PROLOGO
La memoria sale al encuentro
con la verdad y sana el corazón
de quienes la exaltan. Es el refugio contra el
olvido colectivo que pasa de largo. Ni
la guerra o la paz pueden borrar sus pasos. Sin límites ni dueños, es una libertad que honra a la sociedad, y
mucho más si son mujeres las que
tocan a sus puertas. Algunas sobrevivientes, otras víctimas, todas iguales ante la ausencia y la tribulación,
la dignidad o el recuerdo. En sus
familias y amigos nunca se va a extinguir la luz de su ser, y el de ahora es un tiempo abonado para evocar sus
momentos y contar sus historias.
Esta vez, de cinco colombianas que eligieron ser
policías en un país martirizado por
la violencia. Su deber era proteger y lo asumieron más allá de sí mismas.
La agente Rosalba
Montes intentó salvar
de un artefacto explosivo a pobladores y compañeros en La Estrella
(Antioquia) y perdió su mano derecha. La cabo primero Rosa María Sánchez corrió a ayudar a un agente en
peligro en Bogotá y hoy es un paradigma de coraje desde una silla de ruedas.
La patrullera Mónica
del Pilar Murcia entregó su
vida buscando que un niño no fuera impactado
por un carro bomba en Arauca.
Ante todo, eran madres o hijas, hermanas
o esposas, amigas
con hogares donde siguen siendo estandartes de lucha. Policías con un valor que también rinde homenaje a sus
familias porque entre todos aportaron
una excesiva cuota de dolor a la tragedia nacional. Como los padres
y hermana de la patrullera Leydi Yorladis Ospina Tejada, que a
sus 19 años perdió la vida en Piendamó (Cauca), junto al santuario Niña Dorita, en un ataque con armas largas en un puesto de control.
O la madre y hermanos de la patrullera Angélica Cruz, que acudió presurosa
a un servicio y murió
emboscada en Tumaco.
Todas se enlistaron por convicción. Leydy Yorladis Ospina porque creció
en las comunas de Medellín, en un barrio donde a los pandilleros había que dejarlos entrar a los bailes porque su ley
era amedrentar, y por eso siempre soñó con volver algún día a restaurar
el
orden
desde la legítima autoridad o el diálogo con la comunidad con suficiente carácter. Mónica del Pilar
Murcia porque quería imitar a sus tíos y también
hacerse educadora como su mamá en Chinchiná
(Caldas), donde en cada permiso
policial en el que volvía
era la reina de la fiesta.
Rosalba Montes porque quiso
trabajar por los derechos humanos,
en una época en la que Pablo Escobar pagaba un millón de pesos por policía muerto. Angélica Cruz se presentó
tres veces a la institución hasta que
convenció a sus examinadores que detrás de su fisonomía menuda y su rostro de ángel, vibraba una incansable guerrera de
la vida dando ejemplo. Rosa María
Sánchez contradijo a sus padres que le
insistían en que buscara un destino femenino, pero probó que estaba hecha de la disciplina personal que ahora
despliega como esgrimista paralímpica.
Son apenas cinco testimonios del género del coraje que
prueban cómo las mujeres policías
de Colombia también
aportan un capítulo
de sacrificio en la
recapitulación de la guerra. Son muchos más los gestos de entrega y arrojo de patrulleras, suboficiales u oficiales, y su derecho
a ser recordadas es el mismo que tienen casi medio millón de mujeres civiles asesinadas, 7.816 secuestradas, 69.786
desaparecidas o 14.473 víctimas de violencia sexual,
según registros oficiales
de la Unidad para la Atención y Reparación Integral de las Víctimas (UARIV).
Un enfrentamiento de más de cinco décadas
que parece encontrar
el rumbo para pasar la página y que, en esa misma perspectiva, obliga a que imperativos como el deber de
recordar, el derecho a saber o la salvaguarda
de la memoria para tiempos de posconflicto y justicia de paz, también alcancen para recobrar la vida y obra de aquellas
mujeres policías con relatos de resistencia al delito que deben conservarse en los anales de la historia. En muchos
archivos hay nombres y hechos que esperan
a exploradores de rastros o a hacedores de libros y documentales.
Las cinco crónicas de este texto constituyen un buen
aporte, aunque apenas representan el comienzo de una tarea
institucional tan incesante como ineludible. Hacen parte de la inaplazable misión
colectiva de la sociedad
colombiana por la verdad y la memoria.
Fueron escritas por cinco periodistas comprometidos en la misma causa. Diana Socha Hernández, Andrea Rojas Vega,
Álvaro Velandia Ortiz, Irma Yenny
Rojas Jovel y Paola Guevara, quienes tuvieron el duro pero honroso oficio de constatar cómo han
sufrido la violencia las policías colombianas.
Por eso su esfuerzo es para ellas y, por extensión, para las 16.575
mujeres que hoy visten el uniforme verde oliva. Lo mismo que para todas las que lo han portado desde que 69
damas lo hicieron como tenientes
honorarias, en calidad de pioneras, a partir de noviembre de 1953; o doce profesionales recibieron el
sable símbolo de mando en la Escuela
de Cadetes General Santander, como egresadas del primer curso
femenino de oficiales en 1977. Administrativas, docentes, operativas, alumnas, para todas las que velan por la
seguridad y la convivencia ciudadana.
Para unas y otras, en especial las 1984 reconocidas como víctimas, según la UARIV, son las palabras que se tejen en los relatos de este trabajo periodístico. Son historias de vida que develan traumáticas experiencias y aflicciones extremas de cinco familias colombianas, cuyas hijas policías sufrieron el rigor de la violencia. Y parte fundamental del tributo y reparación que les debe la sociedad, el Estado y la institución policial, es que se conozca cuánto fue su valor, cómo domaron el miedo, y por qué sus verdades merecen ser conservadas ahora que parece romperse el cerco del horror.
Jorge Cardona Alzate
Editor general El Espectador
1. Agente de Policía Rosalba Montes Barrientos
“Aunque Colombia afrontaba una oleada de violencia
y daba temor salir de las casas, Rosalba Montes
asumió su misión con mística. Era común su frase
´yo sé a qué hora salgo, pero no tengo
idea a qué hora voy a regresar´, porque Medellín, en esa agonía de los años 80, se convirtió en una ciudad
de carros bombas,
secuestros, sicariato, magnicidios o
atentados contra inermes civiles”.
Con la guerra en las manos
Por: Diana Y. Socha Hernández
En el avión sentí mucho frío, supongo
que por nervios
y no disfruté los 35 minutos en el aire del trayecto
entre Bogotá y Medellín. Eso sí, adelanté un poco la lectura del libro escogido como compañía para el corto trayecto. El aterrizaje fue
espantoso, parecía que el avión
se fuera a estrellar de cabeza con
la pista del
aeropuerto Olaya Herrera. Únicamente pude sostener con
fuerza el libro y asustada tomarme
del brazo de la silla. Respiré profundo y recé para no morirme sin conocer a Medellín, una ciudad con gente “echada pa’ lante”, rodeada
por grandes montañas
que la protegen como si fuera la cobija de un recién nacido,
que con sobradas razones lleva los títulos de la Capital
de la Montaña, la ciudad
de Botero, la Ciudad
de la Eterna Primavera, o la capital de las flores, por todo lo que la exalta, conmemora y es
reconocida en Colombia.
Llego por primera vez a Medellín y puedo describir
con muchas palabras la emoción. No
solo por las historias que se cuentan sobre esta ciudad
innovadora, de gente cálida y agradable clima, sino porque tengo
una misión inesperada: hablar con Rosalba
Montes Barrientos, quien me dio indicaciones específicas para encontrarnos una mañana de octubre en su lugar de trabajo.
“Hola, doctora Diana, ¿cómo
le fue?”, es su saludo acogedor. “Bien, ya estoy
en su ciudad, ahora ubicada en la entrada del edificio del Instituto de Bienestar Familiar
Regional de Antioquia”, contesto a la expectativa de conocerla pronto.
“Espere un momento, ya bajo para que
no le pongan problema para entrar”, añade. A los pocos minutos aparece y me saluda
como si hubiéramos dejado de vernos
hace tiempo y tuviéramos que contarnos muchas
cosas después de una larga ausencia.
Luce un saco morado que resalta el color blanco
de su piel. Es imponente, esbelta, atractiva, parece
una deportista. Es la típica
mujer paisa, trabajadora y creativa. Proviene
de una familia numerosa encabezada por sus padres,
Teresa Barrientos y Luis Alberto Montes, con quienes
comparte siempre las fechas especiales. Igual que con sus hermanos
vivos, cuatro mujeres
y tres hombres, con quienes se ve
sin falta en Navidad o el fin de año para celebrar
las fiestas como Dios manda, con el amor profundo de la gente de su ciudad. Con la misma
pasión con la que un día decidió
ingresar a la Policía
Nacional tras finalizar
su bachillerato en 1985. Nada que ver con que su papá hubiera sido
también policía, o su hermana mayor. Ella dice que tuvo otras motivaciones para acoger el mismo destino y las exalta mientras
conversamos sobre su vida personal
y profesional.
Conversamos en un lugar lleno de flores y papeles,
de gente atareada
que camina de un lado a otro. Antes de escuchar su relato,
la dragoneante Gladys Adriana Puerta la interrumpe para decir: “Rochy es un gran ser humano, es carismática, respetuosa, excelente amiga, compañera, hermana, hija
y madre. Una persona con mucha
resiliencia porque a pesar de las circunstancias en las que se vio lo superó e hizo de su vida profesional un camino de oportunidades. Es una persona
digna de admirar”. Rosalba Montes agradece
con un gesto y toma la palabra:
“Siempre tuve la idea de trabajar para una institución del
gobierno porque me daba seguridad. Una pensión a futuro, una casa en tiempo determinado, terminar joven y quedarme en el hogar sacando adelante una familia.
Estos aspectos llamaban
mi atención y tomé una decisión: o era profesional de policía o estudiaba Derecho
o Ciencias Sociales”.
Por eso, recién
graduada del colegio
en Medellín, apenas
a sus 17 años de edad, cuando Rosalba Montes Barrientos se presentó
para hacer curso en la Policía Nacional,
no existió duda
en su decisión. Sin embargo,
esa primera vez no la aceptaron y ella asegura con firmeza que fue porque a la
trabajadora social que la visitó en
su casa no le gustó el barrio donde ella vivía. “Pasé las pruebas
psicotécnicas y las de natación y atletismo, pero finalmente me rechazaron. Me había presentado
también a la Universidad de Antioquia
y tampoco pasé porque se presentó demasiada gente”, agrega. Ese fue un momento de dificultad, pero logró resolverlo con el
apoyo incondicional de su familia.
Su hermana mayor llevaba tres años largos en la
Policía y vivía en Barranquilla. Ella
la motivó para que no desistiera de su sueño y por eso volvió a presentarse. En esta oportunidad pasó las pruebas físicas, las escritas y salió
escogida entre las estudiantes costeñas.
Duró un año en la capital
del Atlántico haciendo
un curso preliminar de preparación y luego se fue
a Bogotá a cumplir su proyecto de ser
policía. No fue fácil porque todavía en 1986 en la institución prevalecía el liderazgo de los hombres. En la
sociedad misma, las mujeres aún no tenían cabida en funciones importantes. Permanecían en casa, sin protagonismo, dedicadas al cuidado
de la familia. Desde la resolución 3256 del 5 de noviembre de 1953 está regulada
la presencia de mujeres en la Policía, y en aquella época se vincularon inicialmente a la Sección
de Bienestar Social de la institución dirigida por la madre María de San
Luis.
Gladys Adriana Puerta, compañera
de Rosalba Montes,
opina: “Tuvieron que pasar más de cincuenta años para que las mujeres en la institución tuvieran un
papel importante, ha sido un verdadero
reto darnos un lugar digno y de privilegio. No es fácil cumplir con el compromiso de salvar vidas, defender indefensos, servir de mediadoras y ser esposas,
hijas, madres, amigas y hermanas,
con tiempo para cumplir esos roles y el profesionalismo que demanda
ser policía. La vida no es fácil, pero debemos
cumplir y hacer lo posible
por nuestras metas y retos que la profesión policial nos brinda”. Para Rosalba, el asunto así se resume:
“Desde
que la mujer sea inteligente le va bien. La parte difícil es ser mamá al
mismo tiempo. Se han dañado muchos matrimonios por eso. Los niños sufren en la crianza por los padres ausentes. Tuve que criar a mis hijos después
del accidente, sin rencor por lo que pasó”.
Le pregunto a Rosalba cómo era un día en el curso de agentes y señala: “A las cuatro de la
mañana debíamos estar de pie y dos
horas después en clase. Las cátedras eran en derechos humanos, derecho internacional humanitario, tiro, defensa
personal, artes marciales, historia o ciencias políticas. A las diez de la noche
estábamos descansando. Si alguien la embarraba, nos ponían hacer más ejercicios. Casi
siempre alguien lo hacía, así que nos dormíamos
a veces hasta la una de la mañana. Fue un
curso exclusivo para mujeres para evitar embarazos. Nuestros mandos
fueron mujeres, como la hoy general en retiro Luz Marina Bustos,
además comandante directa y directora de la escuela. Los instructores masculinos fueron
principalmente para defensa personal,
polígono o asunto de armas. No me gustaron las armas, las veía por conocimiento. Lo mío siempre fueron los derechos humanos y la enfermería”.
Se graduó antes del tiempo programado y fue enviada
al Centro Automático de Despacho
(CAD), un edificio
grande ubicado en Bogotá desde
donde se direccionan todos los servicios
policiales requeridos por
los usuarios desde
la calle. Con
su uniforme verde oliva, de inmediato Rosalba Montes
empezó a ostentar una diadema para
crear un método aparte para comunicarse con todos los patrulleros. “Es lo que ahora se llama cuadrantes, solo que más comprometidos”,
refiere. Monitoreaba el trabajo de los policías y los regañaba porque se demoraban para llegar rápidamente a un servicio. De esa unidad pasó a la Policía de Infancia y Adolescencia, donde trabajó un año.
Allí pudo conocer
casos muy duros,
tristes, porque estaba
encargada de situaciones sobre maltrato infantil
y crisis de adolescencia, todos episodios
relacionados con amenazas o inobservancia
de los derechos de los niños.
“Estábamos destinadas a conocer, de primera mano,
casos de niños abusados y maltratados. Los prioritarios los poníamos en manos
del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF)”. En esta sección estuvo un buen tiempo hasta que fue trasladada a Medellín, al recién inaugurado Centro
Automático de Despacho (CAD), una
sala grande llena de computadores donde se reciben llamadas externas. Los datos quedan guardados y se automatiza todo para comunicarse con las patrullas y grabar lo que sea necesario para
realizar los informes
impresos y archivarlos hasta el cierre de los casos. En su mayoría
estaban a cargo mujeres. Rosalba
Montes sostiene sonriente
que los hombres eran técnicos
en sistemas. Ellas
se encargaban del contacto con la gente. También trabajó en el CAD apoyando seguridad en el Estadio
Atanasio Girardot o la Plaza de Toros La Macarena.
