa.

En el campo administrativo desempeñaron las funciones de agentes de los Ayuntamientos y de inmediatos colaboradores de los alcaldes, concretamente en lo atinente a los asuntos de orden social y criminal. Era frecuente que en Extremadura y Castilla les dieran el honroso título de ministros.

Cuando el alguacil se encontraba a bordo de un buque se le denominaba como Alguacil de Agua y el Alguacil de Campo era aquel que se encargaba del cuidado de los sembrados, evitando que la gente los dañara. Se conoció también al Alguacil de Galeones quien en este tipo de embarcación era mayor que un soldado y menor que un alférez. Y finalmente encontramos al Alguacil de Montería que tenía como funciones guardar las telas, redes y demás aparejos de la montería, proporcionando carros y bagajes para llevarlos al lugar donde el Rey ordenara.

EL ALGUACIL EN EL NUEVO REINO DE GRANADA

Resulta grato recordar que cuando por el sistema de capitulaciones un grupo de hombres tomaba bajo su cargo y responsabilidad la tarea de trasladarse desde España a nuestras tierras con miras a fundar pueblos, villas y ciudades, tenían que cumplir con el lleno de algunos requisitos como el tener permiso del Rey, del Supremo Consejo de Indias o más tarde de la Real Audiencia, declarar como realengas las tierras producto de la fundación, trazar la Plaza Mayor, colocar en el centro de ésta el rollo o picota como símbolo de justicia, trazar calles y avenidas, fundar la iglesia junto con otra serie de casas y nombrar las primeras autoridades.

Para dar cumplimiento al último de los requisitos se nombraba al alcalde, a los regidores, al escribano, al alférez real y por supuesto al alguacil que generalmente había sido un antiguo soldado y que debía tener una constitución física aceptable. Le correspondía a éste personaje ayudar a la preservación del orden ciudadano y era el encargado de conducir a la cárcel o picota a los delincuentes, según fuera la gravedad del delito cometido. El rollo o picota era una columna de piedra o de madera que servía para la ejecución de ciertas penas, incluida la de la muerte, pues aquí encadenaban públicamente a los más peligrosos antisociales que iban apareciendo como el terror de la sociedad.

Un tiempo más adelante, concretamente en 1550, se instaló formalmente en Santafé de Bogotá el tribunal de la Real Audiencia, con miras a hacer cumplir a cabalidad con las muchísimas disposiciones emanadas de la corona española, pues recordemos que poco o nada se hacían efectivas, máxime cuando un destacado fundador de ciudades llegó a imponer el criterio de que aquí se obedece, pero no se cumple.

De acuerdo a lo anterior, resulta bastante claro el propósito de justicia y legalidad que animaba a los señores Oidores y demás funcionarios, entre los cuales merecen señalada distinción los alguaciles, quienes desde entonces aparecen jurídicamente en el ámbito colonial. Evidentemente, dentro de la Real Audiencia existía el cargo de Alguacil Mayor, que tenía bajo su dirección la jefatura de policía y quién más adelante, debido al crecimiento poblacional, sería ayudado en sus nobles funciones por los conocidos alguaciles menores.

Resulta oportuno recordar aquí, la bellísima frase que adornó el dintel de la recién creada Audiencia y que decía así: “Esta casa aborrece la maldad, ama la paz, castiga los delitos, conserva los derechos, honra la virtud”.

El cuerpo de alguaciles, que como ya dijimos arranca desde la conquista con la fundación de los pueblos y ciudades, entre sus muchas acciones debían cumplir estrictamente con el encargo de recaudar los impuestos de alcabala, almojarifazgo, media anata y otros que formaban parte de la carga tributaria. A lo anterior agreguemos que como cuerpo de policía tenían que perseguir a los malhechores y vigilar permanentemente la buena marcha de la sociedad respecto a las faenas agrícolas, el porte ilegal de armas y la fabricación y venta de pólvora.

Los Oidores de la Real Audiencia que entre otras funciones tenían las de jueces, iban siempre precedidos a sus trabajos por el alguacil, que también vestía de negro, iba con la cabeza descubierta, el sombrero de tres picos en la mano izquierda, en tanto que en la derecha sostenía una vara negra como signo de autoridad, que la gente saludaba con profundo respeto. De acuerdo con lo anterior, podemos pensar que cuando el alguacil se dirige detrás del Oidor para acompañarlo a sus distintas labores, sin proponérselo está desempeñando las funciones de lo que hoy conocemos como escolta o edecán.

Desafortunadamente, cuando se empezaron a subastar públicamente varios cargos como los de escribanos, relatores, recaudadores, veedores, tesoreros, alcaldes y alguaciles; las figuras de nuestros representantes del orden entraron en franca decadencia, debido a que quienes compraban esas dignidades ya no cumplían estrictamente con su deber y sí en cambio cayeron bajo el tentador espectro del soborno. 

LOS SERENOS EN LA COLONIA

Como bien sabemos, a los Oidores los reemplazaron en sus funciones políticas los presidentes y a éstos a su vez los Virreyes como legítimos representantes del Rey en América. Uno de ellos, don José de Ezpeleta que por cierto hizo una gran administración, en mayo de 1791 conformó la Junta de Policía en cabeza del Oidor Juan Hernández de Alba y como miembros de la misma a los señores José María Lozano, Primo Groot, Francisco Domínguez y Antonio Nariño, elementos muy prestantes de la sociedad santafereña.

