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martes, 21 de junio de 2022

EL GÉNERO DEL CORAJE Crónicas sobre mujeres policías, víctimas en el conflicto armado interno colombiano

 





PROLOGO

 

La memoria sale al encuentro con la verdad y sana el corazón de quienes la exaltan. Es el refugio contra el olvido colectivo que pasa de largo. Ni la guerra o la paz pueden borrar sus pasos. Sin límites ni dueños, es una libertad que honra a la sociedad, y mucho más si son mujeres las que tocan a sus puertas. Algunas sobrevivientes, otras víctimas, todas iguales ante la ausencia y la tribulación, la dignidad o el recuerdo. En sus familias y amigos nunca se va a extinguir la luz de su ser, y el de ahora es un tiempo abonado para evocar sus momentos y contar sus historias.

 

Esta vez, de cinco colombianas que eligieron ser policías en un país martirizado por la violencia. Su deber era proteger y lo asumieron más allá de mismas. La agente Rosalba Montes intentó salvar de un artefacto explosivo a pobladores y compañeros en La Estrella (Antioquia) y perdió su mano derecha. La cabo primero Rosa María Sánchez corrió a ayudar a un agente en peligro en Bogotá y hoy es un paradigma de coraje desde una silla de ruedas. La patrullera Mónica del Pilar Murcia entregó su vida buscando que un niño no fuera impactado por un carro bomba en Arauca.

 

Ante todo, eran madres o hijas, hermanas o esposas, amigas con hogares donde siguen siendo estandartes de lucha. Policías con un valor que también rinde homenaje a sus familias porque entre todos aportaron una excesiva cuota de dolor a la tragedia nacional. Como los padres y hermana de la patrullera Leydi Yorladis Ospina Tejada, que a sus 19 años perdió la vida en Piendamó (Cauca), junto al santuario Niña Dorita, en un ataque con armas largas en un puesto de control. O la madre y hermanos de la patrullera Angélica Cruz, que acudió presurosa a un servicio y murió emboscada en Tumaco.

 

Todas se enlistaron por convicción. Leydy Yorladis Ospina porque creció en las comunas de Medellín, en un barrio donde a los pandilleros había que dejarlos entrar a los bailes porque su ley era amedrentar, y por eso siempre soñó con volver algún día a restaurar el


orden desde la legítima autoridad o el diálogo con la comunidad con suficiente carácter. Mónica del Pilar Murcia porque quería imitar a sus tíos y también hacerse educadora como su mamá en Chinchiná (Caldas), donde en cada permiso policial en el que volvía era la reina de la fiesta.

 

Rosalba Montes porque quiso trabajar por los derechos humanos, en una época en la que Pablo Escobar pagaba un millón de pesos por policía muerto. Angélica Cruz se presentó tres veces a la institución hasta que convenció a sus examinadores que detrás de su fisonomía menuda y su rostro de ángel, vibraba una incansable guerrera de la vida dando ejemplo. Rosa María Sánchez contradijo a sus padres que le insistían en que buscara un destino femenino, pero probó que estaba hecha de la disciplina personal que ahora despliega como esgrimista paralímpica.

 

Son apenas cinco testimonios del género del coraje que prueban cómo las mujeres policías de Colombia también aportan un capítulo de sacrificio en la recapitulación de la guerra. Son muchos más los gestos de entrega y arrojo de patrulleras, suboficiales u oficiales, y su derecho a ser recordadas es el mismo que tienen casi medio millón de mujeres civiles asesinadas, 7.816 secuestradas, 69.786 desaparecidas o 14.473 víctimas de violencia sexual, según registros oficiales de la Unidad para la Atención y Reparación Integral de las Víctimas (UARIV).

 

Un enfrentamiento de más de cinco décadas que parece encontrar el rumbo para pasar la página y que, en esa misma perspectiva, obliga a que imperativos como el deber de recordar, el derecho a saber o la salvaguarda de la memoria para tiempos de posconflicto y justicia de paz, también alcancen para recobrar la vida y obra de aquellas mujeres policías con relatos de resistencia al delito que deben conservarse en los anales de la historia. En muchos archivos hay nombres y hechos que esperan a exploradores de rastros o a hacedores de libros y documentales.

 

Las cinco crónicas de este texto constituyen un buen aporte, aunque apenas representan el comienzo de una tarea institucional tan incesante como ineludible. Hacen parte de la inaplazable misión


colectiva de la sociedad colombiana por la verdad y la memoria. Fueron escritas por cinco periodistas comprometidos en la misma causa. Diana Socha Hernández, Andrea Rojas Vega, Álvaro Velandia Ortiz, Irma Yenny Rojas Jovel y Paola Guevara, quienes tuvieron el duro pero honroso oficio de constatar cómo han sufrido la violencia las policías colombianas.

 

Por eso su esfuerzo es para ellas y, por extensión, para las 16.575 mujeres que hoy visten el uniforme verde oliva. Lo mismo que para todas las que lo han portado desde que 69 damas lo hicieron como tenientes honorarias, en calidad de pioneras, a partir de noviembre de 1953; o doce profesionales recibieron el sable símbolo de mando en la Escuela de Cadetes General Santander, como egresadas del primer curso femenino de oficiales en 1977. Administrativas, docentes, operativas, alumnas, para todas las que velan por la seguridad y la convivencia ciudadana.

 

Para unas y otras, en especial las 1984 reconocidas como víctimas, según la UARIV, son las palabras que se tejen en los relatos de este trabajo periodístico. Son historias de vida que develan traumáticas experiencias y aflicciones extremas de cinco familias colombianas, cuyas hijas policías sufrieron el rigor de la violencia. Y parte fundamental del tributo y reparación que les debe la sociedad, el Estado y la institución policial, es que se conozca cuánto fue su valor, cómo domaron el miedo, y por qué sus verdades merecen ser conservadas ahora que parece romperse el cerco del horror.

Jorge Cardona Alzate

Editor general El Espectador


1. Agente de  Policía Rosalba Montes Barrientos


“Aunque Colombia afrontaba una oleada de violencia y daba temor salir de las casas, Rosalba Montes asumió su misión con mística. Era común su frase ´yo a qué hora salgo, pero no tengo idea a qué hora voy a regresar´, porque Medellín, en esa agonía de los años 80, se convirtió en una ciudad de carros bombas, secuestros, sicariato, magnicidios o atentados contra inermes civiles”.


                  Con la guerra en las manos

Por: Diana Y. Socha Hernández

 

En el avión sentí mucho frío, supongo que por nervios y no disfruté los 35 minutos en el aire del trayecto entre Bogotá y Medellín. Eso               sí,   adelanté un poco la lectura del libro escogido como compañía para el corto trayecto. El aterrizaje fue espantoso, parecía que el avión se fuera a estrellar de cabeza con la pista del aeropuerto Olaya Herrera. Únicamente pude sostener con fuerza el libro y asustada tomarme del brazo de la silla. Respiré profundo y recé para no morirme sin conocer a Medellín, una ciudad con gente “echada pa’ lante”, rodeada por grandes montañas que la protegen como si fuera la cobija de un recién nacido, que con sobradas razones lleva los títulos de la Capital de la Montaña, la ciudad de Botero, la Ciudad de la Eterna Primavera, o la capital de las flores, por todo lo que la exalta, conmemora y es reconocida en Colombia.

 

Llego por primera vez a Medellín y puedo describir con muchas palabras la emoción. No solo por las historias que se cuentan sobre esta ciudad innovadora, de gente cálida y agradable clima, sino porque tengo una misión inesperada: hablar con Rosalba Montes Barrientos, quien me dio indicaciones específicas para encontrarnos una mañana de octubre en su lugar de trabajo. “Hola, doctora Diana, ¿cómo le fue?”, es su saludo acogedor. “Bien, ya estoy en su ciudad, ahora ubicada en la entrada del edificio del Instituto de Bienestar Familiar Regional de Antioquia”, contesto a la expectativa de conocerla pronto. “Espere un momento, ya bajo para que no le pongan problema para entrar”, añade. A los pocos minutos aparece y me saluda como si hubiéramos dejado de vernos hace tiempo y tuviéramos que contarnos muchas cosas después de una larga ausencia.


Luce un saco morado que resalta el color blanco de su piel. Es imponente, esbelta, atractiva, parece una deportista. Es la típica mujer paisa, trabajadora y creativa. Proviene de una familia numerosa encabezada por sus padres, Teresa Barrientos y Luis Alberto Montes, con quienes comparte siempre las fechas especiales. Igual que con sus hermanos vivos, cuatro mujeres y tres hombres, con quienes se ve sin falta en Navidad o el fin de año para celebrar las fiestas como Dios manda, con el amor profundo de la gente de su ciudad. Con la misma pasión con la que un día decidió ingresar a la Policía Nacional tras finalizar su bachillerato en 1985. Nada que ver con que su papá hubiera sido también policía, o su hermana mayor. Ella dice que tuvo otras motivaciones para acoger el mismo destino y las exalta mientras conversamos sobre su vida personal y profesional.

 

Conversamos en un lugar lleno de flores y papeles, de gente atareada que camina de un lado a otro. Antes de escuchar su relato, la dragoneante Gladys Adriana Puerta la interrumpe para decir: “Rochy es un gran ser humano, es carismática, respetuosa, excelente amiga, compañera, hermana, hija y madre. Una persona con mucha resiliencia porque a pesar de las circunstancias en las que se vio lo superó e hizo de su vida profesional un camino de oportunidades. Es una persona digna de admirar”. Rosalba Montes agradece con un gesto y toma la palabra: “Siempre tuve la idea de trabajar para una institución del gobierno porque me daba seguridad. Una pensión a futuro, una casa en tiempo determinado, terminar joven y quedarme en el hogar sacando adelante una familia. Estos aspectos llamaban mi atención y tomé una decisión: o era profesional de policía o estudiaba Derecho o Ciencias Sociales”.

 

Por eso, recién graduada del colegio en Medellín, apenas a sus 17 años de edad, cuando Rosalba Montes Barrientos se presentó para hacer curso en la Policía Nacional, no existió duda


en su decisión. Sin embargo, esa primera vez no la aceptaron y ella asegura con firmeza que fue porque a la trabajadora social que la visitó en su casa no le gustó el barrio donde ella vivía. “Pasé las pruebas psicotécnicas y las de natación y atletismo, pero finalmente me rechazaron. Me había presentado también a la Universidad de Antioquia y tampoco pasé porque se presentó demasiada gente”, agrega. Ese fue un momento de dificultad, pero logró resolverlo con el apoyo incondicional de su familia.

 

Su hermana mayor llevaba tres años largos en la Policía y vivía en Barranquilla. Ella la motivó para que no desistiera de su sueño y por eso volvió a presentarse. En esta oportunidad pasó las pruebas físicas, las escritas y salió escogida entre las estudiantes costeñas. Duró un año en la capital del Atlántico haciendo un curso preliminar de preparación y luego se fue a Bogotá a cumplir su proyecto de ser policía. No fue fácil porque todavía en 1986 en la institución prevalecía el liderazgo de los hombres. En la sociedad misma, las mujeres aún no tenían cabida en funciones importantes. Permanecían en casa, sin protagonismo, dedicadas al cuidado de la familia. Desde la resolución 3256 del 5 de noviembre de 1953 está regulada la presencia de mujeres en la Policía, y en aquella época se vincularon inicialmente a la Sección de Bienestar Social de la institución dirigida por la madre María de San Luis.

 

Gladys Adriana Puerta, compañera de Rosalba Montes, opina: “Tuvieron que pasar más de cincuenta años para que las mujeres en la institución tuvieran un papel importante, ha sido un verdadero reto darnos un lugar digno y de privilegio. No es fácil cumplir con el compromiso de salvar vidas, defender indefensos, servir de mediadoras y ser esposas, hijas, madres, amigas y hermanas, con tiempo para cumplir esos roles y el profesionalismo que demanda ser policía. La vida no es fácil, pero debemos cumplir y hacer lo posible por nuestras metas y retos que la profesión policial nos brinda”. Para Rosalba, el asunto así se resume: “Desde


que la mujer sea inteligente le va bien. La parte difícil es ser mamá al mismo tiempo. Se han dañado muchos matrimonios por eso. Los niños sufren en la crianza por los padres ausentes. Tuve que criar a mis hijos después del accidente, sin rencor por lo que pasó”.

 

Le pregunto a Rosalba cómo era un día en el curso de agentes y señala: “A las cuatro de la mañana debíamos estar de pie y dos horas después en clase. Las cátedras eran en derechos humanos, derecho internacional humanitario, tiro, defensa personal, artes marciales, historia o ciencias políticas. A las diez de la noche estábamos descansando. Si alguien la embarraba, nos ponían hacer más ejercicios. Casi siempre alguien lo hacía, así que nos dormíamos a veces hasta la una de la mañana. Fue un curso exclusivo para mujeres para evitar embarazos. Nuestros mandos fueron mujeres, como la hoy general en retiro Luz Marina Bustos, además comandante directa y directora de la escuela. Los instructores masculinos fueron principalmente para defensa personal, polígono o asunto de armas. No me gustaron las armas, las veía por conocimiento. Lo mío siempre fueron los derechos humanos y la enfermería”.

 

Se graduó antes del tiempo programado y fue enviada al Centro Automático de Despacho (CAD), un edificio grande ubicado en Bogotá desde donde se direccionan todos los servicios policiales requeridos por los usuarios desde la calle. Con su uniforme verde oliva, de inmediato Rosalba Montes empezó a ostentar una diadema para crear un método aparte para comunicarse con todos los patrulleros. “Es lo que ahora se llama cuadrantes, solo que más comprometidos”, refiere. Monitoreaba el trabajo de los policías y los regañaba porque se demoraban para llegar rápidamente a un servicio. De esa unidad pasó a la Policía de Infancia y Adolescencia, donde trabajó un año.


Allí pudo conocer casos muy duros, tristes, porque estaba encargada de situaciones sobre maltrato infantil y crisis de adolescencia, todos episodios relacionados con amenazas o inobservancia de los derechos de los niños.