Un año después fue trasladada al municipio de La
Estrella (Antioquia), a la Escuela
Carlos Eugenio Restrepo (ESCER). A pesar de que vivía
cerca de sus padres, no los visitó
mucho debido al problema de orden público
que entonces vivía Colombia. Como su padre conocía de primera mano que era importante cumplir órdenes y ser disciplinado, no
puso problema al no ver todos los
días a su hija. En cambio, su madre la extrañaba mucho. Inicialmente sus funciones
fueron administrativas y ejerció su vida policial
como docente. En 1989 ya oficiaba como bibliotecaria de la escuela
e instructora en derecho penal, derechos humanos
y primeros auxilios. En la escuela practicó voleibol, atletismo, ajedrez y baloncesto. A veces jugó torneos
inter-unidades o con funcionarios del
tránsito.
Fue un momento grato de su desarrollo profesional que define en pocas palabras: “Nada fue
estresante, todo me gustó, estaba
joven y fue emocionante”.
Aunque Colombia afrontaba
una oleada de violencia y daba temor salir de las casas, Rosalba Montes
asumió su misión con mística. Era común su frase “Yo sé a qué hora salgo, pero no tengo idea de a qué hora voy a regresar”, porque Medellín, en esa agonía
de los años ochenta, se convirtió en una ciudad de carros bomba, secuestros, sicariato, magnicidios o atentados contra inermes civiles. Pronto los policías los
sustituyeron porque cayeron en la mira
prioritaria de la mafia. Nadie se sentía a salvo y el cartel de Medellín,
en cabeza de Pablo Escobar
Gaviria, generaba un miedo que se advertía en las miradas de niños,
jóvenes y adultos. En pocos años
asesinaron muchos policías. Por cada agente muerto, el capo pagaba
un millón de pesos, los suboficiales valían
dos, los oficiales tres, los del bloque de búsqueda cinco.
Por eso, la misión común
era encontrar a Escobar. A Rosalba le correspondió apoyar
labores para investigar el secuestro del congresista Federico
Estrada Vélez.
Ocurrió el 4 de abril de 1990 y el grupo de Los Extraditables lo reivindicó. Para la familia
del político fue un golpe duro ya que acababa de llegar a la ciudad,
procedente del exterior, su hija Elena,
y ese día tenía un almuerzo programado con ella. El comandante de la Policía de Antioquia dispuso buscar
sospechosos en los alrededores de Medellín y su orden
fue realizar puestos
de control y requisar vehículos y transeúntes. Cualquier pista era importante. Esa mañana, Rosalba
Montes no acudió
a la biblioteca porque tuvo que apoyar
a la Policía Metropolitana de Medellín. Por eso terminó
en un operativo policial junto a dos unidades, oficial, suboficial y 20 estudiantes de la escuela.
El destacamento de uniformados se fue por
una carretera gris
donde se escuchaba correr el agua. Los dos grupos se dividieron para buscar al cautivo. Unos en una cascada, otros al lado de unos moteles
junto a la vía.
Rosalba Montes habla con tranquilidad. No se escucha
rencor en sus palabras y menos tristeza, ha contado tantas veces su historia que ya no le afecta. Tenía 21
años, toda una vida por delante. A
pesar del miedo por lo que vivió siempre recalca que estuvo segura.
“Aquí habían matado
muchos uniformados, muchos
compañeritos. De 18, 19, 20 años, el más viejo tenía 60 y no se quería retirar”. El día señalado ella fue
la agente encargada del radio de
comunicaciones. “Mis armas de dotación eran una Mini Uzi y un revólver, los otros compañeros tenían fusil. En breve quedé con
un suboficial y 20 estudiantes. Un estudiante de apellido Araque le hizo señal de pare a un colectivo y alcancé a decirle que no se subiera al bus, sino que
hiciera bajar a los pasajeros para
requisarlos. Pero el estudiante no atendió la orden o no la entendió,
se metió al vehículo, lo agarraron del cuello y lo bajaron
como rehén”. Rosalba golpea la mesa, esta vez sin intención, con la prótesis. Recordar
no es fácil. Pero a veces es necesario contarlo
y descansar.
“El agresor era un hombre
de unos 20 años, guapo, sin perfil
de delincuente, a lo mejor víctima también.
Todo con él pasó muy rápido.
Cuando de repente gritó: ‘Ustedes me hacen algo y nos morimos todos’,
le repliqué enseguida preguntándole por qué decía eso,
y luego indagué
si tenía una pistola ahí o era solo por desafiar. Todavía creo que estaba asustado. Lo
cierto es que empezó a dar vueltas con el compañero
agarrado del cuello.
Nos miraba para ver qué acción podíamos tomar,
mientras nosotros hacíamos
señas para acordar la forma de reaccionar. Al otro
lado de la vía, el sargento estaba paralizado. Yo no me atrevía a encender la radio porque
no sabía cómo iba a reaccionar el delincuente. Alcancé
a pensar que
cuando diera la vuelta lo podía dar de baja, pero súbitamente me dijo: ‘Sé que usted trata de eliminarme. Si lo intenta,
es la primera que se muere’. Una religiosa que se bajó del colectivo
se arrodilló y empezó
a orar.
“El estudiante Araque que bajó del bus como rehén
estaba verde. A su lado, el delincuente portaba una granada
y una pistola. La granada
estaba desactivada pero no tenía seguro. En un
momento alzó los brazos y le vi detonantes, al menos tres cordones con explosivos. Si le
disparábamos, la hermanita, los civiles
y todos estábamos muertos, unas cuarenta vidas más o menos. Disimuladamente localicé por radio a una amiga en el CAD y el tipo de inmediato gritó: ‘O apaga ese radio o se muere’. No lo apagué, lo dejé activo para que al
otro lado escucharan y tomaran
las coordenadas. Alcancé
a transmitir la referencia 929
que significa explosivos. Cuando llegó el apoyo apareció
mucha gente del Ejército y la Policía y, cuando le
iban a disparar, les advertí sobre los explosivos y la granada.
Sin embargo, un francotirador lo dio
de baja. Infortunadamente la granada cayó al piso y quedaron diez segundos para todos. Como en el
sitio pasaba una quebrada me dije,
‘La puedo coger y tirarla. Cuando lo hice explotó en mi mano’”.
En ese suceso el único que murió fue el delincuente abatido. Al estudiante Araque, quien
provocó el problema por su inexperiencia, se le abrió un poco el estómago, sin consecuencias. Al sargento se le fracturó
la pierna derecha
y otro estudiante perdió un ojo. “Yo perdí la mano y por poco
pierdo la pierna porque la rodilla quedó destruida. Me salvé porque
cuando llegué al hospital y me la iban a amputar, mamá no dejó. Pasé
por tres hospitales para evitar la gangrena
y la última inyección me la aplicaron
en el hospital de San Vicente, donde me amputaron la mano. Por el ruido
de la explosión quedé sin oír un buen rato y solo insistí en que no me operaran hasta
que no llegara mamá. Entonces
pararon la cosa.
Cuando ella llegó perdí el conocimiento, me sentí tranquila. Eran como las tres de la tarde. Lo último que
le dije a mamá fue que estuviera
tranquila, que había perdido una mano pero que el resto estaba bien”.
Días más tarde
no faltaron los premios: la Medalla al Valor, la más alta condecoración que se le da a un policía
o a un militar. La Medalla de Servicios Distinguidos. Un ascenso por actos heroicos, elegida como personaje del año en 1990 en las fuerzas militares
y policiales en Colombia. Premio de Paz en Antioquia y, por primera
vez, una mujer policía postulada al Premio Mujer Cafam. Dos años después de los hechos, Rosalba Montes
salió pensionada de la Policía y se
dedicó a estudiar. Empezó Derecho porque cuando estaba como agente de policía había emprendido esta carrera y
lo hizo en la Universidad Autónoma de
Medellín. No obstante, tuvo que parar sus estudios
y su proceso de rehabilitación porque se fue a Brasil
a buscar su prótesis. La periodista de El Colombiano Sonia Gómez, armó una
campaña para que le dieran una buena prótesis.
Mucha gente en Colombia conoció a Rosalba Montes gracias a esta exitosa iniciativa.
A pesar de lo que pasó, su hija Alejandra Delgado
Montes también terminó como
patrullera. Igualmente es una mujer alta, elegante,
joven, con metas claras y futuro prometedor. Con el uniforme bien puesto
que lleva con orgullo. “Gracias
a ella nació el amor a la Policía porque
es una mujer luchadora que siempre tiene metas.
Para mí es un honor, un orgullo y un ejemplo a seguir”, precisa cuando habla de su madre. Le pregunto por el papel que cumple
la mujer en la Policía
y responde: “Es la cara bonita de la
institución”. Rosalba Montes recobra la palabra y me cuenta cómo conoció al padre de sus hijos en la
Policía y de qué manera la acompañó
en el proceso de su accidente y formaron una familia. Aunque después se separaron, ella exalta
que sigue siendo un excelente padre.
“¿Y cómo está sentimentalmente?”, pregunto.
“Salgo con amigos, me
divierto, bailo salsa, veo películas, pero no me gustan las de terror. Hago deporte, soy hogareña, me gusta hacer oficios
de casa escuchando música”. Habla poco de sus hijos, pero asegura
que son el motor de su vida. “Carlos Andrés es tecnólogo en sistemas y Alejandra, vivo retrato de su padre, quiere
seguir la carrera de policía. Estoy
segura de que le irá bien, es una mujer bella y juiciosa, hará un buen papel en la institución”, añade como pensando qué más decir. “Nunca les hablo
mal de la institución”, manifiesta a manera de conclusión.
Quizás lo dice porque tiene un tema pendiente con la Policía y la Unidad Nacional de Víctimas. Lo explica subiendo el tono de sus afirmaciones: “El gobierno me tiene que reparar como víctima del terrorismo, así hayan pasado casi dos décadas”. La Unidad Nacional de Víctimas dice que fue un hecho causado por la delincuencia común, aunque Pablo Escobar hizo una guerra. Ella sabe que tiene cómo demostrarlo y lo reitera antes de agradecer y despedirse con un abrazo. Le digo que fue un orgullo saber de su valentía, y conocer a una mujer tan llena de positivismo para la institución y la vida. Después parto de Medellín con ganas de volver para recorrer palmo a palmo la Ciudad de la Eterna Primavera, con su gente cálida y, por supuesto, para seguir hablando con Rosalba Montes, una mujer de la que se aprende a vivir a pesar de las tormentas.
foto 3. finalmente en 1999 obtuvo su título en Psicología. Es uno de sus grandes orgullos.
foto 4. Rosalba Montes hoy reside en Medellín en compañía de sus hijos.
2. Cabo Segundo Rosa María Sánchez
“Rosa María Sánchez supo desde el primer día que había sido asignada a una “zona caliente”, pero eso no le impidió adoptar
una costumbre de confianza: saborear
un tinto observando el panorama nocturno
desde la puerta
de la estación; era una
noche tranquila y nada presagiaba que no pudiera terminar su café”.
Estoy viva
Por: Andrea Rojas Vega
El sonido de los mariachis que celebraban anticipadamente el día de la madre, la noche del sábado 7 de mayo de 1994,
se interrumpió con el ruido estridente de la sirena de
una ambulancia. Blanca Rosalba
Bermúdez, quien hacía parte de la festividad, dijo a su vecina como presagiando el destino: “Mire, mija, unos sufriendo y otros celebrando, ¡esas son las ironías de la vida!”.
No sabía que la paciente por quien corrían para
salvar su existencia era su propia
hija Rosa María, quien acababa de recibir dos disparos a quemarropa, mientras trabajaba en la vecina estación de Policía del barrio La Victoria, situado
al suroriente de Bogotá.
Tendida en la ambulancia, la cabo segundo Rosa María Sánchez nunca perdió el sentido y fue
consciente de todo lo que sucedió a
su alrededor. Del afán del médico y la enfermera que la acompañaban, de los sonidos de los aparatos para monitorear
sus signos vitales, de los pinchazos
en sus brazos para suministrarle medicamentos, del movimiento del vehículo que afanosamente se dirigía hacia el Hospital La Victoria.
Se sentía sorprendida de la calma con
la que asumió la situación. Podía morir y lo sabía, pero no sentía
pánico. No diferenciaba si era la actitud de quien se entrega al destino y acoge a la
muerte, o de quien luchaba por continuar en el camino de la vida con dos disparos
en su cuerpo.
En medio de su indecisión respiró profundo y en cada bocanada de aire recordó
el momento de orgullo en que inhaló
de la misma manera, justo antes de pasar a recibir su insignia de grado como agente de la Policía Nacional,
una tarde soleada de junio de 1987,
en la Escuela de Carabineros. Parada en medio del campo de fútbol, como en el mismo centro del universo, con la espalda
recta, el pecho
en alto, su uniforme impecable y la mirada
de satisfacción.
Eso sí, pesando varios kilos menos que cuando entró a la escuela para iniciar su formación como mujer
policía. Por eso, su mamá repetía:
“¡Cómo está de flaquita la niña! ¡Será que está pasando malos ratos!”. Para las dos, el proceso había sido más duro de lo imaginado.
El primer día en la escuela ubicada en la localidad
de Suba, asumió desde el corte de su largo pelo café oscuro
o el trajín de las levantadas a medianoche para hacer ejercicio cargando el colchón
al hombro, hasta la comida que siempre le pareció insípida y pastosa, o la dureza de algunas mujeres
oficiales que prohibían a las
estudiantes hablar con los hombres. Incluso un oficial insistió en que las mujeres no debían estar
en la Policía, pero al final del proceso de formación las felicitó de
mano, una a una, y las llamó
luchadoras. No fue una etapa fácil por su condición de hija consentida de la familia
Sánchez Bermúdez, pero al mismo tiempo todos
entendieron que ella había alcanzado
un sueño.
La penúltima de siete hijos, que habitaba en una casa
de rejas blancas situada en el suroriente de Bogotá, siempre
quiso ser policía
porque sentía que su destino
era el servicio a los demás y este era un trabajo para lograrlo.
Desde antes de terminar sus estudios
de bachillerato en el Colegio Enrique Olaya Herrera, se imaginó vestida con el uniforme verde oliva, patrullando por las calles, lista a ayudar a los niños o a los
más necesitados. Nunca tuvo temor a pesar de que, en esos días de la segunda
mitad de los años ochenta,
la guerra del narcotráfico se asomaba a las ciudades.