 La mencionada Junta contaba desde sus comienzos con unos grandes colaboradores, que de tiempo atrás eran denominados y conocidos como los serenos o corchetes. Fueron ellos los continuadores de las tareas de los alguaciles, con la gran diferencia de que pertenecían a los más bajos estratos sociales de la colonia. La mayoría de estos hombres habían participado en nuestras guerras civiles y una vez recuperada la paz, libres, sin profesión y sin medios para subsistir, no encontraron otro camino que buscar el nombramiento para este cargo.

 “El sereno de la vieja Bogotá era tratado en forma despectiva por todos. Un viejo sombrero de anchas alas, alpargatas raídas, un levita que había pasado por muchos cuerpos y pantalones llenos de remiendos, constituyeron su primer atuendo”.

 Prestaban permanente vigilancia durante toda la noche por todas las calles, donde apenas en algunas esquinas se hallaban colocadas unas candilejas. Llevaban como única arma un guayacán y debían soportar valientemente el inclemente frío de las noches sabaneras. Con todo, estos humildes hombres, campesinos en su mayoría, también tenían que gritar las horas en el silencio de las noches, a la vez que anunciaban el estado del tiempo. Y mientras las gentes dentro de sus casas descansaban plácidamente, ellos los guapos serenos, se entregaban de lleno a responder por la seguridad y tranquilidad de esas personas que poco sabían agradecer esas labores.

 El servicio de serenos se estableció en todas partes del Nuevo Reino y su sostenimiento se hacía por unas imposiciones vecinales sobre las casas y demás edificios urbanos. Aparte de sus complicadas funciones, ayudaban ellos con toda prontitud a la extinción de los incendios, cargando muchas veces sobre sus hombros pesados toneles de agua. He aquí, se podría pensar, el origen de la policía de bomberos. También colaboraban asiduamente porque las calles y plazas de las ciudades se mantuvieran limpias, contando con la ayuda, según lo dijo un escritor con un poco de humor, de gallinazos, la lluvia, los burros y los cerdos.

 Queremos hacer énfasis en la dura y difícil tarea de los serenos, puesto que a medida que transcurría el tiempo, las ciudades y los pueblos fueron creciendo y con ello también creció el número de delincuentes de todos los matices, empeñados en seguir causando muchos males a la sociedad.

Casos bastante complicados se presentaron para estos fieles guardianes del orden como, por ejemplo, aquel en que se les exigió dar prontamente con el paradero de los l2 falsos frailes, que en la noche del 30 de enero de l85l ayudados por un ataúd, sustrajeron del templo de San Agustín una cuantiosa fortuna representada en doblones de buena ley, vasos sagrados y algunos objetos de incalculable valor.

No menos difícil resultó para nuestros serenos tratar de encontrar a los 10 encapuchados que otra noche entraron a la casa del ilustre patricio Florentino González, luego de intimidar a su bellísima esposa doña Bernardina Ibáñez, la otrora adorada y melindrosa mujer del Libertador Bolívar. La casa del doctor González, padre del libre cambio entre nosotros, quedó totalmente desocupada pues como recordaremos, sus muebles y demás pertenencias habían sido traídas de Europa y, por tanto, llamaron mucho la atención de los amigos de lo ajeno.

Pero sin lugar a dudas, el gran dolor de cabeza para los serenos o corchetes, lo constituyó el continuo robo que le hacían a los ricos en el aristocrático Barrio de la Candelaria. Evidentemente, se cuenta que durante la época del célebre abogado José Raimundo Russi, los serenos vivían en permanente estado de terror por los incontrolables robos tanto en ese sector capitalino, como en la famosa Calle del Arco. Recordemos que el doctor Russi sacaba de la cárcel sin mayores problemas a numerosos ladrones y por ello se multiplicaba la delincuencia por toda la ciudad.

Los santafereños bastante injustos con aquellos servidores de la sociedad, al ver que poco era lo que a veces se lograba recuperar, no dudaron en tildarlos como cómplices de los robos, sobre todo por su triste y hasta miserable forma de vida.

Con base en lo anterior, el 22 de abril de l852 se fijaron en las esquinas y lugares principales de Bogotá, grandes carteles por medio de los cuales el gobernador de Cundinamarca Patrocinio Cuéllar, anunciaba la insólita determinación de acabar con el cuerpo de policías y serenos, dado que tristemente su Director y un cabo, resultaron seriamente implicados en el robo al distinguido comerciante Alcina y en el asalto a don Andrés Caicedo.

Las funciones policivas entraron entonces a ser desempeñadas por integrantes de las distintas compañías, pero por un breve lapso de tiempo, mientras la ciudadanía en general recobraba la confianza en los antiguos servidores de la patria.

Honremos pues, la memoria de alguaciles y serenos como los legítimos predecesores de nuestra gloriosa policía nacional de Colombia, puesto que fueron ellos quienes, con sus defectos, por sus defectos y a pesar de sus defectos, levantaron las columnas sobre las cuales se erigió el edificio de la moral y el orden social, elementos estos tan útiles para el desempeño de las tareas democráticas de una Nación.

BIBLIOGRAFÍA:

DUARTE FRENCH, Jaime. LAS IBAÑEZ. Bogotá, l987 

MIRAMON, Alberto. TRES PERSONAJES HISTÓRICOS. Bogotá, l983 

RODRÍGUEZ ZAPATA, Amadeo. BOSQUEJO POLICIAL DE COLOMBIA. 

MUJICA, Elisa. LA CANDELARIA. Bogotá, l973

IBÁÑEZ, Pedro María. CRÓNICAS DE BOGOTÁ. Bogotá, l989

VALENCIA BENAVIDES, Hernán. Santafé de Bogotá y la tenebrosa banda del Doctor Russi. Bogotá, 2006