 

“Estábamos destinadas a conocer, de primera mano, casos de niños abusados y maltratados. Los prioritarios los poníamos en manos del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF)”. En esta sección estuvo un buen tiempo hasta que fue trasladada a Medellín, al recién inaugurado Centro Automático de Despacho (CAD), una sala grande llena de computadores donde se reciben llamadas externas. Los datos quedan guardados y se automatiza todo para comunicarse con las patrullas y grabar lo que sea necesario para realizar los informes impresos y archivarlos hasta el cierre de los casos. En su mayoría estaban a cargo mujeres. Rosalba Montes sostiene sonriente que los hombres eran técnicos en sistemas. Ellas se encargaban del contacto con la gente. También trabajó en el CAD apoyando seguridad en el Estadio Atanasio Girardot o la Plaza de Toros La Macarena.

 

Un año después fue trasladada al municipio de La Estrella (Antioquia), a la Escuela Carlos Eugenio Restrepo (ESCER). A pesar de que vivía cerca de sus padres, no los visitó mucho debido al problema de orden público que entonces vivía Colombia. Como su padre conocía de primera mano que era importante cumplir órdenes y ser disciplinado, no puso problema al no ver todos los días a su hija. En cambio, su madre la extrañaba mucho. Inicialmente sus funciones fueron administrativas y ejerció su vida policial como docente. En 1989 ya oficiaba como bibliotecaria de la escuela e instructora en derecho penal, derechos humanos y primeros auxilios. En la escuela practicó voleibol, atletismo, ajedrez y baloncesto. A veces jugó torneos inter-unidades o con funcionarios del tránsito.


Fue un momento grato de su desarrollo profesional que define en pocas palabras: “Nada fue estresante, todo me gustó, estaba joven y fue emocionante”.

 

Aunque Colombia afrontaba una oleada de violencia y daba temor salir de las casas, Rosalba Montes asumió su misión con mística. Era común su frase “Yo a qué hora salgo, pero no tengo idea de a qué hora voy a regresar”, porque Medellín, en esa agonía de los años ochenta, se convirtió en una ciudad de carros bomba, secuestros, sicariato, magnicidios o atentados contra inermes civiles. Pronto los policías los sustituyeron porque cayeron en la mira prioritaria de la mafia. Nadie se sentía a salvo y el cartel de Medellín, en cabeza de Pablo Escobar Gaviria, generaba un miedo que se advertía en las miradas de niños, jóvenes y adultos. En pocos años asesinaron muchos policías. Por cada agente muerto, el capo pagaba un millón de pesos, los suboficiales valían dos, los oficiales tres, los del bloque de búsqueda cinco. Por eso, la misión común era encontrar a Escobar. A Rosalba le correspondió apoyar labores para investigar el secuestro del congresista Federico Estrada Vélez.

 

Ocurrió el 4 de abril de 1990 y el grupo de Los Extraditables lo reivindicó. Para la familia del político fue un golpe duro ya que acababa de llegar a la ciudad, procedente del exterior, su hija Elena, y ese día tenía un almuerzo programado con ella. El comandante de la Policía de Antioquia dispuso buscar sospechosos en los alrededores de Medellín y su orden fue realizar puestos de control y requisar vehículos y transeúntes. Cualquier pista era importante. Esa mañana, Rosalba Montes no acudió a la biblioteca porque tuvo que apoyar a la Policía Metropolitana de Medellín. Por eso terminó en un operativo policial junto a dos unidades, oficial, suboficial y 20 estudiantes de la escuela.


El destacamento de uniformados se fue por una carretera gris donde se escuchaba correr el agua. Los dos grupos se dividieron para buscar al cautivo. Unos en una cascada, otros al lado de unos moteles junto a la vía.

 

Rosalba Montes habla con tranquilidad. No se escucha rencor en sus palabras y menos tristeza, ha contado tantas veces su historia que ya no le afecta. Tenía 21 años, toda una vida por delante. A pesar del miedo por lo que vivió siempre recalca que estuvo segura. “Aquí habían matado muchos uniformados, muchos compañeritos. De 18, 19, 20 años, el más viejo tenía 60 y no se quería retirar”. El día señalado ella fue la agente encargada del radio de comunicaciones. “Mis armas de dotación eran una Mini Uzi y un revólver, los otros compañeros tenían fusil. En breve quedé con un suboficial y 20 estudiantes. Un estudiante de apellido Araque le hizo señal de pare a un colectivo y alcancé a decirle que no se subiera al bus, sino que hiciera bajar a los pasajeros para requisarlos. Pero el estudiante no atendió la orden o no la entendió, se metió al vehículo, lo agarraron del cuello y lo bajaron como rehén”. Rosalba golpea la mesa, esta vez sin intención, con la prótesis. Recordar no es fácil. Pero a veces es necesario contarlo y descansar.

 

“El agresor era un hombre de unos 20 años, guapo, sin perfil de delincuente, a lo mejor víctima también. Todo con él pasó muy rápido. Cuando de repente gritó: ‘Ustedes me hacen algo y nos morimos todos’, le repliqué enseguida preguntándole por qué decía eso, y luego indagué si tenía una pistola ahí o era solo por desafiar. Todavía creo que estaba asustado. Lo cierto es que empezó a dar vueltas con el compañero agarrado del cuello. Nos miraba para ver qué acción podíamos tomar, mientras nosotros hacíamos señas para acordar la forma de reaccionar. Al otro lado de la vía, el sargento estaba paralizado. Yo no me atrevía a encender la radio porque no sabía cómo iba a reaccionar el delincuente. Alcancé a pensar que


cuando diera la vuelta lo podía dar de baja, pero súbitamente me dijo: ‘Sé que usted trata de eliminarme. Si lo intenta, es la primera que se muere’. Una religiosa que se bajó del colectivo se arrodilló y empezó a orar.

 

“El estudiante Araque que bajó del bus como rehén estaba verde. A su lado, el delincuente portaba una granada y una pistola. La granada estaba desactivada pero no tenía seguro. En un momento alzó los brazos y le vi detonantes, al menos tres cordones con explosivos. Si le disparábamos, la hermanita, los civiles y todos estábamos muertos, unas cuarenta vidas más o menos. Disimuladamente localicé por radio a una amiga en el CAD y el tipo de inmediato gritó: ‘O apaga ese radio o se muere’. No lo apagué, lo dejé activo para que al otro lado escucharan y tomaran las coordenadas. Alcancé a transmitir la referencia 929 que significa explosivos. Cuando llegó el apoyo apareció mucha gente del Ejército y la Policía y, cuando le iban a disparar, les advertí sobre los explosivos y la granada. Sin embargo, un francotirador lo dio de baja. Infortunadamente la granada cayó al piso y quedaron diez segundos para todos. Como en el sitio pasaba una quebrada me dije, ‘La puedo coger y tirarla. Cuando lo hice explotó en mi mano’”.

 

En ese suceso el único que murió fue el delincuente abatido. Al estudiante Araque, quien provocó el problema por su inexperiencia, se le abrió un poco el estómago, sin consecuencias. Al sargento se le fracturó la pierna derecha y otro estudiante perdió un ojo. “Yo perdí la mano y por poco pierdo la pierna porque la rodilla quedó destruida. Me salvé porque cuando llegué al hospital y me la iban a amputar, mamá no dejó. Pasé por tres hospitales para evitar la gangrena y la última inyección me la aplicaron en el hospital de San Vicente, donde me amputaron la mano. Por el ruido de la explosión quedé sin oír un buen rato y solo insistí en que no me operaran hasta que no llegara mamá. Entonces pararon la cosa.


Cuando ella llegó perdí el conocimiento, me sentí tranquila. Eran como las tres de la tarde. Lo último que le dije a mamá fue que estuviera tranquila, que había perdido una mano pero que el resto estaba bien”.

 

Días más tarde no faltaron los premios: la Medalla al Valor, la más alta condecoración que se le da a un policía o a un militar. La Medalla de Servicios Distinguidos. Un ascenso por actos heroicos, elegida como personaje del año en 1990 en las fuerzas militares y policiales en Colombia. Premio de Paz en Antioquia y, por primera vez, una mujer policía postulada al Premio Mujer Cafam. Dos años después de los hechos, Rosalba Montes salió pensionada de la Policía y se dedicó a estudiar. Empezó Derecho porque cuando estaba como agente de policía había emprendido esta carrera y lo hizo en la Universidad Autónoma de Medellín. No obstante, tuvo que parar sus estudios y su proceso de rehabilitación porque se fue a Brasil a buscar su prótesis. La periodista de El Colombiano Sonia Gómez, armó una campaña para que le dieran una buena prótesis. Mucha gente en Colombia conoció a Rosalba Montes gracias a esta exitosa iniciativa.

 

A pesar de lo que pasó, su hija Alejandra Delgado Montes también terminó como patrullera. Igualmente es una mujer alta, elegante, joven, con metas claras y futuro prometedor. Con el uniforme bien puesto que lleva con orgullo. “Gracias a ella nació el amor a la Policía porque es una mujer luchadora que siempre tiene metas. Para mí es un honor, un orgullo y un ejemplo a seguir”, precisa cuando habla de su madre. Le pregunto por el papel que cumple la mujer en la Policía y responde: “Es la cara bonita de la institución”. Rosalba Montes recobra la palabra y me cuenta cómo conoció al padre de sus hijos en la Policía y de qué manera la acompañó en el proceso de su accidente y formaron una familia. Aunque después se separaron, ella exalta que sigue siendo un excelente padre.


“¿Y cómo está sentimentalmente?”, pregunto. “Salgo con amigos, me divierto, bailo salsa, veo películas, pero no me gustan las de terror. Hago deporte, soy hogareña, me gusta hacer oficios de casa escuchando música”. Habla poco de sus hijos, pero asegura que son el motor de su vida. “Carlos Andrés es tecnólogo en sistemas y Alejandra, vivo retrato de su padre, quiere seguir la carrera de policía. Estoy segura de que le irá bien, es una mujer bella y juiciosa, hará un buen papel en la institución”, añade como pensando qué más decir. “Nunca les hablo mal de la institución”, manifiesta a manera de conclusión.

 

Quizás lo dice porque tiene un tema pendiente con la Policía y la Unidad Nacional de Víctimas. Lo explica subiendo el tono de sus afirmaciones: “El gobierno me tiene que reparar como víctima del terrorismo, así hayan pasado casi dos décadas”. La Unidad Nacional de Víctimas dice que fue un hecho causado por la delincuencia común, aunque Pablo Escobar hizo una guerra. Ella sabe que tiene cómo demostrarlo y lo reitera antes de agradecer y despedirse con un abrazo. Le digo que fue un orgullo saber de su valentía, y conocer a una mujer tan llena de positivismo para la institución y la vida. Después parto de Medellín con ganas de volver para recorrer palmo a palmo la Ciudad de la Eterna Primavera, con su gente cálida y, por supuesto, para seguir hablando con Rosalba Montes, una mujer de la que se aprende a vivir a pesar de las tormentas.




foto 1.Rosalba Montes, estudiante destacada del colegio Diego Echavarría, en su natal Antioquia.

foto2. En el año 1985, hizo    parte  del curso 009 de agentes femeninas en la Escuela de Carabineros



foto 3. finalmente en 1999 obtuvo su título en Psicología. Es uno de sus grandes orgullos.


foto 4. Rosalba Montes hoy   reside  en Medellín en compañía de sus hijos.





2. Cabo Segundo  Rosa María Sánchez



“Rosa María Sánchez supo desde el primer día     que      había sido asignada a una “zona caliente”, pero eso no le impidió adoptar una costumbre de confianza: saborear un tinto observando el panorama nocturno desde la puerta de la estación; era una noche tranquila y nada presagiaba que no pudiera terminar su café”.


Estoy viva

Por: Andrea Rojas Vega


 

El sonido de los mariachis que celebraban anticipadamente el día de la madre, la noche del sábado 7 de mayo de 1994, se interrumpió con el ruido estridente de la sirena de una ambulancia. Blanca Rosalba Bermúdez, quien hacía parte de la festividad, dijo a su vecina como presagiando el destino: “Mire, mija, unos sufriendo y otros celebrando, ¡esas son las ironías de la vida!”. No sabía  que la paciente por quien corrían para salvar su existencia era su propia hija Rosa María, quien acababa de recibir dos disparos a quemarropa, mientras trabajaba en la vecina estación de Policía del barrio La Victoria, situado al suroriente de Bogotá.

 

Tendida en la ambulancia, la cabo segundo Rosa María Sánchez nunca perdió el sentido y fue consciente de todo lo que sucedió a su alrededor. Del afán del médico y la enfermera que la acompañaban, de los sonidos de los aparatos para monitorear sus signos vitales, de los pinchazos en sus brazos para suministrarle medicamentos, del movimiento del vehículo que afanosamente se dirigía hacia el Hospital La Victoria. Se sentía sorprendida de la calma con la que asumió la situación. Podía morir y lo sabía, pero no sentía pánico. No diferenciaba si era la actitud de quien se entrega al destino y acoge a la muerte, o de quien luchaba por continuar en el camino de la vida con dos disparos en su cuerpo.

 

En medio de su indecisión respiró profundo y en cada bocanada de aire recordó el momento de orgullo en que inhaló de la misma manera, justo antes de pasar a recibir su insignia de grado como agente de la Policía Nacional, una tarde soleada de junio de 1987, en la Escuela de Carabineros. Parada en medio del campo de fútbol, como en el mismo centro del universo, con la espalda recta, el pecho en alto, su uniforme impecable y la mirada de satisfacción.


Eso sí, pesando varios kilos menos que cuando entró a la escuela para iniciar su formación como mujer policía. Por eso, su mamá repetía: “¡Cómo está de flaquita la niña! ¡Será que está pasando malos ratos!”. Para las dos, el proceso había sido más duro de lo imaginado.

 

El primer día en la escuela ubicada en la localidad de Suba, asumió desde el corte de su largo pelo café oscuro o el trajín de las levantadas a medianoche para hacer ejercicio cargando el colchón al hombro, hasta la comida que siempre le pareció insípida y pastosa, o la dureza de algunas mujeres oficiales que prohibían a las estudiantes hablar con los hombres. Incluso un oficial insistió en que las mujeres no debían estar en la Policía, pero al final del proceso de formación las felicitó de mano, una a una, y las llamó luchadoras. No fue una etapa fácil por su condición de hija consentida de la familia Sánchez Bermúdez, pero al mismo tiempo todos entendieron que ella había alcanzado un sueño.