En ese momento, para Rosa María solo existía una
palabra en su mente: servicio. Sus padres, Luis Eduardo Sánchez
y Blanca Rosalba
Bermúdez, le insistieron que buscara otra carrera, una que no fuera profesión de hombres o que las mujeres no se vieran
“tan bruscas”. Un
secretariado o contaduría quizá, insistían. Pero Rosa María tenía una meta
en su corazón.
El río de su memoria
se suspende cuando
una voz la trae de vuelta a la realidad.
Está en una camilla del Hospital La Victoria y una enfermera le pregunta afanosa a
quién deben avisar. “¡No me deje
morir!”, responde suplicante y una fuerza más allá de lo terrenal la llena de optimismo. “¡Esta batalla no la pierdo!”,
se dice a sí misma
y de nuevo respira profundo. En su mente
están los rostros de sus padres, sus hermanos, sus sobrinos y especialmente el de su hija María Angélica,
de tres años. Debe mantenerse con vida, volverse súper heroína para volver a abrazarlos. Además recuerda que ya casi es domingo, Día de la Madre, y que la tradición familiar
es hacer fila, del mayor al menor de los hijos, para agradecer a Blanca
Bermúdez el esfuerzo por sacarlos adelante.
Sus ojos se llenan de lágrimas. Uno de los impactos de bala atravesó su abdomen aunque no le causó
daños mortales, pero el otro le
afectó su columna vertebral. “Si sobrevive, no volverá a caminar”, escucha desde que ingresó al pabellón de urgencias. Inhala, exhala, cree que lo peor ya pasó,
tiempo después recobra su conciencia
y está en una habitación del hospital de la Policía Nacional, adonde fue trasladada. La noticia de lo sucedido
se ha propagado en Bogotá,
sus fotos sosteniendo una imagen del Divino
Niño que le dio una amiga en la emergencia remarcan el hecho. “Cruenta arremetida guerrillera, cabo rechaza ataque del ELN y corre peligro de quedar inválida”,
es el eco de las noticias. Ella
solo cree que la justicia es de Dios y que su camino está por construirse.
La Victoria
El barrio La Victoria está situado sobre los cerros orientales de la capital, en la localidad de San Cristóbal. Es un sector en el que prevalece la pobreza y la ausencia del Estado, también abundan allí varias comunidades desplazadas por la violencia. Por eso, Rosa María Sánchez supo desde el primer día que había sido asignada a una “zona caliente”, pero eso no le impidió adoptar una costumbre de confianza: saborear un tinto observando el panorama nocturno desde la puerta de la estación. Una rutina para creer que podía intuir el ambiente del barrio con mirarlo y así prepararse para el servicio. Aquella noche del sábado 7 de mayo de 1994 parecía tranquila y nada presagiaba que no pudiera terminar su café.
Sin embargo, el sector era peligroso y en esos días
se había advertido la presencia de milicias urbanas
de la guerrilla del Ejército
de Liberación Nacional (ELN). No era fácil distinguir amigos de enemigos porque la disposición de alguna
gente en el barrio era ambigua. Dos semanas atrás, en un enfrentamiento con este grupo insurgente en el barrio Juan Rey, había sido
asesinado un suboficial de la Policía
y el agente que lo acompañaba quedó herido. Tan solo ocho
días antes, una patrulla de su estación
también fue atacada
y crecían los rumores de que los guerrilleros iban a golpear de nuevo. La estación del barrio La Victoria
fue ese capítulo elegido y el presagio se cumplió en la víspera
de la celebración del Día de la Madre.
Antes de despedirse aquel sábado de mayo, cuando Rosa María fue a dejarle a su pequeña María Angélica, su mamá exteriorizó un comentario cargado de amor y de preocupación: “Cuídese mucho, mija”. Ella la tranquilizó, aunque le hizo una promesa que no pudo cumplir. Cuando Blanca le preguntó si iba a visitarla para la celebración del Día de la Madre, respondió confiada: “Claro que sí, mañana vengo”. Blanca y la pequeña María Angélica se quedaron paradas en la puerta diciéndole adiós con la mano y Rosa María, que había prestado seguridad en varios ministerios y en algunos juzgados, que realizaba patrullajes y requisas sin temor, que le encantaba trabajar con los niños y ya era subcomandante de estación, partió a cumplir su cita con los violentos.
Ese sábado 7 de mayo, no estaban disponibles todos los uniformados de la estación, pues como empezaba el fin de semana, muchos habían pedido permiso para permanecer con sus familias. La subcomandante Rosa María Sánchez se vio obligada a asignar el personal disponible a las labores prioritarias de seguridad. Era la única mujer en la estación y, a pesar de su autoridad, sus compañeros, además de acoger sus órdenes, la protegían y acompañaban a los servicios complicados. Esa noche recibió por radio el mensaje de reunir a los motorizados en el barrio San Cristóbal para una misión especial. Ella quedó al frente de la estación junto al agente Campo Elías Hernández y otros integrantes de la unidad policial salieron a cumplir diversos operativos de la jornada.
Con su habitual
taza de café caliente en la mano, desde su mirador personal, salió a cumplir con
su rutinaria mirada de inspección. Eran casi las once de la noche.
En el silencio circundante solo se oían los ecos de una fiesta
cercana. Súbitamente pasó una pareja que Rosa María
perdió de vista cuando dobló la esquina
y, breves segundos
después, la mujer reapareció pidiendo
ayuda a gritos
porque presuntamente a su esposo
lo habían atracado. El agente Campo Elías Hernández tomó la iniciativa y acudió a verificar. Rosa María se quedó expectante en la estación
buscando refuerzos. De
pronto se oyó un disparo y ella pensó que habían atacado a su compañero, por eso salió corriendo. No tuvo miedo ni preocupación para reaccionar, necesitaba auxiliar a su colega.
A pocos metros de la estación lo encontró en un
apremio extraño: traía retenido a un
hombre y lo empujaba sosteniéndolo por
la camisa, pero detrás venían varias personas amenazándolo y pidiéndole que soltara de inmediato a su
capturado. Sin preguntas ni aclaraciones, únicamente acción, Rosa María Sánchez
corrió a ayudar al agente
Campo Elías para conducir al detenido a la estación y allí aclarar
la situación y tomar decisiones. Pero súbitamente, al
lado del detenido apareció un hombre que clavó
sus ojos en ella como si fuera una fiera a punto de atacar. Antes de
que entendiera lo que pasaba,
logró ver la pistola que le apuntaba
a escasos centímetros y escuchó el disparo que la derribó.
Su compañero reaccionó y también disparó. Ella quedó tendida boca abajo en el suelo, sangrando,
incapaz de defenderse y oyendo más
disparos a su lado. Otro impacto dio contra su
humanidad y lo sintió como un calor abrazante. De repente dejó de sentir su cuerpo y supo en ese instante
que no iba a volver a caminar. Uno de los atacantes se acercó a ella, la dio por muerta y se llevó
su radio y su arma de dotación. Además se despidió
de ella con el peor de los insultos, un putazo cargado
de odio y sin remordimientos.
Paradójicamente, horas después, el hurto de estos
elementos fue determinante para capturar a los atacantes en el barrio
Santa Isabel y así desmantelar la célula guerrillera.
Cuando la lluvia
de balas cesó y las voces y pasos se alejaron,
únicamente quedó el silencio de la noche. Rosa María Sánchez alzó su cabeza y vio el cuerpo sin vida, destrozado por las balas, de su compañero Campo Elías
Hernández. En ese instante sintió pánico
de morir, de que los atacantes se dieran cuenta
de que podía moverse y la remataran, así que permaneció quieta, como si estuviera muerta.
Pasaron minutos que parecieron horas y recobró
su movimiento cuando escuchó a uno de sus compañeros gritando: “¡Mataron a
mi cabo!”. Entonces ella rompió su silencio, sacó fuerzas de donde pudo y con voz firme y la actitud que hasta hoy la sigue acompañando en todo lo que hace, exclamó: ¡Estoy viva!
El mismo grito que ratificó el pasado 20 de julio durante la celebración del Día de la Independencia Nacional. Como desde el primer momento de su graduación en la Escuela de Carabineros, esa mañana revisó su uniforme, detalló su placa y cada insignia lograda en su recorrido en la institución, y luego acudió orgullosa al tradicional desfile militar. Entre aplausos, gritos y flores que la gente arrojó a su paso, ella entendió más la contundencia de su expresión aquella noche triste de mayo de 1994. “¡Cuánto camino recorrido! ¡Cuántos obstáculos superados!”, pensó una y otra vez. Ahora lucía orgullosa su uniforme entre sus compañeros, sentada sobre su silla de ruedas.
“Policía un día y policía toda la vida”, se define
hoy a sí misma y, tras un largo
suspiro, recuerda cada momento de lo que tuvo
que vivir y volver a aprender durante largos años. Desde vestirse sola, voltearse en la cama o bañarse, todas tareas que
se volvieron titánicas pero que poco
a poco fue dominando e hizo suyas. Evoca también la primera vez que vio su silla de ruedas
y tuvo que sentarse en ella. Ese día, su familia creyó que iba a ser el momento
en el que Rosa María
Sánchez iba a quebrarse del todo, pero ella simplemente anunció
que esa silla iba a ser el símbolo del triunfo de su vida sobre la muerte. Por eso la convirtió en una herramienta más para transformar
su inobjetable vocación de servicio.
Con el paso del tiempo, se divorció de su esposo, pero encontró un lugar especial
en su familia. Además estudió
administración de empresas,
aprendió a manejar
y compró un carro con el que se hace cargo de llevar a sus
papás a las citas médicas. Curiosamente
es la única mujer de su casa que sabe conducir. Por esa razón, cada cierto tiempo programa
un viaje con su familia,
con ella al volante, y
recorre las carreteras del país sintiéndose libre y poderosa. Ahora conoce
la verdadera fuerza
para superar cualquier adversidad, y de lo que puede ser capaz una súper heroína como ella, quien nació, en sus propias
palabras, totalmente desprovistas de
odio, en lo que denomina “el día de mi accidente”.
El desfile del 20 de julio o del Día de la
Independencia se abre paso lentamente
por las calles del occidente de Bogotá y, al
pasar por uno de los palcos, en las graderías Rosa María Sánchez ve a su hija María Angélica, quien la saluda con su mano en alto.
Ya tiene 25 años, es su mejor amiga, su mayor motivación, su orgullo personal, su compañera de lucha.
Juntas transitaron un camino de dos
décadas y ahora sabe que el mejor legado para ella es su ejemplo de perseverancia y empeño, la capacidad de
decirle que nada les puede quedar
grande. María Angélica sabe que, al día
siguiente, su madre cumplirá con su disciplina de incansable deportista.
La esgrima es el deporte paralímpico que se convirtió
en el bastión de su fortaleza física
y mental. Primero
practicó la natación, luego el tiro, pero después encontró una nueva pasión: el
deporte de las espadas. Todos los
días ensaya y cuando llega al salón de entrenamiento,
sus compañeros, todos hombres, todos en sillas de ruedas, sonríen desde que llega. Entre los ruidos de los
metales y las luces verdes y rojas de los interminables duelos, han construido un ambiente de igualdad en el que todos se sienten campeones. Rosa María se deleita, el deporte le produce sonrisas
de gusto, las mismas con las que salía a trabajar
cada mañana, rumbo a la estación de La Victoria.
Muchas otras cosas han cambiado en su vida. El Día de
la Madre se volvió a celebrar en casa, solo
que ahora la familia agregó
una nueva tradición: se conmemoran los años de la segunda
vida de Rosa
María. Incluso, quince
años después de aquel mayo de 1994, llegó
vestida de rosa, como una quinceañera plena de ilusiones. Lo recuerda mientras respira profundo,
como si quisiera capturar todos los momentos. Es su foto mental que atesora siempre.
La gente en el desfile
no conoce esa historia, pero igual le grita emocionada porque sabe que
saluda a un héroe. Su hija observa
con lágrimas de orgullo. Rosa María Sánchez Bermúdez, ahora cabo primero de la Policía Nacional, se siente
afortunada porque sabe que otros
vivieron situaciones como la suya, pero no pudieron compartir su historia.
foto 1. La imagen de Rosa María sosteniendo una imagen del Divino Niño, inundó los medios de comunicación de la época
foto 2. La cabo primero siempre participa orgullosa del desfile del 20 de julio.
- El esgrima se ha convertido en su fortaleza física y mental. Ahora representa al país en torneos internacionales.
- Rosa María Sánchez vive en Bogotá con su hija María Angélica y sus papás. Dedica su tiempo al deporte y a su familia
3. Patrullera Mónica del Pilar Murcia Otálvaro
“Fue una excelente estudiante, con
energía para conquistar el mundo,
aunque también disfrutó la simplicidad de jugar
con sus amigos
en las tranquilas calles del barrio. Cuando
le preguntaban qué iba a hacer
cuando fuera grande, su respuesta siempre fue inequívoca: policía o maestra”.
A veces lo eterno cabe en un instante
Por: Irma Yenny Rojas Jovel
Una casa esquinera con
rejas situada en el barrio
Rincón Campestre de Chinchiná (Caldas) es el lugar donde
más viva permanece. Al entrar, su
presencia se impone desde el comedor. Una fotografía de medio cuerpo, casi en tamaño real, la recuerda con su
carácter extrovertido y generoso, su
carismática sonrisa con su uniforme verde.
Es sábado 29 de octubre de 2016. La misma fecha, catorce años atrás, fue su sepelio,
un día de apagón profundo
en la familia, a la que le ha costado
mucho reponerse. Todavía
no se acostumbra a la
ausencia de Mónica del Pilar Murcia Otálvaro, víctima de un atentado de la guerrilla de las FARC en el departamento de Arauca. Nacida
el miércoles 25 de abril de 1979 en el templado municipio de Chinchiná, corazón
del triángulo del café, Mónica
del Pilar fue la hija mayor de la profesora Consuelo
Otálvaro y madre
de crianza de sus hermanos Nelson y Mario. La
maestra refiere que desde que se supo
embarazada sabía que esperaba una niña y que ella después se convirtió en su compañera permanente en la escuela rural donde ejerció muchos años como
educadora. “Nació con carisma”,
insiste Consuelo, y luego cuenta que, mientras dictaba clases, Mónica del Pilar dormía
en una hamaca colgada en una de las esquinas
del salón. Cuando se despertaba, espontáneamente alguno de los estudiantes de la escuela
“corría a cargar
la niña, era muy
querida”.
Mónica del Pilar la acompañó hasta que empezó su tercero de primaria. A partir de ese año escolar, pensando en ampliar sus posibilidades académicas, su madre la matriculó en el colegio Santa Teresita, situado en el perímetro del pueblo. Fue la primera vez que se separaron. Fue una excelente estudiante, con energía para conquistar el mundo, aunque también disfrutó la simplicidad de jugar con sus amigos en las tranquilas calles del barrio. Cuando le preguntaban qué iba a hacer cuando fuera grande, su respuesta siempre fue inequívoca: policía o maestra. “Tengo dos hermanos policías y cuando íbamos de visita a su casa, ella se ponía sus uniformes y se hacía tomar fotos. Le encantaba verse como patrullera”, evoca Consuelo Otálvaro.
Mónica siempre fue sonrisa y alegría, fue el alma de las fiestas. La de sus 15 años se celebró con una parranda memorable que duró hasta el amanecer. En sus horas libres jugaba baloncesto y disfrutaba mucho las caminatas para recorrer los paisajes de sus montañas cafeteras. Leía, escuchaba música, cantaba, hacía permanentes bromas a sus hermanos y descansaba en una habitación que decoraba siempre con motivos de Coca-Cola y afiches de artistas de época. Cuando terminó el colegio hizo un curso para facilitar su ingreso a la Policía y luego se presentó al proceso de incorporación en agosto de 1998. “En esa época no era fácil que una mujer entrara y en la zona se presentaron muchas,180. Pasaron cinco, entre ellas Mónica”.
El día que recibió la noticia de que había sido admitida
en la Policía Nacional lloró porque su sueño personal se hacía
realidad, pero también
porque alcanzarlo implicaba
dejar a su familia. “Tengo
sentimientos encontrados. Una alegría impresionante pero también tristeza
porque me voy y tenemos
que separarnos”, fue el comentario a su mamá. Casualmente, ese
mismo día, su hermano Mario hizo la
primera comunión, “Salió de casa con el cabello largo, muy lindo y cuando la estábamos esperando para las fotos, regresó
con el cabello corto, como un niño. Luego se enteró de que no tenía que cortárselo tanto”, señala
entre risas Mario Murcia. Tiempo
después Mónica del Pilar empacó sus maletas y viajó a Bogotá para usar por primera vez el anhelado uniforme.
El instante del sueño y del terror
“Llegamos a Bogotá
muy jóvenes, a los 18 años, solteras,
entonces empezamos la vida policial
de la gran ciudad. Desde el primer día, Mónica del Pilar se destacó por su
independencia y su alegría. Además
tenía mucha vocación para ser policía. Le apasionaba serlo”, recalca Marcela Vélez, compañera de escuela y amiga personal.
Del tiempo que compartieron juntas en la escuela y en la vida, destaca lo que significó
aprender a su lado el amor por el servicio
y recuerda cómo lloraban juntas al saberse lejos de sus amigos y familias. “Cuando regresaba a Chinchiná, después de varias horas en bus desde Bogotá, a la hora que fuera era parranda
fija con los vecinos. Con ella regresaba la alegría y cuando se iba se imponía
la tristeza”, agrega su madre
Consuelo.
El 24 de agosto de 1999, Mónica del Pilar se graduó
como patrullera de la Policía
Nacional en la Escuela Gonzalo
Jiménez de Quesada
en Sibaté (Cundinamarca) y, en su primera misión,
quedó asignada a la
Dirección de Investigación Criminal e Interpol en Bogotá. El primer
mes lo vivió en casa de una tía y luego entró
a compartir apartamento con dos compañeras de curso. A sus 20 años, la experiencia de vivir sola
empezaba todos los días en la abnegada
actividad policial y terminaba en la noche con largas conversaciones telefónicas con su familia.
“Fueron momentos felices, de buenas amigas,
no teníamos nada y empezamos
comprando desde las camas, pero cuando todas las tuvimos nos tirábamos
encima de ellas
encantadas”, apunta Marcela
Vélez.
El amor apareció con un compañero de escuela de origen guajiro, explosivista, que desafortunadamente encontró la muerte en cumplimiento de su deber. Le costó reponerse. Después la recuerdan con otros amores, pero ninguno como ese. Mónica del Pilar siempre quiso formar una familia y ser educadora, como su mamá. Por eso, mientras llegaba ese desafío de hogar empezó a estudiar una licenciatura en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia, siempre aguardando con fe un traslado al Eje Cafetero para vivir cerca a su familia. A principios de 2002 creyó que la destinarían a Manizales. “Vino a despedirse, a celebrar mi cumpleaños el 3 de mayo y a los ocho días volvió porque era el Día de la Madre y me hizo fiesta con mariachis y todo. Estaba pendiente del traslado pero al final no supe qué pasó. Nunca contó por qué no se dio”, detalla Consuelo.
“Estaba ilusionada por irse a Manizales. En esos días la vi llorar varias noches por situaciones
en el trabajo y finalmente su destino
fue Arauca, no hubo poder humano que cambiara esa decisión”, rememora su amiga Marcela Vélez. Y así fue. En julio del 2002 fue trasladada al departamento de
Arauca, en la región de los Llanos Orientales, zona limítrofe con Venezuela. En un año cargado de tensiones políticas
nacionales e internacionales porque acababa de ser
elegido para la Presidencia de la República Álvaro Uribe Vélez y porque el mundo no salía de su asombro por los atentados
ocurridos diez meses
atrás contra las Torres Gemelas
de New York, en una secuencia
de violencia terrorista que dejó 3.000
víctimas mortales y que marcó el inicio de una guerra mundial contra
el terrorismo, que no demoró
en tener réplicas
en Colombia.
El mundo y el país habían cambiado y Mónica del Pilar Murcia llegaba a una zona de la guerra colombiana tocada por esas transformaciones. El proceso de paz con las FARC, emprendido por el gobierno de Andrés Pastrana en 1998, había fracasado y ahora eran protagonistas los operativos de retoma de la Fuerza Pública de los 42.000 kilómetros cuadrados en los que se desarrolló la zona de distensión para los diálogos de paz. En la memoria reciente del país pesaba el secuestro de un avión de la empresa Aires en que viajaba el presidente de la Comisión de Paz del Senado, Jorge Eduardo Gechem, el 20 de febrero, hecho que precipitó el fin de la negociación; o tres días después, el plagio de la candidata presidencial Ingrid Betancourt y de su fórmula a la vicepresidencia Clara Rojas.
El jueves 11 de abril
de 2002, haciéndose pasar por miembros de la fuerza pública, las FARC se habían tomado la sede de la Asamblea
Departamental del Valle del Cauca para secuestrar a 12 diputados. Pocos
días después, el jueves 2 de mayo, la misma guerrilla
perpetró uno de los atentados más lesivos de su historia: la masacre de Bojayá, en el departamento
del Chocó. El suceso ocurrió hacia
las diez de la mañana, cuando un cilindro-bomba rompió el techo de la capilla San Pablo Apóstol, en momentos en que cerca de 300 pobladores trataban de
refugiarse en el templo para huir de
un violento enfrentamiento entre las FARC y el
paramilitarismo. La iglesia
de Bojayá voló en pedazos
y murieron en ella 109 personas, entre ellas 47
menores de edad. Otras 150 víctimas
quedaron mutiladas o con graves heridas.
Ese era el agitado panorama
nacional de violencia
que prevalecía en Colombia cuando Álvaro Uribe Vélez, con un discurso de mano dura contra la subversión
a la que denominó “narcoterrorismo”,
ganó el 26 de mayo de 2002 las elecciones presidenciales en primera vuelta,
con el 53%
de los votos sufragados. El miércoles 7 de agosto de ese mismo
año tomó posesión, en medio de un ataque de las FARC con morteros en Bogotá, que dejó 17 personas muertas
y 40 heridas en varios
puntos de la ciudad. La reacción del nuevo mandatario fue declarar de inmediato el estado de conmoción interior y dictar medidas
extraordinarias de orden público para hacerle frente
a la guerrilla. Un intenso
comienzo de mandato en el que
la acción de la fuerza pública en algunas regiones se incrementó notablemente, entre ellas en
Arauca.
El día señalado
En el marco de su política
de Seguridad Democrática, el presidente Uribe identificó varias zonas como
prioritarias para recobrar el control
del Estado y les dio categoría de Zonas de Rehabilitación y Consolidación, con amplias facultades a
las Fuerzas Armadas para restablecer
el orden público. Una de esas regiones elegidas fue el complejo departamento de Arauca, particularmente en tres de sus municipios: Arauca, Arauquita y Saravena. Por esa razón,
el día 28 de octubre
de 2002 el primer mandatario decidió viajar a la capital
araucana para formalizar sus decisiones. La patrullera de la Policía Mónica del Pilar Murcia, quien
apenas llevaba tres meses en la región, fue asignada para integrar el equipo de seguridad que, desde
los días previos a la presencia de Uribe en la ciudad, debía encargarse de preservar el orden público.
Con cierta inquietud, por esos días Mónica se lo
manifestó a su amiga Marcela Vélez y
también a su mamá. “El miércoles en la noche hablamos y comentó que iba a ir el presidente y que a ella le tocaba apoyar el servicio de
seguridad. La noté muy pensativa porque
en esos días en Arauca pasaban cosas muy graves y la presencia del Mandatario en la región representaba un riesgo
para todos”, refiere su amiga Marcela Vélez.
“Hablamos el sábado
por teléfono y estaba muy contenta porque le habían dicho que después de la visita a Arauca le iban a
dar unos días de permiso. ‘Pasa la visita del presidente Uribe y probablemente al otro día me voy para Chinchiná’”, fueron sus
explícitas palabras. Esa también fue la última conversación telefónica de Consuelo
Otálvaro con su hija
patrullera.
El lunes siguiente, Consuelo Otálvaro se levantó y emprendió su rutina laboral de cada día. Salió a trabajar a la escuela rural de Chinchiná y en el camino se encontró a un amigo de Mónica del Pilar. Hablaron de ella y Consuelo le comentó que esa semana la esperaban en el pueblo. Eran aproximadamente las 6:15 de la mañana. A esa misma hora en Arauca, en la calle 17 con carrera 16 de la ciudad, un grupo de técnicos antiexplosivos de la Policía aseguraba una zona donde la guerrilla de las FARC había dejado abandonado un automóvil Ford Sedán, identificado con placas AVM987 de Venezuela. Mientras acordonaban el sector y alejaban a la población civil, el subintendente de la Policía, Nelson Lizcano, se aproximó al automotor y advirtió que en su interior había dos cilindros, seguramente con explosivos y metralla.
Sin embargo, apenas tuvo tiempo de reaccionar. La detonación se produjo y el subintendente murió de forma instantánea. La patrullera Mónica del Pilar Murcia, que lo acompañaba, fue impactada por una esquirla en la parte posterior de su cabeza. Un niño que pasaba en bicicleta voló lejos por la onda explosiva. “Acababa de llegar a la escuela cuando entró una llamada de una amiga con una pregunta directa: ‘¿Ya oyó noticias?’. Le contesté en tono de broma: ‘No, mija, ¿a qué hora?, ¿usted cree que yo me levanto a qué?’. Ella replicó: ‘Llame a Arauca’. Me pasó un frío, como un vacío, una cosa horrible. Fui a buscar la libreta de teléfonos y entró otra llamada, esta vez de la Policía. ‘¿Hablo con la señora Consuelo?’, dijeron. ‘¿Qué le pasó a mi muchacha?’, pregunté. ‘Lamentamos informarle que su hija falleció’. Hasta ahí me acuerdo”, narra entre llanto.
Paradójicamente, su compañera Marcela Vélez había madrugado ese día de octubre de 2002 a las exequias de un compañero policía y, camino a la misa, escuchó las noticias y se enteró del atentado en Arauca. “Cuando escuché lo del carro bomba y dijeron que había muerto una mujer policía, se me vinieron las lágrimas. El corazón me dijo que era ella. Aunque no dieron su nombre, sentí que era Mónica del Pilar”, recuerda. Para todos fue un día muy largo. Consuelo no encuentra consuelo desde entonces. Ese día Nelson corrió al colegio a informar a su hermano Mario lo que había sucedido. Lo sacaron de su clase de álgebra para darle la noticia en la rectoría. Marcela Vélez pidió unos días de permiso para viajar hasta Chinchiná y acompañar por última vez a su amiga. Inicialmente se lo negaron, al final pudo lograrlo.
“No le puedo dar vacaciones porque no es un familiar
suyo, me dijeron varias
veces. Pero yo insistía en que Mónica era como
mi hermana, y lloré mucho, hasta que hablé con la secretaria del director
de la escuela de formación, quien la había
conocido, y fue ella quien
le dijo a mi superior:
‘Por favor, entiéndala, es un dolor
muy grande, ellas dos eran casi como hermanas’”. Ese mismo día, hacia
la media noche, Marcela Vélez llegó a Chinchiná, donde el hecho ya causaba la misma conmoción que
había provocado en Arauca. Las calles del barrio en el que creció Mónica
del Pilar se atiborraron de gente para despedirla.
Su cuerpo sin vida fue trasladado en el avión presidencial hasta el departamento de Caldas y, sobre las
once de la noche del 28 de octubre del 2002,
fue llevado al municipio de Chinchiná en un ataúd café.
“Por la mañana del 29 de octubre
la vi. La imaginaba destrozada. La traían en una caja de lata
dentro del ataúd y pedí que la
sacaran. Venía con su uniforme puesto y no quise que la cambiaran porque a ella siempre le gustó usarlo, siempre se
sintió feliz así. Le limpié la cara
que estaba un poco ensangrentada y, al tocar su cabeza, palpé el hueco que me la mató. Después supe que ella salió corriendo
para que el niño que iba en bicicleta no pasara cerca del carro bomba. Cayó después de la
explosión, se levantó, dio como tres
pasos y volvió a caer. Un compañero agregó que
murió ahí mismo en el sitio, aunque alcanzó a ser llevada a un hospital porque dijeron que tenía signos
vitales”, narra Consuelo Otálvaro entre pausas y suspiros.
Ese martes 29 de octubre de 2002 amaneció tan gris como el color de la iglesia donde se desarrollaron las exequias en Chinchiná. Muchos vecinos, compañeros de la Policía y amigos de la familia visitaron incrédulos la funeraria para dar el último adiós a Mónica y acompañar a Consuelo Otálvaro y sus hijos. Hacia las tres de la tarde, justo cuando los asistentes se preparaban para salir hacia la iglesia, el cielo empezó a llorar. En medio de un torrencial aguacero, el cortejo fúnebre llegó a la Basílica Menor de Nuestra Señora de Las Mercedes. Acudió tanta gente que se llenaron las cuatro hileras de bancas de madera. Mucha gente quedó de pie, recostada en las doce columnas de la iglesia. Incluso en las puertas. “Exactamente como ella lo quería”, añade Consuelo.