 

La penúltima de siete hijos, que habitaba en una casa de rejas blancas situada en el suroriente de Bogotá, siempre quiso ser policía porque sentía que su destino era el servicio a los demás y este era un trabajo para lograrlo. Desde antes de terminar sus estudios de bachillerato en el Colegio Enrique Olaya Herrera, se imaginó vestida con el uniforme verde oliva, patrullando por las calles, lista a ayudar a los niños o a los más necesitados. Nunca tuvo temor a pesar de que, en esos días de la segunda mitad de los años ochenta, la guerra del narcotráfico se asomaba a las ciudades.

 

En ese momento, para Rosa María solo existía una palabra en su mente: servicio. Sus padres, Luis Eduardo Sánchez y Blanca Rosalba Bermúdez, le insistieron que buscara otra carrera, una que no fuera profesión de hombres o que las mujeres no se vieran “tan bruscas”. Un secretariado o contaduría quizá, insistían. Pero Rosa María tenía una meta en su corazón.


El río de su memoria se suspende cuando una voz la trae de vuelta a la realidad. Está en una camilla del Hospital La Victoria y una enfermera le pregunta afanosa a quién deben avisar. “¡No me deje morir!”, responde suplicante y una fuerza más allá de lo terrenal la llena de optimismo. “¡Esta batalla no la pierdo!”, se dice a misma y de nuevo respira profundo. En su mente están los rostros de sus padres, sus hermanos, sus sobrinos y especialmente el de su hija María Angélica, de tres años. Debe mantenerse con vida, volverse súper heroína para volver a abrazarlos. Además recuerda que ya casi es domingo, Día de la Madre, y que la tradición familiar es hacer fila, del mayor al menor de los hijos, para agradecer a Blanca Bermúdez el esfuerzo por sacarlos adelante.

 

Sus ojos se llenan de lágrimas. Uno de los impactos de bala atravesó su abdomen aunque no le causó daños mortales, pero el otro le afectó su columna vertebral. “Si sobrevive, no volverá a caminar”, escucha desde que ingresó al pabellón de urgencias. Inhala, exhala, cree que lo peor ya pasó, tiempo después recobra su conciencia y está en una habitación del hospital de la Policía Nacional, adonde fue trasladada. La noticia de lo sucedido se ha propagado en Bogotá, sus fotos sosteniendo una imagen del Divino Niño que le dio una amiga en la emergencia remarcan el hecho. “Cruenta arremetida guerrillera, cabo rechaza ataque del ELN y corre peligro de quedar inválida”, es el eco de las noticias. Ella solo cree que la justicia es de Dios y que su camino está por construirse.

 

                   La Victoria

El barrio La Victoria está situado sobre los cerros orientales de la capital, en la localidad de San Cristóbal. Es un sector en el que prevalece la pobreza y la ausencia del Estado, también abundan allí varias comunidades desplazadas por la violencia. Por eso, Rosa María Sánchez supo desde el primer día que había sido asignada a una “zona caliente”, pero eso no le impidió adoptar una costumbre de confianza: saborear un tinto observando el panorama nocturno desde la puerta de la estación. Una rutina para creer que podía intuir el ambiente del barrio con mirarlo y así prepararse para el servicio. Aquella noche del sábado 7 de mayo de 1994 parecía tranquila y nada presagiaba que no pudiera terminar su café.

 

Sin embargo, el sector era peligroso y en esos días se había    advertido  la presencia de milicias urbanas de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN). No era fácil distinguir amigos de enemigos porque la disposición de alguna gente en el barrio era ambigua. Dos semanas atrás, en un enfrentamiento con este grupo insurgente en el barrio Juan Rey, había sido asesinado un suboficial de la Policía y el agente que lo acompañaba quedó herido. Tan solo ocho días antes, una patrulla de su estación también fue atacada y crecían los rumores de que los guerrilleros iban a golpear de nuevo. La estación del barrio La Victoria fue ese capítulo elegido y el presagio se cumplió en la víspera de la celebración del Día de        la  Madre.

 

Antes de despedirse aquel sábado de mayo, cuando Rosa María fue a dejarle a su pequeña María Angélica, su mamá exteriorizó un comentario cargado de amor y de preocupación: “Cuídese mucho, mija”. Ella la tranquilizó, aunque le hizo una promesa que no pudo cumplir. Cuando Blanca le preguntó si iba a visitarla para la celebración del Día de la Madre, respondió confiada: “Claro que sí, mañana vengo”. Blanca y la pequeña María Angélica se quedaron paradas en la puerta diciéndole adiós con la mano y Rosa María, que había prestado seguridad en varios ministerios y en algunos juzgados, que realizaba patrullajes y requisas sin temor, que le encantaba trabajar con los niños y ya era subcomandante de estación, partió a cumplir su cita con los violentos. 


Ese sábado 7 de mayo, no estaban disponibles todos los uniformados de la estación, pues como empezaba el fin de semana, muchos habían pedido permiso para permanecer con sus familias. La subcomandante Rosa María Sánchez se vio obligada a asignar el personal disponible a las labores prioritarias de seguridad. Era la única mujer en la estación y, a pesar de su autoridad, sus compañeros, además de acoger sus órdenes, la protegían y acompañaban a los servicios complicados. Esa noche recibió por radio el mensaje de reunir a los motorizados en el barrio San Cristóbal para una misión especial. Ella quedó al frente de la estación junto al agente Campo Elías Hernández y otros integrantes de la unidad policial salieron a cumplir diversos operativos de la jornada.

 

Con su habitual taza de café caliente en la mano, desde su mirador personal, salió a cumplir con su rutinaria mirada de inspección. Eran casi las once de la noche. En el silencio circundante solo se oían los ecos de una fiesta cercana. Súbitamente pasó una pareja que Rosa María perdió de vista cuando dobló la esquina y, breves segundos después, la mujer reapareció pidiendo ayuda a gritos porque presuntamente a su esposo lo habían atracado. El agente Campo Elías Hernández tomó la iniciativa y acudió a verificar. Rosa María se quedó expectante en la estación buscando refuerzos. De pronto se oyó un disparo y ella pensó que habían atacado a su compañero, por eso salió corriendo. No tuvo miedo ni preocupación para reaccionar, necesitaba auxiliar a su colega.

 

A pocos metros de la estación lo encontró en un apremio extraño: traía retenido a un hombre y lo empujaba sosteniéndolo por la camisa, pero detrás venían varias personas amenazándolo y pidiéndole que soltara de inmediato a su capturado. Sin preguntas ni aclaraciones, únicamente acción, Rosa María Sánchez corrió a ayudar al agente Campo Elías para conducir al detenido a la estación y allí aclarar la situación y tomar decisiones. Pero súbitamente, al lado del detenido apareció un hombre que clavó sus ojos en ella como si fuera una fiera a punto de atacar. Antes de


que entendiera lo que pasaba, logró ver la pistola que le apuntaba a escasos centímetros y escuchó el disparo que la derribó.

 

Su compañero reaccionó y también disparó. Ella quedó tendida boca abajo en el suelo, sangrando, incapaz de defenderse y oyendo más disparos a su lado. Otro impacto dio contra su humanidad y lo sintió como un calor abrazante. De repente dejó de sentir su cuerpo y supo en ese instante que no iba a volver a caminar. Uno de los atacantes se acercó a ella, la dio por muerta y se llevó su radio y su arma de dotación. Además se despidió de ella con el peor de los insultos, un putazo cargado de odio y sin remordimientos. Paradójicamente, horas después, el hurto de estos elementos fue determinante para capturar a los atacantes en el barrio Santa Isabel y así desmantelar la célula guerrillera.

 

Cuando la lluvia de balas cesó y las voces y pasos se alejaron, únicamente quedó el silencio de la noche. Rosa María Sánchez alzó su cabeza y vio el cuerpo sin vida, destrozado por las balas, de su compañero Campo Elías Hernández. En ese instante sintió pánico de morir, de que los atacantes se dieran cuenta de que podía moverse y la remataran, así que permaneció quieta, como si estuviera muerta. Pasaron minutos que parecieron horas y recobró su movimiento cuando escuchó a uno de sus compañeros gritando: “¡Mataron a mi cabo!”. Entonces ella rompió su silencio, sacó fuerzas de donde pudo y con voz firme y la actitud que hasta hoy la sigue acompañando en todo lo que hace, exclamó: ¡Estoy viva!

 

El mismo grito que ratificó el pasado 20 de julio durante la celebración del Día de la Independencia Nacional. Como desde el primer momento de su graduación en la Escuela de Carabineros, esa mañana revisó su uniforme, detalló su placa y cada insignia lograda en su recorrido en la institución, y luego acudió orgullosa al tradicional desfile militar. Entre aplausos, gritos y flores que la gente arrojó a su paso, ella entendió más la contundencia de su expresión aquella noche triste de mayo de 1994. “¡Cuánto camino recorrido! ¡Cuántos obstáculos superados!”, pensó una y otra vez. Ahora lucía orgullosa su uniforme entre sus compañeros, sentada sobre su silla de ruedas.

 

“Policía un día y policía toda la vida”, se define hoy a sí misma y, tras un largo suspiro, recuerda cada momento de lo que tuvo que vivir y volver a aprender durante largos años. Desde vestirse sola, voltearse en la cama o bañarse, todas tareas que se volvieron titánicas pero que poco a poco fue dominando e hizo suyas. Evoca también la primera vez que vio su silla de ruedas y tuvo que sentarse en ella. Ese día, su familia creyó que iba a ser el momento en el que Rosa María Sánchez iba a quebrarse del todo, pero ella simplemente anunció que esa silla iba a ser el símbolo del triunfo de su vida sobre la muerte. Por eso la convirtió en una herramienta más para transformar su inobjetable vocación de servicio.

 

Con el paso del tiempo, se divorció de su esposo, pero encontró un lugar especial en su familia. Además estudió administración de empresas, aprendió a manejar y compró un carro con el que se hace cargo de llevar a sus papás a las citas médicas. Curiosamente es la única mujer de su casa que sabe conducir. Por esa razón, cada cierto tiempo programa un viaje con su familia, con ella al volante, y recorre las carreteras del país sintiéndose libre y poderosa. Ahora conoce la verdadera fuerza para superar cualquier adversidad, y de lo que puede ser capaz una súper heroína como ella, quien nació, en sus propias palabras, totalmente desprovistas de odio, en lo que denomina “el día de mi accidente”.

 

El desfile del 20 de julio o del Día de la Independencia se abre paso lentamente por las calles del occidente de Bogotá y, al pasar por uno de los palcos, en las graderías Rosa María Sánchez ve a su hija María Angélica, quien la saluda con su mano en alto.


Ya tiene 25 años, es su mejor amiga, su mayor motivación, su orgullo personal, su compañera de lucha. Juntas transitaron un camino de dos décadas y ahora sabe que el mejor legado para ella es su ejemplo de perseverancia y empeño, la capacidad de decirle que nada les puede quedar grande. María Angélica sabe que, al día siguiente, su madre cumplirá con su disciplina de incansable deportista.

 

La esgrima es el deporte paralímpico que se convirtió en el bastión de su fortaleza física y mental. Primero practicó la natación, luego el tiro, pero después encontró una nueva pasión: el deporte de las espadas. Todos los días ensaya y cuando llega al salón de entrenamiento, sus compañeros, todos hombres, todos en sillas de ruedas, sonríen desde que llega. Entre los ruidos de los metales y las luces verdes y rojas de los interminables duelos, han construido un ambiente de igualdad en el que todos se sienten campeones. Rosa María se deleita, el deporte le produce sonrisas de gusto, las mismas con las que salía a trabajar cada mañana, rumbo a la estación de La Victoria.

 

Muchas otras cosas han cambiado en su vida. El Día de la Madre se volvió a celebrar en casa, solo que ahora la familia agregó una nueva tradición: se conmemoran los años de la segunda vida de Rosa María. Incluso, quince años después de aquel mayo de 1994, llegó vestida de rosa, como una quinceañera plena de ilusiones. Lo recuerda mientras respira profundo, como si quisiera capturar todos los momentos. Es su foto mental que atesora siempre.

 

La gente en el desfile no conoce esa historia, pero igual le grita emocionada porque sabe que saluda a un héroe. Su hija observa con lágrimas de orgullo. Rosa María Sánchez Bermúdez, ahora cabo primero de la Policía Nacional, se siente afortunada porque sabe que otros vivieron situaciones como la suya, pero no pudieron compartir su historia.




foto 1. La imagen de Rosa María sosteniendo una imagen del Divino Niño, inundó los medios de comunicación de la época

foto 2. La cabo primero siempre participa orgullosa del desfile del 20 de julio.




  • El esgrima se ha    convertido en su fortaleza física y mental. Ahora representa al país en torneos internacionales.
  • Rosa María Sánchez vive en Bogotá con su hija María Angélica y sus papás. Dedica su tiempo al deporte y a su familia




3. Patrullera Mónica del Pilar Murcia Otálvaro




“Fue una excelente estudiante, con energía para conquistar el mundo, aunque también disfrutó la simplicidad de jugar con sus amigos en las tranquilas calles del barrio. Cuando le preguntaban qué iba a hacer cuando fuera grande, su respuesta siempre fue inequívoca: policía o maestra”.