Su memoria alcanza para insistir en que, de alguna
manera, como se lo escuchó
también decir a Marcela Vélez,
su hija Mónica
del Pilar presentía su destino. “Un día estábamos hablando y le dije: ‘Ay, mija, si llego a faltar, qué
tristeza dejarlos solos’. Ella contestó:
‘Es que yo soy la que me voy a morir primero, madre, yo no soy capaz de enterrarla, le va a tocar a usted, que es más guapa. Si me muero primero,
me gustaría que fuera mucha
gente a despedirme y que me cantaran en la iglesia’.
Esa vez la interrumpí: ‘Dejemos de hablar bobadas que eso no va a pasar nunca
y, además, por ley yo soy la más vieja, yo me tengo
que morir primero’”, expresa
contrita.
Lo irreparable
Mónica del Pilar Murcia Otálvaro fue una de las cuatro mujeres policías
que murieron en el departamento de Arauca en 2002 y de
las 31 que han muerto en esa misma región por acción de la violencia. Ese terrible año 2002 fue
también una de las 181 que murieron
en todo el territorio nacional, de los 4.516 policías que policías
que ese año fallecieron a causa de la guerra y de los
75.000 policías víctimas que ha dejado la confrontación armada en Colombia. En ese desolador balance estadístico, también es una de las 79.187 personas incluidas en el Registro Único de Víctimas en Arauca y de las 8.022.919 víctimas que ha dejado el conflicto armado en el país. Una inmensa cifra que parece increíble pero que es cierta, y que duplica ampliamente toda la población de Uruguay o iguala la de Nueva Guinea, Israel o Suiza.
“Si Mónica estuviera hoy, seguiría muy activa porque
tenía toda la vocación del mundo.
Estuvo en el grupo de delitos contra la
vida, se apasionaba con las investigaciones y la justicia, era feliz portando el uniforme. Soñaba con
tener hijos, un niño y una niña, teníamos
el compromiso de que sería la madrina
de los míos y yo de los
suyos”, insiste Marcela Vélez. Ella, como Consuelo Otálvaro, sabe que fue una pérdida irreparable, que el vacío que dejó su ausencia
es infinito y que el dolor es brutal. Después
de 14 años, todos se sienten incompletos. “Nos falta su alegría”,
apunta Mario Murcia.
Y señala su foto sonriente, con el recuerdo
intacto de sus palabras que siguen guardadas en su
memoria como un tesoro agridulce.
Agrio por el dolor de su prematura partida y dulce por la lección de amor
que les enseñó a pesar de su corta
vida.
“Aprendí que la vida es un instante. Después de la
muerte de Mónica empecé a inculcar a
mis hijos y nietos que lo disfruten todo
porque en un segundo nadie sabe qué va a pasar”, puntualiza Consuelo Otálvaro. Sin embargo, es una
filosofía de vida que le costó mucho.
“Al principio me entregué a la pena, hasta que los muchachos tuvieron que
sacudirme y recordarme que también ellos
eran hijos y que me necesitaban. Entonces tuve que sacar fuerzas de donde no tenía y gracias al Señor aprendí
a perdonar, a pesar de que
sigo viviendo con el dolor intacto”. Es un desafío personal y una práctica cotidiana de fe y
espiritualidad, aunque confiesa que hay reflexiones que le cuestan, como tratar de
entender la terquedad el
expresidente Uribe por la confrontación. Le tiene rencor, cree que puso a otra gente de carne de cañón
pero a la suya no le tocó la guerra.
Consuelo Otálvaro mantiene viva su esperanza de otro
país posible, donde las familias no
sufran tragedias iguales a la suya. “Estoy
de acuerdo con que se firme un acuerdo con la guerrilla porque sé lo que es perder una hija en la guerra y no quiero que otros tengan que sufrirlo. No es fácil,
pero hay que buscar la forma, hay que pensar en las familias de las
víctimas, por eso anhelo la paz”. Entre
tanto, en un osario de la Basílica
de Nuestra Señora
de Las Mercedes de Chinchiná
reposan los restos de su hija. Una luz que
se apagó a los 23 años. No le alcanzó el tiempo para hacerse licenciada. Hoy es la tía que no
conocieron Tomás, Naomi y Luciana o
la madrina de Juan Esteban. La policía que, según lo recalca su gente, le profesa
amor profundo, quería
afrontar muchos retos
pero su vida duró un instante. Ahora su presencia es eterna.
- A Mónica del Pilar Murcia le encantaba leer, la música y cantar
- Sus amigos la recuerdan como alegre, extrovertida y con un amor profundo por su familia
- Tenía clara su vocación de servicio. Quería ser profesora o policía
- Su familia vive en Chinchiná (Caldas), Mónica estará presente eternamente en sus corazones.
4. Patrullera Leidy Yorladis Ospina Tejada
“La joven patrullera, que siempre se supo destinada al sacrificio, entendía que en algún momento su familia iba a asumir el costo de su camino elegido. Lo que nunca dimensionó fue el vacío que dejan los héroes, profundo, insuperable, con la imborrable marca de guardar banderas y medallas que nunca se quisieron, o exaltaciones que no pueden sanar heridas cuando se pierde a una hija, una hermana, una nieta o una amiga”.
El camino valiente de Leidy
Por: Álvaro Velandia
Ortiz
Cuando a la patrullera Leidy Yorladis Ospina Tejada le informaron que su primera
ocupación como uniformada de la Policía
se realizaría en el
departamento del Cauca, sentenció en una frase su destino. Antes de partir y en tono de broma comentó a su
madre, Yacelli Tejada:
“Lo único que siento es que le va a tocar pasar muy duro porque la van a poner a andar con
una bandera grande, así que tiene que
estar gordita y alentada para que la lleve”. Yacelli Tejada reconoce que en ese momento su hija escondía
una tristeza que se asomaba en cada uno de sus
comentarios. Ella sabía que tarde o
temprano le iba a costar la vida su carácter incorruptible y su actitud de ayudar a la gente, dos
condiciones que, desde sus 19 años de edad,
se convirtieron en el sentido de su existencia.
Esa bandera le fue entregada a Yacelli Tejada el día en que la Escuela
de Policía Carlos
Holguín Mallarino de Medellín le rindió homenaje póstumo a su hija Leidy Ospina.
La joven patrullera, que siempre se
supo destinada al sacrificio, entendía que en algún momento su familia
iba a asumir el costo de su camino elegido.
Lo que nunca dimensionó fue el vacío que dejan los héroes,
profundo, insuperable, con la imborrable marca de guardar
banderas y medallas que nunca se quisieron, o
exaltaciones que no pueden sanar heridas
cuando se pierde
a una hija, una hermana,
una nieta o una
amiga. La bandera, junto a las fotos y objetos personales, hoy reposa
en una estantería de la casa de la familia
Ospina, situada en el popular
barrio Robledo Aures,
en las comunas de Medellín.
En las paredes
de su casa materna siguen colgados los diplomas
y reconocimientos que Leidy obtuvo como patrullera. Un reloj con los emblemas
de la Policía manifiesta la gratitud que Héctor Ospina y Yacelli Tejada todavía tienen por la institución.
Las fotografías de su hija la descubren sonriente, amable y feliz, porque ella era la alegría
de la familia. Lo demostró
desde pequeña por su compromiso con sus padres y su
hermana Astrid Ospina, manifiesto en
cartas que su madre conserva, con la original mala ortografía de su remitente. Es un manojo de papeles de distintos colores que Yacelli guarda cuidadosamente como su mayor
tesoro, con escritos cortos
en los que se advierte cómo, desde pequeña, a
Leidy no le interesaron los juguetes o la ropa sino el bienestar de sus padres.
Por eso nunca tuvo temor para caminar por las calles
del barrio Robledo Aures
2, marcadas por la violencia. Su padre Héctor
Ospina insiste que siempre vivieron en esa zona, en una época en la que deambulaban muchos combos peligrosos que “no se podían ni ver”. Era un sector popular
de la capital de Antioquia donde las fronteras se defendían a sangre y miedo. Un sitio donde se pagaba
con la vida el intento de cruzar esas fronteras por parte de algún adversario. La propia Policía
admitía que era difícil ingresar
a esas comunas y que en un momento llegaron a ser territorios vetados. Esa fue la realidad que Leidy Ospina vivió
desde niña sin que se amedrentara,
“porque siempre fue una mujer echada pa’ lante, a quien le gustaban los retos y no le tenía miedo a nada”.
Su hermana Astrid agrega que de niñas no las dejaban salir a la calle porque había mucho consumo de droga en el barrio. No recuerda balaceras pero sí el acoso permanente de los delincuentes. “Como nos veían juiciosas, sanas, se les abría la mente para dañarnos. Además vivíamos en el sector donde quedaba el paradero de los buses y siempre había hombres que nos cuidaban”. Héctor, un hombre de aspecto musculoso y trabajador, fue estricto con el cuidado de sus hijas. Incluso cercó su casa con rejas para mantenerlas alejadas de la realidad violenta circundante. “Leidy tenía muchos amigos, era sociable, amiguera, le iba bien con los tipos. Íbamos a una que otra fiesta con mamá”, insiste Astrid Ospina, quien admite que su hermana Leidy superaba su contexto.
Vivieron en un ambiente difícil pero la protección de
la familia
las alejó de la violencia callejera. En contraste, Leidy Ospina nunca estuvo conforme y cuestionaba con dureza a los líderes
de las bandas por la forma como la vecindad tenía que soportar sus acciones. “A eso toca ponerle
solución, mire qué abusos”, manifestaba
constantemente a su madre cuando los delincuentes ostentaban impunemente su poder armado, que parecía imbatible. Siempre
los llamó “desadaptados” y comentaba que “tocaba meterle la mano” a ese problema. En
últimas, le afectaba mucho ese universo.
Nunca estuvo conforme, se declaraba frustrada. En el fondo, permanecía aburrida y acostumbraba a preguntar a su madre por el sentido de la existencia,
estaba harta de injusticias y no entendía a qué se venía al mundo.
Tuvo un período oscuro en su adolescencia, marcado
por la afición al heavy metal y su
tendencia a vestir ropa de color negro. Incluso quiso ser rockera
en una ciudad en la que muchos jóvenes, a través de esta música estridente,
manifiestan su inconformismo y su
rabia. Se sentía sola y acostumbraba comentar a sus padres que “era mejor irse para dejarlos
descansar”. La muerte fue tema recurrente
de sus conversaciones. No soportaba la vanidad del mundo, no tenía ilusiones. Su padre buscó una solución
extrema y un día que se pintó
las uñas de negro le dio una tremenda pela. “Llegué del almacén y encontré que le había dado correa porque a veces
tocaba pararla en la raya”, relata Yacelli Tejada, nostálgica porque fue una de las pocas veces que su
hija Leidy fue castigada con severidad.
“Yo voy a ser la mejor policía del mundo. Prepárese porque esto lo llevo en la sangre”, decía Leidy a su madre cuando hablaba de la Policía. “Tomó esa decisión porque el barrio era peligroso y llegó un momento en que las niñas ni siquiera podían bajar a la tienda cercana”. Además, nunca se conformó con quedarse encerrada y concluyó que, apenas pudiera, iba a elegir el camino de la Policía para ayudar a su gente. “Es que hacíamos una reunión y había que dejar entrar a los bandoleros, darles trago y permitirles que bailaran en nuestra propia casa”, detalla Yacelli Tejada. Por eso Leidy soñaba con pasar de humilde hija de familia a decidida patrullera contra los pandilleros. “Cuando creció no tuvo miedo de mirarlos feo. Se les paraba firme y les decía que no, que no había más rumba. Ella empezó a imponer el orden”.
Cuando entró a cursar su grado décimo de secundaria, anunció que se iba a vincular a la Policía
Nacional. Necesitaba casi dos millones
de pesos para las inscripciones, derecho a examen
y otra lista de implementos para las pruebas de ingreso. Para su familia representó un esfuerzo económico
tremendo, pero fue tal el
convencimiento de Leidy Ospina por su destino, que no les quedó otra opción que apoyarla. En el
momento crucial, andaba de un lado a otro con su carpeta
de papeles repleta
de formularios, cartas de citación y exámenes, que
revisaba una y otra vez para que nada
le faltara. Como temía a las pruebas físicas pues estaba pasada de peso, tomó un curso de natación y se impuso
una severa dieta, combinada con el entrenamiento
diario en la piscina.
Fue tanta su ilusión por ingresar a la Policía Nacional que, a pesar de que no era una joven religiosa, un día pidió a su madre que la acompañara a hacerle una promesa a la Virgen en la iglesia del municipio de Guarne (Antioquia). En absoluto silencio, vestida de negro, subió a la montaña con el único propósito de pedir la ayuda que le faltaba para ingresar a la institución. Aunque nunca le contó a Yacelli qué ofreció a la Virgen, para todos era claro por qué lo hacía. Una vez, durante las temidas pruebas de natación, competía contra el reloj, llevó sus fuerzas al máximo y se tuvo que detener extenuada. Luego dijo a su madre: “¿Sí vio? El instructor no se dio cuenta. ¡Es la Virgen, es la Virgen!”. Cada prueba cumplida era una hazaña para celebrar. Leidy las fue cumpliendo todas.
Su padre agrega: “No la veíamos tan contenta ni
cuando cumplió sus 15 años,
cada vez que pasaba uno de los exámenes en la Policía nos daba las gracias”.
Tenía una fuerza interior que dejaba
sorprendidos a sus padres y por eso fue aceptada en la Escuela Carlos E. Restrepo en Antioquia. Sandra
Pérez Hernández fue su compañera de curso, su amiga más
cercana, su cómplice y su apoyo en los momentos difíciles. Se conocieron en 2008 cuando
realizaban el proceso de selección. “Tratábamos de hacerlo todo juntas. Dormíamos en el mismo camarote,
fuimos muy unidas”. En la noche
compartían secretos y preocupaciones, hablaban de sus amores y de cómo echaban de menos a las familias. “Era muy juiciosa y siempre se caracterizó por
una risa contagiosa, que no era
normal”.
Leidy Ospina disfrutó mucho su formación en la
escuela. Siempre prefirió las clases de defensa personal y cada vez que pudo se
ofreció como voluntaria para realizar desfiles. Cuando vestía el uniforme, con prendas blancas
características de las bastoneras, se realzaba su belleza y su orgullo de
ser policía. Edith Bedoya Jaramillo, que también fue su compañera de aulas, así la recuerda. “Era la más chistosa del salón, muy amigable, no era peleona,
la evoco siempre muy alegre”. Luego añade que fueron diez meses de preparación y entrenamiento, de estricta disciplina y distancia con la
familia. Cuando terminaron, descubrieron que lo importante no eran las celebraciones en casa, en adelante ya no iban a acompañar a los suyos en los momentos difíciles, su prioridad ahora era
el servicio policial.