A veces lo eterno cabe en un instante

Por: Irma Yenny Rojas Jovel

 

Una casa esquinera con rejas situada en el barrio Rincón Campestre de Chinchiná (Caldas) es el lugar donde más viva permanece. Al entrar, su presencia se impone desde el comedor. Una fotografía de medio cuerpo, casi en tamaño real, la recuerda con su carácter extrovertido y generoso, su carismática sonrisa con su uniforme verde. Es sábado 29 de octubre de 2016. La misma fecha, catorce años atrás, fue su sepelio, un día de apagón profundo en la familia, a la que le ha costado mucho reponerse. Todavía no se acostumbra a la ausencia de Mónica del Pilar Murcia Otálvaro, víctima de un atentado de la guerrilla de las FARC en el departamento de Arauca. Nacida el miércoles 25 de abril de 1979 en el templado municipio de Chinchiná, corazón del triángulo del café, Mónica del Pilar fue la hija mayor de la profesora Consuelo Otálvaro y madre de crianza de sus hermanos Nelson y Mario. La maestra refiere que desde que se supo embarazada sabía que esperaba una niña y que ella después se convirtió en su compañera permanente en la escuela rural donde ejerció muchos años como educadora. “Nació con carisma”, insiste Consuelo, y luego cuenta que, mientras dictaba clases, Mónica del Pilar dormía en una hamaca colgada en una de las esquinas del salón. Cuando se despertaba, espontáneamente alguno de los estudiantes de la escuela “corría a cargar la niña, era muy querida”.

 

Mónica del Pilar la acompañó hasta que empezó su tercero de primaria. A partir de ese año escolar, pensando en ampliar sus posibilidades académicas, su madre la matriculó en el colegio Santa Teresita, situado en el perímetro del pueblo. Fue la primera vez que se separaron. Fue una excelente estudiante, con energía para conquistar el mundo, aunque también disfrutó la simplicidad de jugar con sus amigos en las tranquilas calles del barrio. Cuando le preguntaban qué iba a hacer cuando fuera grande, su respuesta siempre fue inequívoca: policía o maestra. “Tengo dos hermanos policías y cuando íbamos de visita a su casa, ella se ponía sus uniformes y se hacía tomar fotos. Le encantaba verse como patrullera”, evoca Consuelo Otálvaro.

 

Mónica siempre fue sonrisa y alegría, fue el alma de las fiestas. La de sus 15 años se celebró con una parranda memorable que duró hasta el amanecer. En sus horas libres jugaba baloncesto y disfrutaba mucho las caminatas para recorrer los paisajes de sus montañas cafeteras. Leía, escuchaba música, cantaba, hacía permanentes bromas a sus hermanos y descansaba en una habitación que decoraba siempre con motivos de Coca-Cola y afiches de artistas de época. Cuando terminó el colegio hizo un curso para facilitar su ingreso a la Policía y luego se presentó al proceso de incorporación en agosto de 1998. “En esa época no era fácil que una mujer entrara y en la zona se presentaron muchas,180. Pasaron cinco, entre ellas Mónica”.

 

El día que recibió la noticia de que había sido admitida en la Policía Nacional lloró porque su sueño personal se hacía realidad, pero también porque alcanzarlo implicaba dejar a su familia. “Tengo sentimientos encontrados. Una alegría impresionante pero también tristeza porque me voy y tenemos que separarnos”, fue el comentario a su mamá. Casualmente, ese mismo día, su hermano Mario hizo la primera comunión, “Salió de casa con el cabello largo, muy lindo y cuando la estábamos esperando para las fotos, regresó con el cabello corto, como un niño. Luego se enteró de que no tenía que cortárselo tanto”, señala entre risas Mario Murcia. Tiempo después Mónica del Pilar empacó sus maletas y viajó a Bogotá para usar por primera vez el anhelado uniforme.


                 El instante del sueño y del terror

“Llegamos a Bogotá muy jóvenes, a los 18 años, solteras, entonces empezamos la vida policial de la gran ciudad. Desde el primer día, Mónica del Pilar se destacó por su independencia y su alegría. Además tenía mucha vocación para ser policía. Le apasionaba serlo”, recalca Marcela Vélez, compañera de escuela y amiga personal. Del tiempo que compartieron juntas en la escuela y en la vida, destaca lo que significó aprender a su lado el amor por el servicio y recuerda cómo lloraban juntas al saberse lejos de sus amigos y familias. “Cuando regresaba a Chinchiná, después de varias horas en bus desde Bogotá, a la hora que fuera era parranda fija con los vecinos. Con ella regresaba la alegría y cuando se iba se imponía la tristeza”, agrega su madre Consuelo.

 

El 24 de agosto de 1999, Mónica del Pilar se graduó como patrullera de la Policía Nacional en la Escuela Gonzalo Jiménez de Quesada en Sibaté (Cundinamarca) y, en su primera misión, quedó asignada a la Dirección de Investigación Criminal e Interpol en Bogotá. El primer mes lo vivió en casa de una tía y luego entró a compartir apartamento con dos compañeras de curso. A sus 20 años, la experiencia de vivir sola empezaba todos los días en la abnegada actividad policial y terminaba en la noche con largas conversaciones telefónicas con su familia. “Fueron momentos felices, de buenas amigas, no teníamos nada y empezamos comprando desde las camas, pero cuando todas las tuvimos nos tirábamos encima de ellas encantadas”, apunta Marcela Vélez.

 

El amor apareció con un compañero de escuela de origen guajiro, explosivista, que desafortunadamente encontró la muerte en cumplimiento de su deber. Le costó reponerse. Después la recuerdan con otros amores, pero ninguno como ese. Mónica del Pilar siempre quiso formar una familia y ser educadora, como su mamá. Por eso, mientras llegaba ese desafío de hogar empezó a estudiar una licenciatura en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia, siempre aguardando con fe un traslado al Eje Cafetero para vivir cerca a su familia. A principios de 2002 creyó que la destinarían a Manizales. “Vino a despedirse, a celebrar mi cumpleaños el 3 de mayo y a los ocho días volvió porque era el Día de la Madre y me hizo fiesta con mariachis y todo. Estaba pendiente del traslado pero al final no supe qué pasó. Nunca contó por qué no se dio”, detalla Consuelo.

 

“Estaba ilusionada por irse a Manizales. En esos días la vi llorar varias noches por situaciones en el trabajo y finalmente su destino fue Arauca, no hubo poder humano que cambiara esa decisión”, rememora su amiga Marcela Vélez. Y así fue. En julio del 2002 fue trasladada al departamento de Arauca, en la región de los Llanos Orientales, zona limítrofe con Venezuela. En un año cargado de tensiones políticas nacionales e internacionales porque acababa de ser elegido para la Presidencia de la República Álvaro Uribe Vélez y porque el mundo no salía de su asombro por los atentados ocurridos diez meses atrás contra las Torres Gemelas de New York, en una secuencia de violencia terrorista que dejó 3.000 víctimas mortales y que marcó el inicio de una guerra mundial contra el terrorismo, que no demoró en tener réplicas en Colombia.

 

El mundo y el país habían cambiado y Mónica del Pilar Murcia llegaba a una zona de la guerra colombiana tocada por esas transformaciones. El proceso de paz con las FARC, emprendido por el gobierno de Andrés Pastrana en 1998, había fracasado y ahora eran protagonistas los operativos de retoma de la Fuerza Pública de los 42.000 kilómetros cuadrados en los que se desarrolló la zona de distensión para los diálogos de paz. En la memoria reciente del país pesaba el secuestro de un avión de la empresa Aires en que viajaba el presidente de la Comisión de Paz del Senado, Jorge Eduardo Gechem, el 20 de febrero, hecho que precipitó el fin de la negociación; o tres días después, el plagio de la candidata presidencial Ingrid Betancourt y de su fórmula a la vicepresidencia Clara Rojas.

 

El jueves 11 de abril de 2002, haciéndose pasar por miembros de la fuerza pública, las FARC se habían tomado la sede de la Asamblea Departamental del Valle del Cauca para secuestrar a 12 diputados. Pocos días después, el jueves 2 de mayo, la misma guerrilla perpetró uno de los atentados más lesivos de su historia: la masacre de Bojayá, en el departamento del Chocó. El suceso ocurrió hacia las diez de la mañana, cuando un cilindro-bomba rompió el techo de la capilla San Pablo Apóstol, en momentos en que cerca de 300 pobladores trataban de refugiarse en el templo para huir de un violento enfrentamiento entre las FARC y el paramilitarismo. La iglesia de Bojayá voló en pedazos y murieron en ella 109 personas, entre ellas 47 menores de edad. Otras 150 víctimas quedaron mutiladas o con graves heridas.

 

Ese era el agitado panorama nacional de violencia que prevalecía en Colombia cuando Álvaro Uribe Vélez, con un discurso de mano dura contra la subversión a la que denominó “narcoterrorismo”, ganó el 26 de mayo de 2002 las elecciones presidenciales en primera vuelta, con el 53% de los votos sufragados. El miércoles 7 de agosto de ese mismo año tomó posesión, en medio de un ataque de las FARC con morteros en Bogotá, que dejó 17 personas muertas y 40 heridas en varios puntos de la ciudad. La reacción del nuevo mandatario fue declarar de inmediato el estado de conmoción interior y dictar medidas extraordinarias de orden público para hacerle frente a la guerrilla. Un intenso comienzo de mandato en el que la acción de la fuerza pública en algunas regiones se incrementó notablemente, entre ellas en Arauca.


                El día señalado

En el marco de su política de Seguridad Democrática, el presidente Uribe identificó varias zonas como prioritarias para recobrar el control del Estado y les dio categoría de Zonas de Rehabilitación y Consolidación, con amplias facultades a las Fuerzas Armadas para restablecer el orden público. Una de esas regiones elegidas fue el complejo departamento de Arauca, particularmente en tres de sus municipios: Arauca, Arauquita y Saravena. Por esa razón, el día 28 de octubre de 2002 el primer mandatario decidió viajar a la capital araucana para formalizar sus decisiones. La patrullera de la Policía Mónica del Pilar Murcia, quien apenas llevaba tres meses en la región, fue asignada para integrar el equipo de seguridad que, desde los días previos a la presencia de Uribe en la ciudad, debía encargarse de preservar el orden público.

 

Con cierta inquietud, por esos días Mónica se lo manifestó a su amiga Marcela Vélez y también a su mamá. “El miércoles en la noche hablamos y comentó que iba a ir el presidente y que a ella le tocaba apoyar el servicio de seguridad. La noté muy pensativa porque en esos días en Arauca pasaban cosas muy graves y la presencia del Mandatario en la región representaba un riesgo para todos”, refiere su amiga Marcela Vélez. “Hablamos el sábado por teléfono y estaba muy contenta porque le habían dicho que después de la visita a Arauca le iban a dar unos días de permiso. ‘Pasa la visita del presidente Uribe y probablemente al otro día me voy para Chinchiná’”, fueron sus explícitas palabras. Esa también fue la última conversación telefónica de Consuelo Otálvaro con su hija patrullera.

 

El lunes siguiente, Consuelo Otálvaro se levantó y emprendió su rutina laboral de cada día. Salió a trabajar a la escuela rural de Chinchiná y en el camino se encontró a un amigo de Mónica del Pilar. Hablaron de ella y Consuelo le comentó que esa semana la esperaban en el pueblo. Eran aproximadamente las 6:15 de la mañana. A esa misma hora en Arauca, en la calle 17 con carrera 16 de la ciudad, un grupo de técnicos antiexplosivos de la Policía aseguraba una zona donde la guerrilla de las FARC había dejado abandonado un automóvil Ford Sedán, identificado con placas AVM987 de Venezuela. Mientras acordonaban el sector y alejaban a la población civil, el subintendente de la Policía, Nelson Lizcano, se aproximó al automotor y advirtió que en su interior había dos cilindros, seguramente con explosivos y metralla.

 

Sin embargo, apenas tuvo tiempo de reaccionar. La detonación se produjo y el subintendente murió de forma instantánea. La patrullera Mónica del Pilar Murcia, que lo acompañaba, fue impactada por una esquirla en la parte posterior de su cabeza. Un niño que pasaba en bicicleta voló lejos por la onda explosiva. “Acababa de llegar a la escuela cuando entró una llamada de una amiga con una pregunta directa: ‘¿Ya oyó noticias?’. Le contesté en tono de broma: ‘No, mija, ¿a qué hora?, ¿usted cree que yo me levanto a qué?’. Ella replicó: ‘Llame a Arauca’. Me pasó un frío, como un vacío, una cosa horrible. Fui a buscar la libreta de teléfonos y entró otra llamada, esta vez de la Policía. ‘¿Hablo con la señora Consuelo?’, dijeron. ‘¿Qué le pasó a mi muchacha?’, pregunté. ‘Lamentamos informarle que su hija falleció’. Hasta ahí me acuerdo”, narra entre llanto.

 

Paradójicamente, su compañera Marcela Vélez había madrugado ese día de octubre de 2002 a las exequias de un compañero policía y, camino a la misa, escuchó las noticias y se enteró del atentado en Arauca. “Cuando escuché lo del carro bomba y dijeron que había muerto una mujer policía, se me vinieron las lágrimas. El corazón me dijo que era ella. Aunque no dieron su nombre, sentí que era Mónica del Pilar”, recuerda. Para todos fue un día muy largo. Consuelo no encuentra consuelo desde entonces. Ese día Nelson corrió al colegio a informar a su hermano Mario lo que había sucedido. Lo sacaron de su clase de álgebra para darle la noticia en la rectoría. Marcela Vélez pidió unos días de permiso para viajar hasta Chinchiná y acompañar por última vez a su amiga. Inicialmente se lo negaron, al final pudo lograrlo.

 

“No le puedo dar vacaciones porque no es un familiar suyo, me dijeron varias veces. Pero yo insistía en que Mónica era como mi hermana, y lloré mucho, hasta que hablé con la secretaria del director de la escuela de formación, quien la había conocido, y fue ella quien le dijo a mi superior: ‘Por favor, entiéndala, es un dolor muy grande, ellas dos eran casi como hermanas’”. Ese mismo día, hacia la media noche, Marcela Vélez llegó a Chinchiná, donde el hecho ya causaba la misma conmoción que había provocado en Arauca. Las calles del barrio en el que creció Mónica del Pilar se atiborraron de gente para despedirla. Su cuerpo sin vida fue trasladado en el avión presidencial hasta el departamento de Caldas y, sobre las once de la noche del 28 de octubre del 2002, fue llevado al municipio de Chinchiná en un ataúd café.