Leidy Ospina y su amiga Sandra Pérez se “regalaban” para realizar apoyos en los barrios o en los centros comerciales ya que estas actividades les permitían verse con sus familias, así fuera por breves momentos. Les gustaba compartir con ellos situaciones sencillas, como comerse un helado o fumarse un cigarrillo. No obstante, la violencia estaba ahí, rondando siempre. En el sector conocido como “El Chispero”, en la comuna siete de Medellín, se vivía una guerra descarnada entre dos bandos. Uno de los comandantes gozaba de absoluta impunidad. Además de ordenar y de ejecutar matanzas en el sector, descuartizaba él mismo los cuerpos sin vida y los enterraba en lotes de la zona. Todos lo conocían por su brutal manera de imponer el terror entre los vecinos.
Un día que subió Leidy al barrio
vestida de civil se lo cruzó en el camino. “Oiga, tombita, ¿usted para
dónde va? ¿Usted es la que está
vigilando el sector?”, le preguntó el delincuente en tono desafiante. Ella le respondió sin miedo que venía de la escuela
de formación y que apenas estaba estudiando para ser policía. “Mucho cuidado, ojo que la tengo aquí”, le
insistió el sujeto con gestos amenazantes. Ella replicó que solo iba a saludar
a su padre. El sujeto no
se quedó callado y aumentó el tono de sus agravios: “No me importa a qué viene, yo no la quiero volver a ver por aquí”. Astrid, hermana de Leidy Ospina,
cuenta cómo a los pocos días su familia se vio obligada
a salir rápidamente del barrio. Para todos
era claro que este individuo no tardaba mucho en cumplir sus advertencias.
Ser policía en Medellín en aquellos años no era asunto fácil y requería de extremo valor.
Pesaban los coletazos de la guerra
desplegada por el capo del narcotráfico, Pablo Escobar Gaviria, y sus asesinos, cuando
cobraban vidas de uniformados en la ciudad.
Paradójicamente, esas mismas
comunas de la capital antioqueña donde asesinaba policías
fueron también su fábrica de sicarios,
muchos de ellos lo seguían recordando como un héroe. Eran muchachos a los que no les importaba vivir de prisa y morir baleados antes de los 20 años. Un mundo
sin ley al que llegaron Leidy Ospina
y Sandra Pérez
a prestar sus primeros servicios.
“A veces nos
tocaba disparar al aire para
que supieran que
teníamos cómo responder”,
rememora Sandra mientras hace el recuento de
múltiples situaciones en la comuna San Blas o en el peligroso sector de
Santo Domingo Savio.
“En una noche de Navidad nos tocó defender las calles
a bala”, evoca Sandra Pérez.
En esas fiestas
populares de fin de año era
constante el intercambio de disparos en las comunas porque los integrantes de las bandas
armadas se ponían
eufóricos por el consumo de drogas y de licor y hacían
de las suyas. “En la Nochebuena que más recuerdo
seguíamos a un comandante y nos
hicieron pegar carrera hacia un sector con varios callejones sin salida. Entonces
nos dieron bala y tocó perseguir a unos muchachos que no se cansaron de
dispararnos. Fue horrible. Nos pegamos
un susto tremendo, ese día pensamos que en cualquier momento nos iban a matar por allá”. Esa noche no durmieron, resalta
Sandra, pero no fue la única jornada
en la que tuvieron que encarar
violencia en las comunas sin que Leidy Ospina mostrara resignación.
La situación que marcó su vida fue el asesinato
de un joven policía que se encontraba a su lado durante un ataque de antisociales. El efectivo cayó en un
tiroteo intentando protegerla. Desde
ese momento comprendió que ayudar a la gente, como ella pretendía hacerlo, requería
grandes sacrificios e incluso entregar
la vida misma. La muerte de
su compañero la transformó totalmente y,
de alguna forma, la preparó para asumir el mismo destino. Su hermana Astrid
reconoce que desde pequeña su hermana demostró
una enorme madurez
frente a la muerte. “Parecía
reencarnada en otra persona,
su lema espiritual era que la muerte era vivir de nuevo”. Hacía permanentes comentarios sobre entregar su vida porque el amor por el servicio debía
situarse por encima de las ilusiones.
“Cuando no esté, quiero que hagan esto, no se les
olvide reclamar esto otro. Yo tengo los documentos, cuídeme mucho a mi mamá y mi papá”, insistía
Leidy Ospina a su hermana
Astrid. Ella y su familia tomaban sus comentarios
como exageraciones. Pero desde la
muerte de su compañero los realizó con mayor énfasis. “Cuando uno se va a morir uno no debe sentir dolor sino alegría porque es el momento
de pasar ante
Dios”, expresaba a menudo. En su filosofía personal, trascender significaba
sacrificio y únicamente los héroes
estaban dispuestos a lograrlo, dando
todo por los demás. Se sabía incorruptible y destinada a las conflictivas zonas donde le correspondió
actuar. Cuando vio morir a su compañero de armas, asimiló que
su camino también
iba a estar marcado por el heroísmo.
No obstante, a pesar de su férrea
disciplina y su tesón, pocos
días antes de su graduación como patrullera Leidy Ospina tuvo un
impase que de alguna manera fue la antesala de su tragedia. Cuando cumplía con el servicio
de lo que denominan “cuarteleros”, estudiantes a los que se asigna el cuidado y vigilancia de los alojamientos de la escuela, varios alumnos
se intoxicaron con el almuerzo. Sus
compañeras sufrieron diarrea y vómito y tuvieron que usar los baños a su cargo. En medio de la emergencia se descubrió que a la tesorera, encargada de
guardar el dinero para distintas
actividades, le habían sustraído casi dos millones
de pesos de su casillero. “Ese día fue terrible”, comenta
Sandra Pérez. “Nos hicieron
sacar las cosas, requisaron las maletas, los lockers, nos revolcaron los objetos personales, hasta las camas y los colchones”.
Leidy Ospina fue señalada como responsable porque su deber era cuidar el alojamiento, así tuviera que atender después a sus compañeras enfermas. La “doblaron de cuartelera” hasta que apareciera el dinero. De manera adicional, durante 15 días, las demás jóvenes patrulleras tuvieron que “voltear” en las noches y se les ordenó realizar duros ejercicios físicos. La idea era que la estudiante responsable confesara. Durmieron poco pero ninguna habló. A Leidy la pasaron por el polígrafo como sospechosa. Fue uno de los momentos más tristes de su formación policial. Lloró mucho y llamó constantemente a su familia pidiendo que todos la oyeran en altavoz: “Ustedes saben que he sido honesta, que no me interesa coger un peso de nadie porque esa fue la educación que me dieron. Mi único sueño es poderme graduar”.
Siempre demostró
escaso o nulo interés en la moda,
los lujos o los caprichos personales. Lo único que
le importaba realmente era graduarse
como policía y que su familia la viera ejerciendo como patrullera de la institución. Por eso sus padres, Héctor y Yacelli, así como su hermana Astrid,
creyeron fielmente en su inocencia.
La conocían bien, entendieron lo que estaba sufriendo y lo que iba a suceder si no podía graduarse con sus compañeras de curso. En consecuencia, de común
acuerdo, decidieron hablar con una
coronel, comandante de la unidad, para que le permitiera a Leidy que se graduara
con sus compañeras. La oficial accedió
y nunca vieron a su hija y hermana más feliz. Cuando lo supo corrió hasta el alojamiento donde estaba
su amiga Sandra Pérez para
contárselo.
Yacelli Tejada sostiene que eran señales divinas.
“Tanto empeño para que se graduara y
terminó en un lugar del que nunca volvió”,
reflexiona. Leidy Ospina y Sandra Pérez se graduaron el 15 de octubre de 2009 e inicialmente fueron encargadas en las comunas en Medellín, mientras se les
comunicaba a donde serían enviadas
para cumplir sus nuevas funciones como patrulleras. Ambas estaban agotadas de la violencia en su ciudad y ansiaban lugares donde pudieran acercarse a la
gente. Al comenzar el año 2010, llegó el anuncio.
Su amiga Sandra
fue remitida a Tunja, y Leidy a Piendamó, en el departamento
del Cauca. Su familia cree que su asignación a esa zona de alta actividad guerrillera fue consecuencia del inconveniente cuando prestó guardia como “cuartelera” y se perdió un
dinero.
El municipio de Piendamó, al norte del departamento,
se convirtió en un lugar extraño para
Leidy Ospina. Aunque siempre mantuvo su espíritu alegre
y colaborador, súbitamente se encontró en un pueblo en el que la función de la
Policía era muy confusa. Se había
preparado para acompañar a la población, preservar el orden, buscar acuerdos
amigables o ser un modelo
de colaboración y entendimiento con los civiles,
pero en esa región del Cauca a los policías les tocaba oficiar como soldados
en la guerra. Sin mucha capacitación para el combate,
pronto pasó de ser uniformada con funciones de orden civil a convertirse en objetivo de los grupos guerrilleros. Con una
particularidad, en ese momento: en el
municipio de Piendamó la subversión se camuflaba entre la población impotente.
Ella, que siempre quiso trabajar con la población
ajena a la guerra, se encontró con
un rechazo generalizado a su uniforme. Para
muchos pobladores era peligroso que se acercara, y más de una vez le pidieron que no entrara a los
negocios comerciales porque sus
dueños no querían ser señalados por la guerrilla como informantes. Leidy se dio maneras para cumplir con su labor y hasta se ennovió
con uno de sus compañeros, lo cual se reflejó en el incremento de su sonrisa y de su
entusiasmo. Con amor a bordo y su
mística natural por el servicio, no le importaba que la corrupción provocada por el negocio de la coca fuera el enemigo a enfrentar en Piendamó. Anhelaba estar en otro lugar, pero nunca desatendió su verdadera misión. Todos
sentían miedo porque la corrupción
reinaba, pero confiaba en que todo iba a ser una buena experiencia.
La noche del 31 de mayo de 2010, Leidy Ospina habló por última vez con su amiga Sandra Pérez. Las dos estaban de servicio esa noche y se demoraron buen rato en el teléfono. Sandra recuerda que, en esa ocasión, Leidy se despidió de una manera distinta, recordándole la importancia de la misión policial y la promesa que habían realizado juntas en la escuela de formación: “Acuérdese que nosotras vamos a ser las mejores policías del mundo, acuérdese de eso”, le repitió varias veces. Esa misma noche, el intendente Jhonier Armando Rivadeneira, quien llevaba escasamente cinco días en el municipio de Piendamó, fue encargado de comandar un puesto de control ubicado en la vía que conduce al municipio de Morales, más exactamente en el sector conocido como La Florida, a la altura del conocido Santuario de la Niña Dorita.
Jhonier Armando Rivadeneira partió a cumplir
con su misión acompañado por un grupo de diez policías, entre ellos la patrullera Leidy Ospina Tejada. A pesar de
que él la trató social y profesionalmente
por poco tiempo, la recuerda como una mujer muy alegre,
activa, que desempeñaba bien sus funciones. “Su sola presencia demostraba el gusto que tenía
por ejercer la función”, recalca el exintendente. En la madrugada
del primero de junio, en pleno operativo, sorpresivamente apareció una camioneta. El intendente le hizo señas al conductor
para que se detuviera y luego le
solicitó la documentación de rigor. Cuando le exigió que descubriera la carga que llevaba empezó el regateo. De 18
cajas medianas, el suboficial ordenó
que abrieran aleatoriamente tres. Comprobó
que se trataba de medicamentos, pero el chofer no entregaba la licencia de Invima.
El intendente Rivadeneira sabía que el lugar era peligroso para continuar con esa requisa y le indicó al conductor de la camioneta que su cargamento quedaba incautado y que debía acompañarlo a la estación de policía de Piendamó. El conductor reaccionó primero de forma exasperada, luego le rogó que lo dejara continuar su camino e hizo una llamada desde su celular. Lo comunicó con un hombre en Bogotá que le ofreció dinero para que dejara pasar el automotor. El intendente Rivadeneira se negó y apresuró el procedimiento policial. Un primer vehículo se adelantó con cinco policías y un capitán. En la segunda patrulla quedaron Jhonier Rivadeneira, Leidy Ospina y tres policías. La camioneta que llevaba el cargamento incautado arrancó despacio, sin permitir avanzar a la segunda patrulla.
A los pocos metros, mientras
el intendente observaba
confundido que su vehículo
no avanzaba, de repente vio a un sujeto que
impactó el panorámico con una ráfaga de ametralladora. Desde ambos lados de la carretera también
fueron atacados con tiros de fusil. El intendente Rivadeneira sintió un quemonazo
en el pecho y reaccionó dándole la orden al conductor
que acelerara. La patrulla se abrió paso a toda velocidad. Nunca quedó claro qué ocurrió o si alguno de los policías alcanzó a
repeler el ataque, Rivadeneira solo recuerda
los gritos de sus compañeros que decían: “Le dieron a Leidy”. Cuando llegaron al hospital de
Piendamó, el intendente buscó
desesperadamente una camilla para que atendieran a la patrullera herida, pero los médicos informaron que había llegado sin vida.
El suboficial Rivadeneira pudo salvarse. Una bala le
dio en el pecho pero solo causó heridas superficiales. Debía ser trasladado a la ciudad de Popayán pero no podían movilizarlo porque
cerca había guerrilla y podían
rematarlo en cualquier parte. Además, la gente del pueblo se aglomeró a la
entrada del hospital y nadie sabía si
había milicianos camuflados. Lo tuvieron que sacar del hospital cubierto con una sábana, como si hubiera muerto. Hoy recuerda, con voz entrecortada, lo difícil
que fue ese día. Muestra su
cicatriz en el pecho y refiere que nunca ha dejado de sentirse afectado porque era quien comandaba y no
puede olvidar a Leidy Ospina, su
disposición al deber, sus ganas de hacer carrera en la institución y de volver algún día a poner orden en las calles de
su barrio Robledo Aures 2 en Medellín.
Esa misma mañana del primero de junio de 2010 en Tunja, cuando se iba a duchar, la patrullera Sandra Pérez advirtió que tenía muchas llamadas perdidas en su teléfono. Cuando constató que todas provenían del mismo número, entró otra que de inmediato contestó. En medio de malos presentimientos y visiblemente nerviosa, escuchó al otro lado de la línea a Milena Marín, otra compañera de la Escuela de Policía, llorando con una pregunta: “¿Es que usted todavía no sabe? ¡Mataron a Leidy Ospina!”. Desde ese día, su vida también cambió, tiempo después dejó la institución y ahora estudia psicología en la ciudad de Manizales. Pero no deja de recordar a su amiga feliz, a Leidy y su entusiasmo por la institución, a la compañera que en cumplimiento de su deber cayó en la guerra absurda colombiana con demasiadas víctimas anónimas.
Ahora, quienes más conservan intacta su memoria son
sus padres y su hermana. En el salón
principal de la casa de la familia Ospina Tejada en Medellín,
se advierte una fotografía enorme
que la recuerda siempre. Ahora la pareja cuida a los nietos
que les dio su hija Astrid, quien trabaja en el área administrativa de un
colegio de la Policía en Medellín. Hablan de Astrid, y cuentan a sus pequeños nietos quién fue Leidy,
de qué manera amó a su familia y a la
Policía, y por qué vivió tan poco tiempo sin haber ayudado lo suficiente, como lo imaginó. Héctor Ospina y Yacelli Tejada saben cuánto fue su valor y cómo
terminó siendo víctima de la corrupción y de la violencia que ella siempre
despreció. Hoy su orgullo es saber que su hija Leidy
Ospina Tejada representa a una generación de jóvenes mujeres
de la Policía que dieron su vida por
ayudar a la gente.
- Leidy Ospina Tejada quería cambiar el barrio donde creció y trabajar por la paz y el orden.
- Desde que estaba en grado décimo anuncio a su familia que quería hacer parte de la Policía Nacional.
- Sus padres y su hermana, eran el motor de su vida. En sus cartas destaca su alegría y su amor por ellos.
- La familia mantiene viva su memoria en cada rincón de su casa en Medellín (Antioquia).
5. Patrullera Angélica Cruz
“Escribió muchas cartas, en todas declaró
amor a su madre y le aseguró
que era feliz porque ser policía era
la misión de su vida. En todas dejó instrucciones precisas: que su sobrino
estudiara y no desatendiera los consejos de la abuela; que su hermano mayor llegara
temprano a casa y no saliera tanto con los amigos; que todos apoyaran a su madre, no la dejaran sola con las labores de casa y la protegieran en su ausencia”.
El ángel que murió tres veces
Por: Paola Guevara
Es una sensación inédita. Arrastro mi maleta por el aeropuerto Alfonso
Bonilla Aragón, de Cali, y siento que Angélica camina
a mi lado. Que va conmigo a tomar un vuelo rumbo a Bogotá, al encuentro con su familia. En tres
oportunidades, mientras camino hacia
la sala de espera, siento un estremecimiento profundo, un deseo inexplicable de llorar que me conduce
a pensar, por primera vez en la vida, que ser periodista es lo
más parecido a ser un médium, a
prestarle las manos, los pies, los latidos del corazón y hasta el intelecto, en fin, todos los recursos físicos y
emocionales, a alguien que no puede contar su propia historia.
Angélica Cruz no puede contarla
porque el 18 de agosto
de 2011 murió tres veces. O, al menos, de tres maneras distintas. Primero, por bombas y granadas que cayeron
sobre su cuerpo. Luego, por las
ametralladoras que no cesaron hasta vaciarse. Y, como si no fuera suficiente, por el fuego que lo consumió todo. Angélica
no puede contar
esta historia aunque
amaba escribir, y debo contarla por ella para que quienes
quisieron asesinarla, desintegrarla y
reducir su cuerpo a partículas no tengan la última palabra.
Aparte de su profesión de policía, de sus 26 años o
de su ciudad de origen,
Villavicencio, el nombre Angélica y su apellido Cruz son los únicos datos que tengo.
Entonces con ellos comienzo este relato. Dicen que los nombres marcan el destino y, al llegar a Bogotá para entrevistar a su familia,
su madre confiesa que Angélica debió haberse llamado
Samantha. No obstante,
por consejo de una amiga muy
religiosa, quien aseguró que Samantha tenía
mal significado y encerraba terribles presagios, aceptó la sugerencia de darle un nombre
con una misión angelical.
A Angélica Cruz le dijeron siempre que era el ángel
de la casa. Ella se sentía orgullosa
de su nombre y en todo sentido lo encarnaba. No solo vivía
empeñada en ser
la guardiana de su madre,
de sus cinco hermanos y de sus sobrinos, sino que todos ellos se encargaron de hacerle saber que su aspecto
también era el de un ángel. De larga
cabellera rubia, piel blanquísima y ojos verdes y cristalinos, estaba dotada de una belleza sobrecogedora y tenía una figura
tan menuda y delicada que parecía flotar en la inmensidad de su recio uniforme policial. Tenía los
pies tan pequeños que, siendo ya adulta, usaba zapatos de talla 33.
Cuando se convirtió en policía, sus botas de campaña
eran una auténtica rareza, las únicas del tamaño del pie de una niña. O
de un ángel. Tiempo después esas botas pequeñas ayudaron a identificar su cadáver calcinado, solo
podían pertenecer a ella. “Ahora mi
ángel nos cuida desde el cielo”, manifiesta su madre, como si aludiera al destino escrito en su nombre, o en el de Samantha.
Luego recuerda que su hija jamás le causó angustias
ni dolores, ni siquiera al momento de nacer.
Su llegada al mundo en 1985 fue suave, amable,
casi imperceptible. Doris Cruz acudió
a un control médico de rutina y, minutos después, nació su niña. Así,
leve, sin anestesia. Fue el parto más
sencillo de sus seis hijos, para quienes siempre ofició como padre y madre.
Angélica Cruz fue una niña feliz, buena bailarina, mejor estudiante, la alegría de su casa. Intrépida para saltar, trepar y correr. Una caída a los cuatro años le dejó una pequeña cicatriz en forma de sonrisa entre las cejas. Es decir, en su rostro se advertían dos sonrisas, la de los labios y la de su frente. Su hermana mayor, Sandra, la recuerda como una mujer que cuidaba su figura y que se sabía hermosa, sin ser jactanciosa. En contraste, con su apariencia etérea, Angélica tenía un carácter firme, determinado, incluso autoritario. Sus hermanos lo comparan con el temple de un general de tres estrellas que siempre los llamaba al orden.
Decía lo que pensaba, no se andaba
con rodeos, defendía
su parecer con la fuerza de una leona. Era obsesiva con el orden, la pulcritud, la belleza, la perfección y,
en medio de la estrechez económica
que se vivía en casa, no aceptaba un mínimo rastro de desorden por parte de sus hermanos y, mucho menos,
ver a su madre barrer. Ella le arrebataba la escoba de
sus manos y la mandaba a descansar.
Era su ídolo, el amor de su vida, la heroína a la que admiraba por haberla sacado adelante a ella y a sus hermanos, a fuerza de mucho trabajo y en medio de
grandes privaciones.
Por eso la obsesión de Angélica, pese a ser la menor
de las mujeres, fue ayudarla y no de
cualquier manera. Como siempre tuvo aspiraciones, primero trabajó como
cajera en un supermercado de Villavicencio, aunque
desde el primer
día quiso dejar las bolsas
plásticas y el chirrido de la caja registradora porque decía que había nacido
para ser policía.
Ese fue su plan A, B y C y no era del tipo de mujer que aceptara un “No” como
respuesta. Tres veces presentó
pruebas de admisión y no fue aceptada, quizá porque su apariencia delicada hacía pensar que los rigores de la
disciplina policial iban a doblegarla. Pero no se juzga un libro por su portada.
Después del tercer rechazo ocurrió un giro inesperado: una de las admitidas sufrió un accidente de motocicleta y, de la nada, se abrió un cupo.
Fue la oportunidad esperada.
En ese momento
integraba el equipo de porristas
del supermercado y, por su peso liviano,
siempre aparecía en lo alto de la pirámide
con traje amarillo
y negro. Tenía talento natural
para el baile pero, sobre todo, amaba dormir. Lo hacía hasta tarde en
las mañanas, durante
la siesta después
del almuerzo, con un brazo
y una pierna extendidos, y también en las noches. No había fiesta
capaz de robarle sus valiosos
momentos de encuentro
con la almohada.
Si hubiera tenido que escoger
entre bailar y dormir, habría elegido dormir. Entre comer y dormir, lo mismo. “No se preocupe,
mamita, imagínese que ya aprendí
a dormir parada”,
escribió en una de sus primeras cartas
desde la Escuela
de Policía Provincia
de Sumapaz, en Fusagasugá, donde comenzó su formación para ser uniformada.
Un proceso que describió como una recia sucesión de carreras, clases, despertares abruptos, pruebas nocturnas y de madrugada, turnos eternos y correctivos grupales por algún descuido de un compañero. En cartas escritas a mano en sus ratos libres, con letra rubicunda, grande y pulcra de niña buena—siempre derechita y respetuosa de los márgenes—, contó a su madre la dureza de esos entrenamientos y la exigencia física de las pruebas. Jamás, ni una sola vez, una queja. “Es un orgullo portar este uniforme, pero, mamita, recuerde que siempre la llevo en mi mente y en mi corazón y nunca me habría despegado de sus faldas porque sigo siendo su niña”. La que de día armaba con solvencia su fusil y de noche dormía abrazada a sus peluches de osos, perros y leones.
Escribió muchas cartas, en todas declaró amor a su madre y le aseguró que era feliz porque ser policía era la misión de su vida. En todas dejó instrucciones precisas: que su sobrino estudiara y no desatendiera los consejos de la abuela; que su hermano mayor llegara temprano a casa y no saliera tanto con los amigos; que todos apoyaran a su madre, no la dejaran sola con las labores de casa y la protegieran en su ausencia. Una de sus primeras acciones en la Policía fue adquirir un crédito bancario para ayudar a arreglar la casa. Por esa razón, con el televisor desconectado, los muebles arrumados y cubiertos con sábanas para que no les cayera pintura, y mucho polvo por las reparaciones en el baño, la cocina, el patio o las rejas, su madre y su hermana no vieron el noticiero en el que se anunció un ataque de las FARC a la Policía en Llorente, Tumaco. Cuando se graduó como policía, su primera misión había sido en San Andrés Islas. Antes de partir, su hermana Sandra le dio un consejo: “San Andrés es frontera, zona estratégica, punto de cruce de mercancías y dinero. En algún momento pueden hacerte una oferta ilegal, no los escuches, sé siempre honesta”. Ella le respondió con la firmeza que la caracterizaba: “Jamás me prestaría para algo deshonesto. No tengo precio y mi conciencia no puede ser comprada. No hay nada mejor en la vida que dormir con ella tranquila”. Detrás de todo buen dormilón —se me ocurre— hay una conciencia limpia. Después Angélica fue enviada en 2011 al puerto de Tumaco. Del Atlántico al Pacífico, del paraíso turístico a la zona roja, del claro mar aguamarina al profundo azul plomizo, de la caricia del sol a la implacable humedad que se pega a los huesos.
Su familia temió desde el primer día lo peor. Ella,
sin embargo, escribió cuando la
notificaron su nueva misión: “No tengan miedo,
algo bueno debe tener Dios para mí”. Lo que nunca alcanzó a contar a su familia fue que,
cuando acabara su periodo en Tumaco,
pensaba volver a Villavicencio para casarse con su novio de toda la vida, Jaime, único enamorado desde sus 13 años, también policía. Le faltaron tres meses
para concretar ese sueño de casarse.
También quería tener
hijos, aunque ahora la perturbaba constatar en carne propia el peso de la pobreza. Jamás había
visto una situación de escasez
semejante a la de los niños de Tumaco. Por eso, acostumbraba compartir con ellos los pequeños tesoros
de su ración de campaña: la
apetecida leche condensada, las galletas o
los pasteles de carne y goulash.
El puerto de Tumaco tiene un clima templado pero en las noches baja la temperatura por su proximidad con el océano Pacífico. Sin embargo, desde hace varias décadas su situación social es “caliente”, de tensión permanente, explica Rodolfo Cruz, hermano de Angélica y patrullero de la Policía, quien antes de la muerte de su hermana sirvió también en esa zona del suroccidente del país y conoció de cerca sus conflictos políticos y económicos. Por eso Angélica Cruz supo que llegaba a una zona estratégica para el tráfico de armas y drogas, por su condición privilegiada como puerta de salida a las aguas del océano Pacífico, además marcada por los flagelos de la minería ilegal y los cultivos ilícitos.
Hacia las diez de la mañana del 18 de agosto de 2011, desde
la zona rural de Tumaco
fue reportada una riña. De inmediato, para controlar el incidente, partió
una camioneta de la Policía,
con siete uniformados a bordo. Entre ellos iba la
patrullera Angélica Cruz. Cuando el vehículo transitaba por la vereda
Inda Zabaleta, situada
a 45 minutos de Tumaco,
fue atacada por la guerrilla
con granadas de fragmentación y cinco cilindros
bomba. Acto seguido, los subversivos
de las FARC descargaron sus ametralladoras contra el vehículo y sus ocupantes. Finalmente, le prendieron fuego hasta no dejar más que fierros retorcidos y los
cuerpos calcinados de cinco policías,
un intendente y cuatro patrulleros.
Con los ojos muy abiertos,
como si al narrarlo visualizara el horror que significó para la familia, Sandra Cruz
intenta reconstruir los últimos
momentos de su hermana, a partir de los reportes
oficiales y las narraciones de los testigos. Estos sugieren que Angélica perdió
un brazo a causa de una bomba pero alcanzó
a bajar de la patrulla.
Después recibió múltiples impactos de ametralladora a la altura
de la cadera. Quizá buscó protegerse bajo la camioneta, porque su cuerpo fue hallado allí, carbonizado, en
posición fetal, y abrazado a su fusil. Las FARC no solo querían
asesinarlos, también querían
enviar un mensaje. Por eso, no bastaron las granadas, las bombas y las balas y recurrieron al fuego.
Este acto brutal fue interpretado por las autoridades como una retaliación, una venganza para cobrarle al Estado la reciente captura de su jefe de milicias, alias Harold, perteneciente a la columna móvil Daniel Arenas. Según expresó el entonces gobernador de Nariño, Antonio Navarro Wolff, el hecho tuvo directa relación con la presencia de “cultivos ilícitos en la zona”, y porque la presencia de la Policía era incómoda. El secretario de gobierno de Nariño, Fabio Trujillo Benavides, reveló que dos patrulleros se salvaron porque se escondieron entre los matorrales en medio del ataque. Los heridos, que fueron trasladados al hospital San Andrés, de Tumaco, fueron Leonel Acuña y Jáider Escorcia.
Entretanto, mientras las autoridades trataban de
establecer los móviles del ataque,
en casa de la familia
Cruz, en medio del
polvo, el martilleo y el ruido de los taladros, con un obrero adelantando las remodelaciones de la casa
y habilitando el baño, Sandra recibió una llamada a su celular.
—¿Vieron el noticiero? —expresó un amigo, al otro lado de la línea.
—No, el televisor está desconectado, metido debajo de las cobijas
y las sábanas. Perdido entre los muebles
—explicó Sandra, desprevenida.