 

“Por la mañana del 29 de octubre la vi. La imaginaba destrozada. La traían en una caja de lata dentro del ataúd y pedí que la sacaran. Venía con su uniforme puesto y no quise que la cambiaran porque a ella siempre le gustó usarlo, siempre se sintió feliz así. Le limpié la cara que estaba un poco ensangrentada y, al tocar su cabeza, palpé el hueco que me la mató. Después supe que ella salió corriendo para que el niño que iba en bicicleta no pasara cerca del carro bomba. Cayó después de la explosión, se levantó, dio como tres pasos y volvió a caer. Un compañero agregó que murió ahí mismo en el sitio, aunque alcanzó a ser llevada a un hospital porque dijeron que tenía signos vitales”, narra Consuelo Otálvaro entre pausas y suspiros.

 

Ese martes 29 de octubre de 2002 amaneció tan gris como el color de la iglesia donde se desarrollaron las exequias en Chinchiná. Muchos vecinos, compañeros de la Policía y amigos de la familia visitaron incrédulos la funeraria para dar el último adiós a Mónica y acompañar a Consuelo Otálvaro y sus hijos. Hacia las tres de la tarde, justo cuando los asistentes se preparaban para salir hacia la iglesia, el cielo empezó a llorar. En medio de un torrencial aguacero, el cortejo fúnebre llegó a la Basílica Menor de Nuestra Señora de Las Mercedes. Acudió tanta gente que se llenaron las cuatro hileras de bancas de madera. Mucha gente quedó de pie, recostada en las doce columnas de la iglesia. Incluso en las puertas. “Exactamente como ella lo quería”, añade Consuelo.

 

Su memoria alcanza para insistir en que, de alguna manera, como se lo escuchó también decir a Marcela Vélez, su hija Mónica del Pilar presentía su destino. “Un día estábamos hablando y le dije: ‘Ay, mija, si llego a faltar, qué tristeza dejarlos solos’. Ella contestó: ‘Es que yo soy la que me voy a morir primero, madre, yo no soy capaz de enterrarla, le va a tocar a usted, que es más guapa. Si me muero primero, me gustaría que fuera mucha gente a despedirme y que me cantaran en la iglesia’. Esa vez la interrumpí: ‘Dejemos de hablar bobadas que eso no va a pasar nunca y, además, por ley yo soy la más vieja, yo me tengo que morir primero’”, expresa contrita.

 

                Lo irreparable

Mónica del Pilar Murcia Otálvaro fue una de las cuatro mujeres policías que murieron en el departamento de Arauca en 2002 y de las 31 que han muerto en esa misma región por acción de la violencia. Ese terrible año 2002 fue también una de las 181 que murieron en todo el territorio nacional, de los 4.516 policías que policías que ese año fallecieron a causa de la guerra y de los

75.000 policías víctimas que ha dejado la confrontación armada en Colombia. En ese desolador balance estadístico, también es una de las 79.187 personas incluidas en el Registro Único de Víctimas en Arauca y de las 8.022.919 víctimas que ha dejado el conflicto armado en el país. Una inmensa cifra que parece increíble pero que es cierta, y que duplica ampliamente toda la población de Uruguay o iguala la de Nueva Guinea, Israel o Suiza.

 

“Si Mónica estuviera hoy, seguiría muy activa porque tenía toda la vocación del mundo. Estuvo en el grupo de delitos contra la vida, se apasionaba con las investigaciones y la justicia, era feliz portando el uniforme. Soñaba con tener hijos, un niño y una niña, teníamos el compromiso de que sería la madrina de los míos y yo de los suyos”, insiste Marcela Vélez. Ella, como Consuelo Otálvaro, sabe que fue una pérdida irreparable, que el vacío que dejó su ausencia es infinito y que el dolor es brutal. Después de 14 años, todos se sienten incompletos. “Nos falta su alegría”, apunta Mario Murcia. Y señala su foto sonriente, con el recuerdo intacto de sus palabras que siguen guardadas en su memoria como un tesoro agridulce. Agrio por el dolor de su prematura partida y dulce por la lección de amor que les enseñó a pesar de su corta vida.

 

“Aprendí que la vida es un instante. Después de la muerte de Mónica empecé a inculcar a mis hijos y nietos que lo disfruten todo porque en un segundo nadie sabe qué va a pasar”, puntualiza Consuelo Otálvaro. Sin embargo, es una filosofía de vida que le costó mucho. “Al principio me entregué a la pena, hasta que los muchachos tuvieron que sacudirme y recordarme que también ellos eran hijos y que me necesitaban. Entonces tuve que sacar fuerzas de donde no tenía y gracias al Señor aprendí a perdonar, a pesar de que sigo viviendo con el dolor intacto”. Es un desafío personal y una práctica cotidiana de fe y espiritualidad, aunque confiesa que hay reflexiones que le cuestan, como tratar de entender la terquedad el expresidente Uribe por la confrontación. Le tiene rencor, cree que puso a otra gente de carne de cañón pero a la suya no le tocó la guerra.


Consuelo Otálvaro mantiene viva su esperanza de otro país posible, donde las familias no sufran tragedias iguales a la suya. “Estoy de acuerdo con que se firme un acuerdo con la guerrilla porque sé lo que es perder una hija en la guerra y no quiero que otros tengan que sufrirlo. No es fácil, pero hay que buscar la forma, hay que pensar en las familias de las víctimas, por eso anhelo la paz”. Entre tanto, en un osario de la Basílica de Nuestra Señora de Las Mercedes de Chinchiná reposan los restos de su hija. Una luz que se apagó a los 23 años. No le alcanzó el tiempo para hacerse licenciada. Hoy es la tía que no conocieron Tomás, Naomi y Luciana o la madrina de Juan Esteban. La policía que, según lo recalca su gente, le profesa amor profundo, quería afrontar muchos retos pero su vida duró un instante. Ahora su presencia es eterna.



  • A Mónica del Pilar Murcia le encantaba    leer, la música y cantar
  • Sus amigos la recuerdan como alegre, extrovertida y con un amor profundo       por su familia

  • Tenía clara su vocación de servicio. Quería ser profesora  o  policía
  • Su familia vive en Chinchiná (Caldas), Mónica estará presente eternamente en sus corazones.



4. Patrullera  Leidy Yorladis Ospina Tejada


“La joven patrullera, que siempre se supo destinada al sacrificio, entendía que en algún momento su familia iba a asumir el costo de su camino elegido. Lo que nunca dimensionó fue el vacío que dejan los  héroes, profundo, insuperable, con la imborrable marca de guardar banderas y medallas que nunca se quisieron, o exaltaciones que no pueden sanar heridas cuando se pierde a una hija, una hermana, una nieta o una amiga”.


El camino valiente de Leidy

Por: Álvaro Velandia Ortiz

 

Cuando a la patrullera Leidy Yorladis Ospina Tejada le informaron que su primera ocupación como uniformada de la Policía se realizaría en el departamento del Cauca, sentenció en una frase su destino. Antes de partir y en tono de broma comentó a su madre, Yacelli Tejada: “Lo único que siento es que le va a tocar pasar muy duro porque la van a poner a andar con una bandera grande, así que tiene que estar gordita y alentada para que la lleve”. Yacelli Tejada reconoce que en ese momento su hija escondía una tristeza que se asomaba en cada uno de sus comentarios. Ella sabía que tarde o temprano le iba a costar la vida su carácter incorruptible y su actitud de ayudar a la gente, dos condiciones que, desde sus 19 años de edad, se convirtieron en el sentido de su existencia.

 

Esa bandera le fue entregada a Yacelli Tejada el día en que la Escuela de Policía Carlos Holguín Mallarino de Medellín le rindió homenaje póstumo a su hija Leidy Ospina. La joven patrullera, que siempre se supo destinada al sacrificio, entendía que en algún momento su familia iba a asumir el costo de su camino elegido. Lo que nunca dimensionó fue el vacío que dejan los héroes, profundo, insuperable, con la imborrable marca de guardar banderas y medallas que nunca se quisieron, o exaltaciones que no pueden sanar heridas cuando se pierde a una hija, una hermana, una nieta o una amiga. La bandera, junto a las fotos y objetos personales, hoy reposa en una estantería de la casa de la familia Ospina, situada en el popular barrio Robledo Aures, en las comunas de Medellín.

 

En las paredes de su casa materna siguen colgados los diplomas y reconocimientos que Leidy obtuvo como patrullera. Un reloj con los emblemas de la Policía manifiesta la gratitud que Héctor Ospina y Yacelli Tejada todavía tienen por la institución.


Las fotografías de su hija la descubren sonriente, amable y feliz, porque ella era la alegría de la familia. Lo demostró desde pequeña por su compromiso con sus padres y su hermana Astrid Ospina, manifiesto en cartas que su madre conserva, con la original mala ortografía de su remitente. Es un manojo de papeles de distintos colores que Yacelli guarda cuidadosamente como su mayor tesoro, con escritos cortos en los que se advierte cómo, desde pequeña, a Leidy no le interesaron los juguetes o la ropa sino el bienestar de sus padres.

 

Por eso nunca tuvo temor para caminar por las calles del barrio Robledo Aures 2, marcadas por la violencia. Su padre Héctor Ospina insiste que siempre vivieron en esa zona, en una época en la que deambulaban muchos combos peligrosos que “no se podían ni ver”. Era un sector popular de la capital de Antioquia donde las fronteras se defendían a sangre y miedo. Un sitio donde se pagaba con la vida el intento de cruzar esas fronteras por parte de algún adversario. La propia Policía admitía que era difícil ingresar a esas comunas y que en un momento llegaron a ser territorios vetados. Esa fue la realidad que Leidy Ospina vivió desde niña sin que se amedrentara, “porque siempre fue una mujer echada pa’ lante, a quien le gustaban los retos y no le tenía miedo a nada”.

 

Su hermana Astrid agrega que de niñas no las dejaban salir a la calle porque había mucho consumo de droga en el barrio. No recuerda balaceras pero el acoso permanente de los delincuentes. “Como nos veían juiciosas, sanas, se les abría la mente para dañarnos. Además vivíamos en el sector donde quedaba el paradero de los buses y siempre había hombres que nos cuidaban”. Héctor, un hombre de aspecto musculoso y trabajador, fue estricto con el cuidado de sus hijas. Incluso cercó su casa con rejas para mantenerlas alejadas de la realidad violenta circundante. “Leidy tenía muchos amigos, era sociable, amiguera, le iba bien con los tipos. Íbamos a una que otra fiesta con mamá”, insiste Astrid Ospina, quien admite que su hermana Leidy superaba su contexto.

 

Vivieron en un ambiente difícil pero la protección de la familia las alejó de la violencia callejera. En contraste, Leidy Ospina  nunca estuvo conforme y cuestionaba con dureza a los líderes de las bandas por la forma como la vecindad tenía que soportar sus acciones. “A eso toca ponerle solución, mire qué abusos”, manifestaba constantemente a su madre cuando los delincuentes ostentaban impunemente su poder armado, que parecía imbatible. Siempre los llamó “desadaptados” y comentaba que “tocaba meterle la mano” a ese problema. En últimas, le afectaba mucho ese universo. Nunca estuvo conforme, se declaraba frustrada. En el fondo, permanecía aburrida y acostumbraba a preguntar a su madre por el sentido de la existencia, estaba harta de injusticias y no entendía a qué se venía al mundo.

 

Tuvo un período oscuro en su adolescencia, marcado por la afición al heavy metal y su tendencia a vestir ropa de color negro. Incluso quiso ser rockera en una ciudad en la que muchos jóvenes, a través de esta música estridente, manifiestan su inconformismo y su rabia. Se sentía sola y acostumbraba comentar a sus padres que “era mejor irse para dejarlos descansar”. La muerte fue tema recurrente de sus conversaciones. No soportaba la vanidad del mundo, no tenía ilusiones. Su padre buscó una solución extrema y un día que se pintó las uñas de negro le dio una tremenda pela. “Llegué del almacén y encontré que le había dado correa porque a veces tocaba pararla en la raya”, relata Yacelli Tejada, nostálgica porque fue una de las pocas veces que su hija Leidy fue castigada     con  severidad.

 

“Yo voy a ser la mejor policía del mundo. Prepárese porque  esto lo llevo en la sangre”, decía Leidy a su madre cuando hablaba de la Policía. “Tomó esa decisión porque el barrio era peligroso y llegó un momento en que las niñas ni siquiera podían bajar a la tienda cercana”. Además, nunca se conformó con quedarse encerrada y concluyó que, apenas pudiera, iba a elegir el camino de la Policía para ayudar a su gente. “Es que hacíamos una reunión y había que dejar entrar a los bandoleros, darles trago y permitirles que bailaran en nuestra propia casa”, detalla Yacelli Tejada. Por eso Leidy soñaba con pasar de humilde hija de familia a decidida patrullera contra los pandilleros. “Cuando creció no tuvo miedo de mirarlos feo. Se les paraba firme y les decía que no, que no había más rumba. Ella empezó a imponer el orden”.

 

Cuando entró a cursar su grado décimo de secundaria, anunció que se iba a vincular a la Policía Nacional. Necesitaba casi dos millones de pesos para las inscripciones, derecho a examen y otra lista de implementos para las pruebas de ingreso. Para su familia representó un esfuerzo económico tremendo, pero fue tal el convencimiento de Leidy Ospina por su destino, que no les quedó otra opción que apoyarla. En el momento crucial, andaba de un lado a otro con su carpeta de papeles repleta de formularios, cartas de citación y exámenes, que revisaba una y otra vez para que nada le faltara. Como temía a las pruebas físicas pues estaba pasada de peso, tomó un curso de natación y se impuso una severa  dieta, combinada con el entrenamiento diario en la piscina.

 

Fue tanta su ilusión por ingresar a la Policía Nacional que, a pesar de que no era una joven religiosa, un día pidió a su madre que la acompañara a hacerle una promesa a la Virgen en la iglesia del municipio de Guarne (Antioquia). En absoluto silencio, vestida de negro, subió a la montaña con el único propósito de pedir la ayuda que le faltaba para ingresar a la institución. Aunque nunca le contó a Yacelli qué ofreció a la Virgen, para todos era claro por qué lo hacía. Una vez, durante las temidas pruebas de natación, competía contra el reloj, llevó sus fuerzas al máximo y se tuvo que detener extenuada. Luego dijo a su madre: “¿Sí vio? El instructor no se dio cuenta. ¡Es la Virgen, es la Virgen!”. Cada prueba cumplida era una hazaña para celebrar. Leidy las fue cumpliendo todas.

 

Su padre agrega: “No la veíamos tan contenta ni cuando cumplió sus 15 años, cada vez que pasaba uno de los exámenes en la Policía nos daba las gracias”. Tenía una fuerza interior que dejaba sorprendidos a sus padres y por eso fue aceptada en la Escuela Carlos E. Restrepo en Antioquia. Sandra Pérez Hernández fue su compañera de curso, su amiga más cercana, su cómplice y su apoyo en los momentos difíciles. Se conocieron en 2008 cuando realizaban el proceso de selección. “Tratábamos de hacerlo todo juntas. Dormíamos en el mismo camarote, fuimos muy unidas”. En la noche compartían secretos y preocupaciones, hablaban de sus amores y de cómo echaban de menos a las familias. “Era muy  juiciosa y siempre se caracterizó por una risa contagiosa, que no era normal”.

 

Leidy Ospina disfrutó mucho su formación en la escuela. Siempre prefirió las clases de defensa personal y cada vez que pudo se ofreció como voluntaria para realizar desfiles. Cuando vestía el uniforme, con prendas blancas características de las bastoneras, se realzaba su belleza y su orgullo de ser policía. Edith Bedoya Jaramillo, que también fue su compañera de aulas, así la recuerda. “Era la más chistosa del salón, muy amigable, no era peleona, la evoco siempre muy alegre”. Luego añade que fueron diez meses de preparación y entrenamiento, de estricta disciplina y distancia con la familia. Cuando terminaron, descubrieron que lo importante no eran las celebraciones en casa, en adelante ya no iban a acompañar a los suyos en los momentos difíciles, su prioridad ahora era el servicio policial.

 

Leidy Ospina y su amiga Sandra Pérez se “regalaban” para realizar apoyos en los barrios o en los centros comerciales ya que estas actividades les permitían verse con sus familias, así fuera por breves momentos. Les gustaba compartir con ellos situaciones sencillas, como comerse un helado o fumarse un cigarrillo. No obstante, la violencia estaba ahí, rondando siempre. En el sector conocido como “El Chispero”, en la comuna siete de Medellín, se vivía una guerra descarnada entre dos bandos. Uno de los comandantes gozaba de absoluta impunidad. Además de ordenar y de ejecutar matanzas en el sector, descuartizaba él mismo los cuerpos sin vida y los enterraba en lotes de la zona. Todos lo conocían por su brutal manera de imponer el terror entre los vecinos.

 

Un día que subió Leidy al barrio vestida de civil se lo cruzó en el camino. “Oiga, tombita, ¿usted para dónde va? ¿Usted es la que está vigilando el sector?”, le preguntó el delincuente en tono desafiante. Ella le respondió sin miedo que venía de la escuela de formación y que apenas estaba estudiando para ser policía. “Mucho cuidado, ojo que la tengo aquí”, le insistió el sujeto con gestos amenazantes. Ella replicó que solo iba a saludar a su padre. El sujeto no se quedó callado y aumentó el tono de sus agravios: “No me importa a qué viene, yo no la quiero volver a ver por aquí”. Astrid, hermana de Leidy Ospina, cuenta cómo a los pocos días su familia se vio obligada a salir rápidamente del barrio. Para todos era claro que este individuo no tardaba mucho en cumplir sus advertencias.

 

Ser policía en Medellín en aquellos años no era asunto fácil y requería de extremo valor. Pesaban los coletazos de la guerra desplegada por el capo del narcotráfico, Pablo Escobar Gaviria, y sus asesinos, cuando cobraban vidas de uniformados en la ciudad. Paradójicamente, esas mismas comunas de la capital antioqueña donde asesinaba policías fueron también su fábrica de sicarios, muchos de ellos lo seguían recordando como un héroe. Eran muchachos a los que no les importaba vivir de prisa y morir baleados antes de los 20 años. Un mundo sin ley al que llegaron Leidy Ospina y Sandra Pérez a prestar sus primeros servicios.


“A veces nos tocaba disparar al aire para que supieran que teníamos cómo responder”, rememora Sandra mientras hace el recuento de múltiples situaciones en la comuna San Blas o en el peligroso sector de Santo Domingo Savio.

 

“En una noche de Navidad nos tocó defender las calles a bala”, evoca Sandra Pérez. En esas fiestas populares de fin de año era constante el intercambio de disparos en las comunas porque los integrantes de las bandas armadas se ponían eufóricos por el consumo de drogas y de licor y hacían de las suyas. “En la Nochebuena que más recuerdo seguíamos a un comandante y nos hicieron pegar carrera hacia un sector con varios callejones sin salida. Entonces nos dieron bala y tocó perseguir a unos muchachos que no se cansaron de dispararnos. Fue horrible. Nos pegamos un susto tremendo, ese día pensamos que en cualquier momento nos iban a matar por allá”. Esa noche no durmieron, resalta Sandra, pero no fue la única jornada en la que tuvieron que encarar violencia en las comunas sin que Leidy Ospina mostrara resignación.

 

La situación que marcó su vida fue el asesinato de un joven policía que se encontraba a su lado durante un ataque de antisociales. El efectivo cayó en un tiroteo intentando protegerla. Desde ese momento comprendió que ayudar a la gente, como ella pretendía hacerlo, requería grandes sacrificios e incluso entregar la vida misma. La muerte de su compañero la transformó totalmente y, de alguna forma, la preparó para asumir el mismo destino. Su hermana Astrid reconoce que desde pequeña su hermana demostró una enorme madurez frente a la muerte. “Parecía reencarnada en otra persona, su lema espiritual era que la muerte era vivir de nuevo”. Hacía permanentes comentarios sobre entregar su vida porque el amor por el servicio debía situarse por encima de las ilusiones.


“Cuando no esté, quiero que hagan esto, no se les olvide reclamar esto otro. Yo tengo los documentos, cuídeme mucho a mi mamá y mi papá”, insistía Leidy Ospina a su hermana Astrid. Ella y su familia tomaban sus comentarios como exageraciones. Pero desde la muerte de su compañero los realizó con mayor énfasis. “Cuando uno se va a morir uno no debe sentir dolor sino alegría porque es el momento de pasar ante Dios”, expresaba a menudo. En su filosofía personal, trascender significaba sacrificio y únicamente los héroes estaban dispuestos a lograrlo, dando todo por los demás. Se sabía incorruptible y destinada a las conflictivas zonas donde le correspondió actuar. Cuando vio morir a su compañero de armas, asimiló que su camino también iba a estar marcado por el heroísmo.

 

No obstante, a pesar de su férrea disciplina y su tesón, pocos días antes de su graduación como patrullera Leidy Ospina tuvo un impase que de alguna manera fue la antesala de su tragedia. Cuando cumplía con el servicio de lo que denominan “cuarteleros”, estudiantes a los que se asigna el cuidado y vigilancia de los alojamientos de la escuela, varios alumnos se intoxicaron con el almuerzo. Sus compañeras sufrieron diarrea y vómito y tuvieron que usar los baños a su cargo. En medio de la emergencia se descubrió que a la tesorera, encargada de guardar el dinero para distintas actividades, le habían sustraído casi dos millones de pesos de su casillero. “Ese día fue terrible”, comenta Sandra Pérez. “Nos hicieron sacar las cosas, requisaron las maletas, los lockers, nos revolcaron los objetos personales, hasta las camas y los colchones”.

 

Leidy Ospina fue señalada como responsable porque su deber era cuidar el alojamiento, así tuviera que atender después a sus compañeras enfermas. La “doblaron de cuartelera” hasta que apareciera el dinero. De manera adicional, durante 15 días, las demás jóvenes patrulleras tuvieron que “voltear” en las noches y se les ordenó realizar duros ejercicios físicos. La idea era que la estudiante responsable confesara. Durmieron poco pero ninguna habló. A Leidy la pasaron por el polígrafo como sospechosa. Fue uno de los momentos más tristes de su formación policial. Lloró mucho y llamó constantemente a su familia pidiendo que todos la oyeran en altavoz: “Ustedes saben que he sido honesta, que no me interesa coger un peso de nadie porque esa fue la educación que me dieron. Mi único sueño es poderme graduar”.

 

Siempre demostró escaso o nulo interés en la moda, los lujos o los caprichos personales. Lo único que le importaba realmente era graduarse como policía y que su familia la viera ejerciendo como patrullera de la institución. Por eso sus padres, Héctor y Yacelli, así como su hermana Astrid, creyeron fielmente en su inocencia. La conocían bien, entendieron lo que estaba sufriendo y lo que iba a suceder si no podía graduarse con sus compañeras de curso. En consecuencia, de común acuerdo, decidieron hablar con una coronel, comandante de la unidad, para que le permitiera a Leidy que se graduara con sus compañeras. La oficial accedió y nunca vieron a su hija y hermana más feliz. Cuando lo supo corrió hasta el alojamiento donde estaba su amiga Sandra Pérez para contárselo.

 

Yacelli Tejada sostiene que eran señales divinas. “Tanto empeño para que se graduara y terminó en un lugar del que nunca volvió”, reflexiona. Leidy Ospina y Sandra Pérez se graduaron el 15 de octubre de 2009 e inicialmente fueron encargadas en las comunas en Medellín, mientras se les comunicaba a donde serían enviadas para cumplir sus nuevas funciones como patrulleras. Ambas estaban agotadas de la violencia en su ciudad y ansiaban lugares donde pudieran acercarse a la gente. Al comenzar el año 2010, llegó el anuncio. Su amiga Sandra fue remitida a Tunja, y Leidy a Piendamó, en el departamento del Cauca. Su familia cree que su asignación a esa zona de alta actividad guerrillera fue consecuencia del inconveniente cuando prestó guardia como “cuartelera” y se perdió un dinero.


El municipio de Piendamó, al norte del departamento, se convirtió en un lugar extraño para Leidy Ospina. Aunque siempre mantuvo su espíritu alegre y colaborador, súbitamente se encontró en un pueblo en el que la función de la Policía era muy confusa. Se había preparado para acompañar a la población, preservar el orden, buscar acuerdos amigables o ser un modelo de colaboración y entendimiento con los civiles, pero en esa región del Cauca a los policías les tocaba oficiar como soldados en la guerra. Sin mucha capacitación para el combate, pronto pasó de ser uniformada con funciones de orden civil a convertirse en objetivo de los grupos guerrilleros. Con una particularidad, en ese momento: en el municipio de Piendamó la subversión se camuflaba entre la población impotente.

 

Ella, que siempre quiso trabajar con la población ajena a la guerra, se encontró con un rechazo generalizado a su uniforme. Para muchos pobladores era peligroso que se acercara, y más de una vez le pidieron que no entrara a los negocios comerciales porque sus dueños no querían ser señalados por la guerrilla como informantes. Leidy se dio maneras para cumplir con su labor y hasta se ennovió con uno de sus compañeros, lo cual se reflejó en el incremento de su sonrisa y de su entusiasmo. Con amor a bordo y su mística natural por el servicio, no le importaba que la corrupción provocada por el negocio de la coca fuera el enemigo a enfrentar en Piendamó. Anhelaba estar en otro lugar, pero nunca desatendió su verdadera misión. Todos sentían miedo porque la corrupción reinaba, pero confiaba en que todo iba a ser una buena experiencia.

 

La noche del 31 de mayo de 2010, Leidy Ospina habló por última vez con su amiga Sandra Pérez. Las dos estaban de servicio esa noche y se demoraron buen rato en el teléfono. Sandra recuerda que, en esa ocasión, Leidy se despidió de una manera distinta, recordándole la importancia de la misión policial y la promesa que habían realizado juntas en la escuela de formación: “Acuérdese que nosotras vamos a ser las mejores policías del mundo, acuérdese de eso”, le repitió varias veces. Esa misma noche, el intendente Jhonier Armando Rivadeneira, quien llevaba escasamente cinco días en el municipio de Piendamó, fue encargado de comandar un puesto de control ubicado en la vía que conduce al municipio de Morales, más exactamente en el sector conocido como La Florida, a la altura del conocido Santuario de la Niña Dorita.

 

Jhonier Armando Rivadeneira partió a cumplir con su misión acompañado por un grupo de diez policías, entre ellos la patrullera Leidy Ospina Tejada. A pesar de que él la trató social y profesionalmente por poco tiempo, la recuerda como una mujer muy alegre, activa, que desempeñaba bien sus funciones. “Su sola presencia demostraba el gusto que tenía por ejercer la función”, recalca el exintendente. En la madrugada del primero de junio, en pleno operativo, sorpresivamente apareció una camioneta. El intendente le hizo señas al conductor para que se detuviera y luego le solicitó la documentación de rigor. Cuando le exigió que descubriera la carga que llevaba empezó el regateo. De 18 cajas medianas, el suboficial ordenó que abrieran aleatoriamente tres. Comprobó que se trataba de medicamentos, pero el chofer no entregaba la licencia de Invima.

 

El intendente Rivadeneira sabía que el lugar era peligroso para continuar con esa requisa y le indicó al conductor de la camioneta que su cargamento quedaba incautado y que debía acompañarlo a la estación de policía de Piendamó. El conductor reaccionó primero de forma exasperada, luego le rogó que lo dejara continuar su camino e hizo una llamada desde su celular. Lo comunicó con un hombre en Bogotá que le ofreció dinero para que dejara pasar el automotor. El intendente Rivadeneira se negó y apresuró el procedimiento policial. Un primer vehículo se adelantó con cinco policías y un capitán. En la segunda patrulla quedaron Jhonier Rivadeneira, Leidy Ospina y tres policías. La camioneta que llevaba el cargamento incautado arrancó despacio, sin permitir avanzar a la segunda patrulla.