—Busquen el televisor y préndanlo. Algo pasó en Tumaco. Un atentado
de las FARC.
Sandra marcó varias veces al celular de Angélica,
pero no tuvo respuesta. Arrojó el
teléfono al piso y, sin alertar a su madre
que estaba en la cocina preparando el almuerzo, trepó entre los muebles y desplazó sábanas y cobijas hasta
que dio con el televisor. En su corazón había demasiado terror pero también esperanza. Arrastró
el televisor Samsung
negro de 21 pulgadas y lo conectó
a la pared. El aparato
estaba muerto. En ese momento
recordó el día que Angélica
se llenó el rostro de sangre al golpearse la frente con el filo de un muro donde saltaba cuando ambas eran
niñas. También evocó cuando
casi se ahoga por su empeño en ser autodidacta de natación, y los días en que compartían habitación y ella
agarraba su mano para no sentir miedo
de las sombras.
Su pecho se llenó de oscuros presagios. Entonces se
asomó a la ventana y vio que
llegaban patrullas de la Policía, aunque nadie
se bajaba. Salió corriendo a la puerta para preguntar qué ocurría, y en ese instante vio que de una
de ellas salía Jaime, el novio de Angélica,
con el rostro desencajado y bañado en lágrimas. Desgarrado por el dolor, no logró articular una sola palabra.
Tampoco hizo falta. Todo estaba claro. Muy claro. Sandra gritó, lloró como si le acabaran de arrebatar
media vida y se abrazó a aquel
policía que consideraba un hermano, pues todos además querían que fuera el padre de unos sobrinos que nunca llegaron. Doris, la madre de Angélica, salió de la
cocina al escuchar los gritos desesperados de su hija Sandra. El resto
es silencio.
Rodolfo, también policía, fue el primero en enterarse
de la muerte de su hermana, aunque no
tuvo corazón para llamar a su madre.
Confiaba tercamente en que todo fuera un error, ocurriera un milagro de último minuto o se
confirmara que Angélica estaba entre
los heridos y no entre los muertos. Recordó una discusión con ella en la cocina, frente a su madre,
cuando ella lo retó con fiereza: “Voy
a ascender primero que usted en la Policía. Cuando eso ocurra, se va a acordar de mí”, sentenció sin saber que
sus palabras resultaron
premonitorias. Rodolfo era un año mayor que Angélica, fue su compañero de juegos, su protector incansable, su confidente, y aún se turba al manifestar que, en efecto,
su hermana fue ascendida primero que él a
subintendente, aunque de manera póstuma.
Su madre tampoco
puede evitar que un escalofrío recorra su espalda. Su niña Angélica no solo
ascendió primero que Rodolfo en la
Policía, sino que lo hizo antes que todos al cielo. El dolor que no le ocasionó en el parto,
ni durante toda su vida,
se lo causa ahora, multiplicado por su ausencia. Le pregunto sobre el perdón y si cree que es posible hacerlo
con las FARC. Adolorida habla de los esfuerzos
de su hija, de su trabajo duro, y luego, con
pragmatismo, sostiene que el perdón es irrelevante. Así perdone, su hija no volverá. Entonces agrega que el
tema es de aceptación de la muerte
de su ángel. Ya no pelea contra los hechos, ni imagina cómo la historia pudo ser distinta. Su
corazón es tan grande que siente
compasión por los victimarios porque
también tienen madre,
padre y hermanos, le duelen a alguien y tampoco merecen morir con violencia.
“Todos, policías, militares o guerrilleros, son
colombianos humildes matándose
unos a otros, robándose la juventud sin saber por qué, mientras
el negocio de las drogas
y del poder van por otro lado, distinto al de las víctimas de este conflicto
que debe acabarse
pronto”, afirma Doris Cruz. Hoy recuerda que, junto al cuerpo calcinado de su hija, en un ataúd sellado
que no pudo ser abierto, llegó
también una caja
de cartón con su perfume
favorito, Fantástica de Britney Spears, un par de cobijas,
unos jeans y camisetas y su peluche de león cuya melena no dejaba que sus sobrinos
peinaran. En casa se
terminaron de hacer las reparaciones y Rodolfo pidió traslado a Villavicencio para estar cerca de su madre. Ahora Doris vive
con dos de sus hijos y un nieto. Todos cumpliendo al pie de la letra
las indicaciones que dejó
escritas Angélica.
Nunca está sola en casa, y se mantiene con la cabeza
ocupada, sin mucho tiempo para caer en las trampas
de la tristeza. “Angélica está conmigo, me acompaña siempre,
la siento. A veces la escucho en la cocina
o en el cuarto y sé que es
ella, que me deja percibir su presencia”, asegura. Entonces recuerdo
lo que sentí rumbo a Bogotá para documentar esta historia,
la intuición de caminar al lado de Angélica Cruz y de subir con ella al avión. O el impulso incontenible que me
invadió después, en el aeropuerto
Alfonso Bonilla Aragón de Cali, de comprarle mermeladas, manjar blanco y galletas a su madre.
Así que le entrego el paquete a doña Doris. Nos
miramos a los ojos y nos tomamos
de las manos. Ambas sabemos,
sin lugar a dudas, que el regalo lo envía su hija Angélica
Cruz.
foto 1. Angélica y su hermano siguieron el camino del servicio
en la Policía Nacional
foto 2. Como porrista del supermercado para el que
trabajaba en Villavicencio.
EPÍLOGO
Este libro sobre las mujeres
policías víctimas del conflicto colombiano es admirable. El recuerdo y el
reconocimiento de los sacrificios hechos, el contar las historias de las
víctimas y preservar los archivos,
son fundamentales para aprender del pasado y preparar el camino hacia
el futuro. La creación de la Organización de las Naciones Unidas, después de la Segunda Guerra Mundial, se basó principalmente en la necesidad de
aprender de la historia para no
repetirla, nunca más.
Colombia sale avante de un conflicto armado interno
de más de 50 años, intensificado por
su interconexión con el crimen organizado.
Esa misma interconexión se ve hoy en día en muchos países en etapas de conflicto y posconflicto donde las
Naciones Unidas ha tenido mandatos de
construcción y mantenimiento de paz.
Y es allí, en esa primera línea, donde se enfrentan a los retos valientes hombres y mujeres policías,
nacionales e internacionales, sirviendo junto con homólogos militares y civiles, para proteger a la población de los efectos del
conflicto y de la delincuencia, siendo esta una tarea de las autoridades nacionales principalmente, pero también
un objetivo de los mandatos
de las Naciones Unidas.
Las mujeres policías
retratadas en este libro muestran
claramente la capacidad y la habilidad femenina para desempeñar funciones policiales. Sin embargo, en
todos los países del mundo el número
de mujeres policías en servicio sigue siendo bajo con relación a hombres, lo que demuestra que hay un largo camino por recorrer para alcanzar la igualdad de
género. Actualmente, en las
Naciones Unidas las mujeres representan aproximadamente el 10% del total de policías
que integran esta organización, cifra que
el Consejo
de Seguridad ha instado a duplicar para el año 2020.
Pero para que esto sea posible, existe la necesidad
de que los países miembros
incrementen el número de mujeres policías y
sus nombramientos en las diferentes misiones de mantenimiento de paz.
No hay duda de que las mujeres
policías hacen la diferencia. Existe una percepción general de que para
que las instituciones policiales sean inclusivas y democráticas deben
reflejar a la sociedad a la
cual le sirven. Sabemos que las mujeres representan más del 50% de la población mundial.
Generalmente, en las sociedades en conflicto y en situaciones posteriores a los conflictos, delitos
como la trata de personas,
la violencia y la explotación sexual contra mujeres y niños se agudizan. Por tal razón,
en estos escenarios las mujeres policías
son muy necesarias para investigar esos casos y ganar la confianza de las víctimas.
Es importante señalar
que la necesidad de mujeres
policías para tareas especiales no es la única razón principal para aumentar su cantidad en las
organizaciones policiales del mundo.
Las investigaciones muestran que las organizaciones que tienen mayor igualdad de género son más efectivas y eficientes. Hombres y mujeres tienen diferentes
perspectivas y por lo tanto esas
experiencias benefician en gran medida a la organización. También su cultura corporativa crece si
hay una mayor equidad en su fuerza de trabajo. Esto no sería menos importante cuando se trata
de abordar las denuncias de
acoso y abuso sexual.
Las mujeres policías relatadas en este libro
fueron en algunos
casos asesinadas o seriamente lesionadas mientras cumplían con su deber de salvaguardar a los ciudadanos, proteger la democracia y a sus propios compañeros. Son verdaderas heroínas y modelos de conducta, y me complace
que sus acciones
altruistas y heroicas
durante los tiempos violentos de la historia reciente de Colombia hayan sido finalmente visibilizadas.
La publicación de sus historias contribuirá a
percibir a las mujeres
policías como
competentes y espero
que esto constituya, al menos, un pequeño paso adelante para la promoción
de la igualdad de género en las organizaciones policiales
de todo el mundo.
Maria Appelblom
Cofundadora de la Red Internacional de Mujeres Policías
de los
Países Nórdicos
y Bálticos.
Actualmente, Jefe de la Capacidad Permanente de Policía en las
Naciones Unidas,
Italia.
Nota: las ideas expresadas en el texto anterior son las opiniones personales de la autora y no reflejan necesariamente la posición oficial de la Organización de las Naciones Unidas.
Diana Socha Hernández
Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional
de Colombia, especialista en Escritura Creativa
y comunicadora social-
periodista de la Corporación Universitaria Minuto de Dios.
Actualmente coordina el área de Televisión
de la línea de Periodismo y Narrativas de la Escuela
de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Sergio Arboleda. Ha sido docente
de asignaturas como Taller de Narrativas Periodísticas, Taller
de Noticia y Fundamentos de la Comunicación, entre otras, en las universidades Sergio Arboleda, Los Libertadores y Corporación Universitaria Minuto de Dios.
Lideró la producción de cuatro libros digitales sobre crónicas periodísticas en el 2015 y 2016. Publicó tres cuentos infantiles: “Salvando a Hidroberto”, “Aprendiendo sobre la variedad
de cultivos” y “STEM: Una aventura robótica”, cuyo lanzamiento fue en la Feria del Libro de Bogotá de 2016.
ANDREA ROJAS VEGA
Comunicadora social de la Pontificia Universidad Javeriana, máster en Comunicación Empresarial de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y máster en Marketing de la Universidad Rey Juan Carlos
y la Escuela Europea de Dirección
y Empresa (EUDE) con sede en Madrid
(España).
Tiene más de diez años de experiencia trabajando en departamentos de Comunicación de importantes organizaciones nacionales y multinacionales de diversos sectores
económicos. Trabajó como correctora de estilo y editora de textos académicos y empresariales, especialmente en publicaciones y comunicaciones producidas por la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR).
Actualmente se desempeña
como consultora de comunicaciones estratégicas, ayudando a organizaciones como la Policía Nacional y la Secretaría Distrital del Hábitat, con el objeto de brindar
una comunicación integral
efectiva y una gestión de imagen y reputación
corporativa.
Irma Yenny Rojas Jovel
Profesional en Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Surcolombiana, especialista en Proyectos de Desarrollo Social y magister en Dirección de Marketing de la Universidad de Viña del Mar, Chile.
Fue reportera de radio durante
5 años al inicio de su carrera profesional, pasó por Caracol y W Radio. Trabajó como editora
de orden público
en la agencia de noticias
Primera Página y en los últimos 8 años se ha desempeñado como directora de
áreas de comunicación en universidades y empresas del sector servicios.
Actualmente se desempeña
como directora de comunicaciones en Uniandinos (Asociación de Egresados de la Universidad de Los Andes), donde además es editora general de la Revista Séneca.
Álvaro Velandia Ortiz
Doctor en Comunicación Audiovisual y Publicidad de la Universidad Complutense de Madrid. Comunicador social-productor audiovisual egresado
de la Pontificia Universidad Javeriana.
Actualmente se desempeña
como coordinador del
área de Periodismo
y Narrativas en el programa
de Comunicación Social
y Periodismo de la Universidad Sergio Arboleda. Profesor
de las asignaturas Narrativas Audiovisuales Transmedia y Seminario de Cine Contemporáneo. Así mismo, tiene a su cargo el módulo Narrativas y Guerra en el diplomado Seguridad y Medios de Comunicación. En la Pontificia Universidad Javeriana imparte
la cátedra Guion de Ficción
para Cortometraje.
Dirige el programa La Sergio
en Debates que se emite por el canal Cablenoticias.
Paola Guevara
Escritora y periodista colombiana. Su primera novela,
Mi padre y otros accidentes, fue publicada por Editorial Planeta en 2016. Comunicadora social- periodista de la Pontificia Universidad Javeriana
de Bogotá.
Ha sido periodista de la Revista Cambio,
coordinadora editorial de La Hoja de Bogotá,
colaboradora de las revistas Cromos y Shock, entre otras.
Trabajó en la creación de
revistas de lujo como editora general
del grupo 10Más y, tras su paso por
la Casa Editorial El Tiempo, desde el 2007 se desempeña como editora de Cultura, Entretenimiento y Tendencias en El
País de Cali, donde también es columnista de las páginas
editoriales y editora del área de Revistas (Gaceta, Gente, Salud y Vida, entre otras). Ha sido docente de la cátedra de géneros periodísticos, editora de libros y conferencista.
Editor general
Jorge Enrique Cardona Alzate
Comité editorial
Carlos Andrés Suárez Amador Efrén
Yezid Muñoz Morales Andrea Rojas
Vega
Diseño, fotografía y diagramación
Javier Villarreal Lee
Corrección de estilo
Fredy Javier
Ordoñez
Impresión:
Imprenta
Nacional de Colombia Cra 66 # 24 –
09, barrio Salitre www.imprenta.gov.co
ISBN: 978-958-8698-13-7
Agradecimiento a la Policía Nacional de Colombia por abrirnos la posibilidad de conocer y recuperar estas historias que hacen parte de la memoria de Colombia, y por permitirnos crear este texto periodístico innovador que muestra la perspectiva y las experiencias de las mujeres que han sacrificado hasta su vida por la vocación y el compromiso de servicio a los demás.
agradecimientos tambien a :
- Familia Montes
Barrientos / Con la guerra en las manos.
-
Familia Sánchez Bermúdez
/ Estoy viva.
-
Familia Murcia Otálvaro / A veces
lo eterno cabe en un instante.
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Familia Ospina Tejada
/ El camino valiente
de Leidy.
-
Familia Cruz / El ángel que murió tres veces.
- Naciones Unidas – Standing Police
Capacity. United Nations
Police.
- Universidad Sergio Arboleda – Escuela de Ciencias de la
Comunicación. Programa de comunicación social y periodismo.