 

A los pocos metros, mientras el intendente observaba confundido que su vehículo no avanzaba, de repente vio a un sujeto que impactó el panorámico con una ráfaga de ametralladora. Desde ambos lados de la carretera también fueron atacados con tiros de fusil. El intendente Rivadeneira sintió un quemonazo en el pecho y reaccionó dándole la orden al conductor que acelerara. La patrulla se abrió paso a toda velocidad. Nunca quedó claro qué ocurrió o si alguno de los policías alcanzó a repeler el ataque, Rivadeneira solo recuerda los gritos de sus compañeros que decían: “Le dieron a Leidy”. Cuando llegaron al hospital de Piendamó, el intendente buscó desesperadamente una camilla para que atendieran a la patrullera herida, pero los médicos informaron que había llegado sin vida.

 

El suboficial Rivadeneira pudo salvarse. Una bala le dio en el pecho pero solo causó heridas superficiales. Debía ser trasladado a la ciudad de Popayán pero no podían movilizarlo porque cerca había guerrilla y podían rematarlo en cualquier parte. Además, la gente del pueblo se aglomeró a la entrada del hospital y nadie sabía si había milicianos camuflados. Lo tuvieron que sacar del hospital cubierto con una sábana, como si hubiera muerto. Hoy recuerda, con voz entrecortada, lo difícil que fue ese día. Muestra su cicatriz en el pecho y refiere que nunca ha dejado de sentirse afectado porque era quien comandaba y no puede olvidar a Leidy Ospina, su disposición al deber, sus ganas de hacer carrera en la institución y de volver algún día a poner orden en las calles de su barrio Robledo Aures 2 en Medellín.

 

Esa misma mañana del primero de junio de 2010 en Tunja, cuando se iba a duchar, la patrullera Sandra Pérez advirtió que tenía muchas llamadas perdidas en su teléfono. Cuando constató que todas provenían del mismo número, entró otra que de inmediato contestó. En medio de malos presentimientos y visiblemente nerviosa, escuchó al otro lado de la línea a Milena Marín, otra compañera de la Escuela de Policía, llorando con una pregunta: “¿Es que usted todavía no sabe? ¡Mataron a Leidy Ospina!”. Desde ese día, su vida también cambió, tiempo después dejó la institución y ahora estudia psicología en la ciudad de Manizales. Pero no deja de recordar a su amiga feliz, a Leidy y su entusiasmo por la institución, a la compañera que en cumplimiento de su deber cayó en la guerra absurda colombiana con demasiadas víctimas anónimas.

 

Ahora, quienes más conservan intacta su memoria son sus padres y su hermana. En el salón principal de la casa de la familia Ospina Tejada en Medellín, se advierte una fotografía enorme que la recuerda siempre. Ahora la pareja cuida a los nietos que les dio su hija Astrid, quien trabaja en el área administrativa de un colegio de la Policía en Medellín. Hablan de Astrid, y cuentan a sus pequeños nietos quién fue Leidy, de qué manera amó a su familia y a la Policía, y por qué vivió tan poco tiempo sin haber ayudado lo suficiente, como lo imaginó. Héctor Ospina y Yacelli Tejada saben cuánto fue su valor y cómo terminó siendo víctima de la corrupción y de la violencia que ella siempre despreció. Hoy su orgullo es saber que su hija Leidy Ospina Tejada representa a una generación de jóvenes mujeres de la Policía que dieron su vida por ayudar a la gente.




  • Leidy Ospina Tejada quería cambiar el barrio donde creció y trabajar por la paz y el orden.
  • Desde que estaba en grado décimo anuncio a su familia que quería hacer parte de la Policía Nacional.



  • Sus padres y su hermana, eran el motor de su vida. En sus cartas destaca su alegría y su amor por ellos.
  • La familia mantiene viva su memoria en cada rincón de su casa en Medellín (Antioquia).




5. Patrullera  Angélica Cruz




“Escribió muchas cartas, en todas declaró amor a su madre y le aseguró que era feliz porque ser policía era la misión de su vida. En todas dejó instrucciones precisas: que su sobrino estudiara  y no desatendiera los consejos de la abuela;  que  su     hermano mayor llegara temprano a casa y no saliera tanto con los amigos; que todos apoyaran    a   su madre, no la dejaran sola con las labores de casa y la protegieran en su ausencia”.


El ángel que murió tres veces

Por: Paola Guevara

 

Es una sensación inédita. Arrastro mi maleta por el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, de Cali, y siento que Angélica camina a mi lado. Que va conmigo a tomar un vuelo rumbo a Bogotá, al encuentro con su familia. En tres oportunidades, mientras camino hacia la sala de espera, siento un estremecimiento profundo, un deseo inexplicable de llorar que me conduce a pensar, por primera vez en la vida, que ser periodista es lo más parecido a ser un médium, a prestarle las manos, los pies, los latidos del corazón y hasta el intelecto, en fin, todos los recursos físicos y emocionales, a alguien que no puede contar su propia historia.

 

Angélica Cruz no puede contarla porque el 18 de agosto de 2011 murió tres veces. O, al menos, de tres maneras distintas. Primero, por bombas y granadas que cayeron sobre su cuerpo. Luego, por las ametralladoras que no cesaron hasta vaciarse. Y, como si no fuera suficiente, por el fuego que lo consumió todo. Angélica no puede contar esta historia aunque amaba escribir, y debo contarla por ella para que quienes quisieron asesinarla, desintegrarla y reducir su cuerpo a partículas no tengan la última palabra.

 

Aparte de su profesión de policía, de sus 26 años o de su ciudad de origen, Villavicencio, el nombre Angélica y su apellido   Cruz   son los únicos datos que tengo. Entonces con ellos comienzo este relato. Dicen que los nombres marcan el destino y, al llegar a Bogotá para entrevistar a su familia, su madre confiesa que Angélica debió haberse llamado Samantha. No obstante, por consejo de una amiga muy religiosa, quien aseguró que Samantha tenía mal significado y encerraba terribles presagios, aceptó la sugerencia de darle un nombre con una misión angelical.


A Angélica Cruz le dijeron siempre que era el ángel de la casa. Ella se sentía orgullosa de su nombre y en todo sentido lo encarnaba. No solo vivía empeñada en ser la guardiana de su madre, de sus cinco hermanos y de sus sobrinos, sino que todos ellos se encargaron de hacerle saber que su aspecto también era el de un ángel. De larga cabellera rubia, piel blanquísima y ojos verdes y cristalinos, estaba dotada de una belleza sobrecogedora y tenía una figura tan menuda y delicada que parecía flotar en la inmensidad de su recio uniforme policial. Tenía los pies tan pequeños que, siendo ya adulta, usaba zapatos de talla 33.

 

Cuando se convirtió en policía, sus botas de campaña eran una auténtica rareza, las únicas del tamaño del pie de una niña. O de un ángel. Tiempo después esas botas pequeñas ayudaron a identificar su cadáver calcinado, solo podían pertenecer a ella. “Ahora mi ángel nos cuida desde el cielo”, manifiesta su madre, como si aludiera al destino escrito en su nombre, o en el de Samantha. Luego recuerda que su hija jamás le causó angustias ni dolores, ni siquiera al momento de nacer.

 

Su llegada al mundo en 1985 fue suave, amable, casi imperceptible. Doris Cruz acudió a un control médico de rutina y, minutos después, nació su niña. Así, leve, sin anestesia. Fue el parto más sencillo de sus seis hijos, para quienes siempre ofició como padre y madre.

 

Angélica Cruz fue una niña feliz, buena bailarina, mejor estudiante, la alegría de su casa. Intrépida para saltar, trepar y correr. Una caída a los cuatro años le dejó una pequeña cicatriz en forma de sonrisa entre las cejas. Es decir, en su rostro se advertían dos sonrisas, la de los labios y la de su frente. Su hermana mayor, Sandra, la recuerda como una mujer que cuidaba su figura y que se sabía hermosa, sin ser jactanciosa. En contraste, con su apariencia etérea, Angélica tenía un carácter firme, determinado, incluso autoritario. Sus hermanos lo comparan con el temple de un general de tres estrellas que siempre los llamaba al orden.

 

Decía lo que pensaba, no se andaba con rodeos, defendía su parecer con la fuerza de una leona. Era obsesiva con el orden, la pulcritud, la belleza, la perfección y, en medio de la estrechez económica que se vivía en casa, no aceptaba un mínimo rastro de desorden por parte de sus hermanos y, mucho menos, ver a su madre barrer. Ella le arrebataba la escoba de sus manos y la mandaba a descansar. Era su ídolo, el amor de su vida, la heroína a la que admiraba por haberla sacado adelante a ella y a sus hermanos, a fuerza de mucho trabajo y en medio de grandes privaciones.

 

Por eso la obsesión de Angélica, pese a ser la menor de las mujeres, fue ayudarla y no de cualquier manera. Como siempre tuvo aspiraciones, primero trabajó como cajera en un supermercado de Villavicencio, aunque desde el primer día quiso dejar las bolsas plásticas y el chirrido de la caja registradora porque decía que había nacido para ser policía. Ese fue su plan A, B y C y no era del tipo de mujer que aceptara un “No” como respuesta. Tres veces presentó pruebas de admisión y no fue aceptada, quizá porque su apariencia delicada hacía pensar que los rigores de la disciplina policial iban a doblegarla. Pero no se juzga un libro por su portada. Después del tercer rechazo ocurrió un giro inesperado: una de las admitidas sufrió un accidente de motocicleta y, de la nada, se abrió un cupo. Fue la oportunidad esperada.

 

En ese momento integraba el equipo de porristas del supermercado y, por su peso liviano, siempre aparecía en lo alto de la pirámide con traje amarillo y negro. Tenía talento natural para el baile pero, sobre todo, amaba dormir. Lo hacía hasta tarde en las mañanas, durante la siesta después del almuerzo, con un brazo y una pierna extendidos, y también en las noches. No había fiesta capaz de robarle sus valiosos momentos de encuentro con la almohada.


Si hubiera tenido que escoger entre bailar y dormir, habría elegido dormir. Entre comer y dormir, lo mismo. “No se preocupe, mamita, imagínese que ya aprendí a dormir parada”, escribió en una de sus primeras cartas desde la Escuela de Policía Provincia de Sumapaz, en Fusagasugá, donde comenzó su formación para ser uniformada.

 

Un proceso que describió como una recia sucesión de carreras, clases, despertares abruptos, pruebas nocturnas y de madrugada, turnos eternos y correctivos grupales por algún descuido de un compañero. En cartas escritas a mano en sus ratos libres, con letra rubicunda, grande y pulcra de niña buena—siempre derechita y respetuosa de los márgenes—, contó a su madre la dureza de esos entrenamientos y la exigencia física de las pruebas. Jamás, ni una sola vez, una queja. “Es un orgullo portar este uniforme, pero, mamita, recuerde que siempre la llevo en mi mente y en mi corazón y nunca me habría despegado de sus faldas porque sigo siendo su niña”. La que de día armaba con solvencia su fusil y de noche dormía abrazada a sus peluches de osos, perros y leones.

 

Escribió muchas cartas, en todas declaró amor a su madre y le aseguró que era feliz porque ser policía era la misión de su vida. En todas dejó instrucciones precisas: que su sobrino estudiara y no desatendiera los consejos de la abuela; que su hermano mayor llegara temprano a casa y no saliera tanto con los amigos; que todos apoyaran a su madre, no la dejaran sola con las labores de casa y la protegieran en su ausencia. Una de sus primeras acciones en la Policía fue adquirir un crédito bancario para ayudar a arreglar la casa. Por esa razón, con el televisor desconectado, los muebles arrumados y cubiertos con sábanas para que no les cayera pintura, y mucho polvo por las reparaciones en el baño, la cocina, el patio o las rejas, su madre y su hermana no vieron el noticiero en el que se anunció un ataque de las FARC a la Policía en Llorente, Tumaco. Cuando se graduó como policía, su primera misión había sido en San Andrés Islas. Antes de partir, su hermana Sandra le dio un consejo: “San Andrés es frontera, zona estratégica, punto de cruce de mercancías y dinero. En algún momento pueden hacerte una oferta ilegal, no los escuches, sé siempre honesta”. Ella le respondió con la firmeza que la caracterizaba: “Jamás me prestaría para algo deshonesto. No tengo precio y mi conciencia no puede ser comprada. No hay nada mejor en la vida que dormir con ella tranquila”. Detrás de todo buen dormilón —se me ocurre— hay una conciencia limpia. Después Angélica fue enviada en 2011 al puerto de Tumaco. Del Atlántico al Pacífico, del paraíso turístico a la zona roja, del claro mar aguamarina al profundo azul plomizo, de la caricia del sol a la implacable humedad que se pega a los huesos.

 

Su familia temió desde el primer día lo peor. Ella, sin embargo, escribió cuando la notificaron su nueva misión: “No tengan miedo, algo bueno debe tener Dios para mí”. Lo que nunca alcanzó a contar a su familia fue que, cuando acabara su periodo en Tumaco, pensaba volver a Villavicencio para casarse con su novio de toda la vida, Jaime, único enamorado desde sus 13 años, también policía. Le faltaron tres meses para concretar ese sueño de casarse. También quería tener hijos, aunque ahora la perturbaba constatar en carne propia el peso de la pobreza. Jamás había visto una situación de escasez semejante a la de los niños de Tumaco. Por eso, acostumbraba compartir con ellos los pequeños tesoros de su ración de campaña: la apetecida leche condensada, las galletas o los pasteles de carne y goulash.

 

El puerto de Tumaco tiene un clima templado pero en las noches baja la temperatura por su proximidad con el océano Pacífico. Sin embargo, desde hace varias décadas su situación social es “caliente”, de tensión permanente, explica Rodolfo Cruz, hermano de Angélica y patrullero de la Policía, quien antes de la muerte de su hermana sirvió también en esa zona del suroccidente del país y conoció de cerca sus conflictos políticos y económicos. Por eso Angélica Cruz supo que llegaba a una zona estratégica para el tráfico de armas y drogas, por su condición privilegiada como puerta de salida a las aguas del océano Pacífico, además marcada por los flagelos de la minería ilegal y los cultivos ilícitos.

 

Hacia las diez de la mañana del 18 de agosto de 2011, desde la zona rural de Tumaco fue reportada una riña. De inmediato, para controlar el incidente, partió una camioneta de la Policía, con siete uniformados a bordo. Entre ellos iba la patrullera Angélica Cruz. Cuando el vehículo transitaba por la vereda Inda Zabaleta, situada a 45 minutos de Tumaco, fue atacada por la guerrilla con granadas de fragmentación y cinco cilindros bomba. Acto seguido, los subversivos de las FARC descargaron sus ametralladoras contra el vehículo y sus ocupantes. Finalmente, le prendieron fuego hasta no dejar más que fierros retorcidos y los cuerpos calcinados de cinco policías, un intendente y cuatro patrulleros.

 

Con los ojos muy abiertos, como si al narrarlo visualizara el horror que significó para la familia, Sandra Cruz intenta reconstruir los últimos momentos de su hermana, a partir de los reportes oficiales y las narraciones de los testigos. Estos sugieren que Angélica perdió un brazo a causa de una bomba pero alcanzó a bajar de la patrulla. Después recibió múltiples impactos de ametralladora a la altura de la cadera. Quizá buscó protegerse bajo la camioneta, porque su cuerpo fue hallado allí, carbonizado, en posición fetal, y abrazado a su fusil. Las FARC no solo querían asesinarlos, también querían enviar un mensaje. Por eso, no bastaron las granadas, las bombas y las balas y recurrieron al fuego.

 

Este acto brutal fue interpretado por las autoridades como una retaliación, una venganza para cobrarle al Estado la reciente captura de su jefe de milicias, alias Harold, perteneciente a la columna móvil Daniel Arenas. Según expresó el entonces gobernador de Nariño, Antonio Navarro Wolff, el hecho tuvo directa relación con la presencia de “cultivos ilícitos en la zona”, y porque la presencia de la Policía era incómoda. El secretario de gobierno de Nariño, Fabio Trujillo Benavides, reveló que dos patrulleros se salvaron porque se escondieron entre los matorrales en medio del ataque. Los heridos, que fueron trasladados al hospital San Andrés, de Tumaco, fueron Leonel Acuña y Jáider Escorcia.

 

Entretanto, mientras las autoridades trataban de establecer los móviles del ataque, en casa de la familia Cruz, en medio del polvo, el martilleo y el ruido de los taladros, con un obrero adelantando las remodelaciones de la casa y habilitando el baño, Sandra recibió una llamada a su celular.

 

—¿Vieron el noticiero? —expresó un amigo, al otro lado de la línea.

—No, el televisor está desconectado, metido debajo de las cobijas y las sábanas. Perdido entre los muebles —explicó Sandra, desprevenida.

—Busquen el televisor y préndanlo. Algo pasó en Tumaco. Un atentado de las FARC.

 

Sandra marcó varias veces al celular de Angélica, pero no tuvo respuesta. Arrojó el teléfono al piso y, sin alertar a su madre que estaba en la cocina preparando el almuerzo, trepó entre los muebles y desplazó sábanas y cobijas hasta que dio con el televisor. En su corazón había demasiado terror pero también esperanza. Arrastró el televisor Samsung negro de 21 pulgadas y lo conectó a la pared. El aparato estaba muerto. En ese momento recordó el día que Angélica se llenó el rostro de sangre al golpearse la frente con el filo de un muro donde saltaba cuando ambas eran niñas. También evocó cuando casi se ahoga por su empeño en ser autodidacta de natación, y los días en que compartían habitación y ella agarraba su mano para no sentir miedo de las sombras.


Su pecho se llenó de oscuros presagios. Entonces se asomó a la ventana y vio que llegaban patrullas de la Policía, aunque nadie se bajaba. Salió corriendo a la puerta para preguntar qué ocurría, y en ese instante vio que de una de ellas salía Jaime, el novio de Angélica, con el rostro desencajado y bañado en lágrimas. Desgarrado por el dolor, no logró articular una sola palabra. Tampoco hizo falta. Todo estaba claro. Muy claro. Sandra gritó, lloró como si le acabaran de arrebatar media vida y se abrazó a aquel policía que consideraba un hermano, pues todos además querían que fuera el padre de unos sobrinos que nunca llegaron. Doris, la madre de Angélica, salió de la cocina al escuchar los gritos desesperados de su hija Sandra. El resto es silencio.

 

Rodolfo, también policía, fue el primero en enterarse de la muerte de su hermana, aunque no tuvo corazón para llamar a su madre. Confiaba tercamente en que todo fuera un error, ocurriera un milagro de último minuto o se confirmara que Angélica estaba entre los heridos y no entre los muertos. Recordó una discusión con ella en la cocina, frente a su madre, cuando ella lo retó con fiereza: “Voy a ascender primero que usted en la Policía. Cuando eso ocurra, se va a acordar de mí”, sentenció sin saber que sus palabras resultaron premonitorias. Rodolfo era un año mayor que Angélica, fue su compañero de juegos, su protector incansable, su confidente, y aún se turba al manifestar que, en efecto, su hermana fue ascendida primero que él a subintendente, aunque de manera póstuma.

 

Su madre tampoco puede evitar que un escalofrío recorra su espalda. Su niña Angélica no solo ascendió primero que Rodolfo en la Policía, sino que lo hizo antes que todos al cielo. El dolor que no le ocasionó en el parto, ni durante toda su vida, se lo causa ahora, multiplicado por su ausencia. Le pregunto sobre el perdón y si cree que es posible hacerlo con las FARC. Adolorida habla de los esfuerzos de su hija, de su trabajo duro, y luego, con


pragmatismo, sostiene que el perdón es irrelevante. Así perdone, su hija no volverá. Entonces agrega que el tema es de aceptación de la muerte de su ángel. Ya no pelea contra los hechos, ni imagina cómo la historia pudo ser distinta. Su corazón es tan grande que siente compasión por los victimarios porque también tienen madre, padre y hermanos, le duelen a alguien y tampoco merecen morir con violencia.

 

“Todos, policías, militares o guerrilleros, son colombianos humildes matándose unos a otros, robándose la juventud sin saber por qué, mientras el negocio de las drogas y del poder van por otro lado, distinto al de las víctimas de este conflicto que debe acabarse pronto”, afirma Doris Cruz. Hoy recuerda que, junto al cuerpo calcinado de su hija, en un ataúd sellado que no pudo ser abierto, llegó también una caja de cartón con su perfume favorito, Fantástica de Britney Spears, un par de cobijas, unos jeans y camisetas y su peluche de león cuya melena no dejaba que sus sobrinos peinaran. En casa se terminaron de hacer las reparaciones y Rodolfo pidió traslado a Villavicencio para estar cerca de su madre. Ahora Doris vive con dos de sus hijos y un nieto. Todos cumpliendo al pie de la letra las indicaciones que dejó escritas Angélica.

 

Nunca está sola en casa, y se mantiene con la cabeza ocupada, sin mucho tiempo para caer en las trampas de la tristeza. “Angélica está conmigo, me acompaña siempre, la siento. A veces la escucho en la cocina o en el cuarto y que es ella, que me deja percibir su presencia”, asegura. Entonces recuerdo lo que sentí rumbo a Bogotá para documentar esta historia, la intuición de caminar al lado de Angélica Cruz y de subir con ella al avión. O el impulso incontenible que me invadió después, en el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón de Cali, de comprarle mermeladas, manjar blanco y galletas a su madre.


Así que le entrego el paquete a doña Doris. Nos miramos a los ojos y nos tomamos de las manos. Ambas sabemos, sin lugar a dudas, que el regalo lo envía su hija Angélica Cruz.





foto 1. Angélica y su hermano  siguieron el camino del  servicio en la Policía Nacional


foto 2. Como porrista del supermercado para    el   que trabajaba en Villavicencio.



foto 3. Su familia la recuerda  por su sonrisa, por intrépida y por siempre defender sus ideales
foto 4. Actualmente su seres queridos viven en Villavicencio (Meta) y recuerdan cada día sus ojos verdes y el amor infinito por su madre.



                  EPÍLOGO

                    El rol de las mujeres policías en el camino hacia la paz sostenible

 

Este libro sobre las mujeres policías víctimas del conflicto colombiano es admirable. El recuerdo y el reconocimiento de los sacrificios hechos, el contar las historias de las víctimas y preservar los archivos, son fundamentales para aprender del pasado y preparar el camino hacia el futuro. La creación de la Organización de las Naciones Unidas, después de la Segunda Guerra Mundial, se basó principalmente en la necesidad de aprender de la historia para no repetirla, nunca más.

 

Colombia sale avante de un conflicto armado interno de más de 50 años, intensificado por su interconexión con el crimen organizado. Esa misma interconexión se ve hoy en día en muchos países en etapas de conflicto y posconflicto donde las Naciones Unidas ha tenido mandatos de construcción y mantenimiento de paz. Y es allí, en esa primera línea, donde se enfrentan a los retos valientes hombres y mujeres policías, nacionales e internacionales, sirviendo junto con homólogos militares y civiles, para proteger a la población de los efectos del conflicto y de la delincuencia, siendo esta una tarea de las autoridades nacionales principalmente, pero también un objetivo de los mandatos de las Naciones Unidas.

 

Las mujeres policías retratadas en este libro muestran claramente la capacidad y la habilidad femenina para desempeñar funciones policiales. Sin embargo, en todos los países del mundo el número de mujeres policías en servicio sigue siendo bajo con relación a hombres, lo que demuestra que hay un largo camino por recorrer para alcanzar la igualdad de género. Actualmente, en las Naciones Unidas las mujeres representan aproximadamente el 10% del total de policías que integran esta organización, cifra que


el Consejo de Seguridad ha instado a duplicar para el año 2020.

 

Pero para que esto sea posible, existe la necesidad de que los países miembros incrementen el número de mujeres policías y sus nombramientos en las diferentes misiones de mantenimiento de paz.

 

No hay duda de que las mujeres policías hacen la diferencia. Existe una percepción general de que para que las instituciones policiales sean inclusivas y democráticas deben reflejar a la sociedad a la cual le sirven. Sabemos que las mujeres representan más del 50% de la población mundial. Generalmente, en las sociedades en conflicto y en situaciones posteriores a los conflictos, delitos como la trata de personas, la violencia y la explotación sexual contra mujeres y niños se agudizan. Por tal razón, en estos escenarios las mujeres policías son muy necesarias para investigar esos casos y ganar la confianza de las víctimas.

 

Es importante señalar que la necesidad de mujeres policías para tareas especiales no es la única razón principal para aumentar su cantidad en las organizaciones policiales del mundo. Las investigaciones muestran que las organizaciones que tienen mayor igualdad de género son más efectivas y eficientes. Hombres y mujeres tienen diferentes perspectivas y por lo tanto esas experiencias benefician en gran medida a la organización. También su cultura corporativa crece si hay una mayor equidad en su fuerza de trabajo. Esto no sería menos importante cuando se trata de abordar las denuncias de acoso y abuso sexual.

 

Las mujeres policías relatadas en este libro fueron en algunos casos asesinadas o seriamente lesionadas mientras cumplían con su deber de salvaguardar a los ciudadanos, proteger la democracia y a sus propios compañeros. Son verdaderas heroínas y modelos de conducta, y me complace que sus acciones altruistas y heroicas


durante los tiempos violentos de la historia reciente de Colombia hayan sido finalmente visibilizadas.

 

La publicación de sus historias contribuirá a percibir a las mujeres policías como competentes y espero que esto constituya, al menos, un pequeño paso adelante para la promoción de la igualdad de género en las organizaciones policiales de todo el mundo.

 

Maria Appelblom

Cofundadora de la Red Internacional de Mujeres Policías de los

Países Nórdicos y Bálticos.

 

Actualmente, Jefe de la Capacidad Permanente de Policía en las

Naciones Unidas, Italia.

 

 Nota: las ideas expresadas en el texto anterior son las opiniones personales de la autora y no reflejan necesariamente la posición oficial de la Organización de las Naciones Unidas.

Escritores de las historias:

Diana Socha Hernández

 

Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia, especialista en Escritura Creativa y comunicadora social- periodista de la Corporación Universitaria Minuto de Dios.

 

Actualmente coordina el área de Televisión de la línea de Periodismo y Narrativas de la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Sergio Arboleda. Ha sido docente de asignaturas como Taller de Narrativas Periodísticas, Taller de Noticia y Fundamentos de la Comunicación, entre otras, en las universidades Sergio Arboleda, Los Libertadores y Corporación Universitaria Minuto de Dios.

 

Lideró la producción de cuatro libros digitales sobre crónicas periodísticas en el 2015 y 2016. Publicó tres cuentos infantiles: “Salvando a Hidroberto”, “Aprendiendo sobre la variedad de cultivos” y “STEM: Una aventura robótica”, cuyo lanzamiento fue en la Feria del Libro de Bogotá de 2016.

 

                  ANDREA ROJAS VEGA

 

Comunicadora social de la Pontificia Universidad Javeriana, máster en Comunicación Empresarial de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y máster en Marketing de la Universidad Rey Juan Carlos y la Escuela Europea de Dirección y Empresa (EUDE) con sede en Madrid (España).

 

Tiene más de diez años de experiencia trabajando en departamentos de Comunicación de importantes organizaciones                      nacionales                                y multinacionales de diversos sectores económicos. Trabajó como correctora de estilo y editora de textos académicos y empresariales, especialmente en publicaciones y comunicaciones producidas por la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR).

 

Actualmente se desempeña como consultora de comunicaciones estratégicas, ayudando a organizaciones como la Policía Nacional y la Secretaría Distrital del Hábitat, con el objeto de brindar una comunicación integral efectiva y una gestión de imagen y reputación corporativa.

 

                      Irma Yenny Rojas Jovel

 

Profesional en   Comunicación   Social y Periodismo de la Universidad Surcolombiana, especialista en Proyectos de Desarrollo Social y magister en Dirección de Marketing de la Universidad de Viña del Mar, Chile.

 

Fue reportera de radio durante 5 años al inicio de su carrera profesional, pasó por Caracol y W Radio. Trabajó como editora de orden público en la agencia de noticias Primera Página y en los últimos 8 años se ha desempeñado como directora de áreas de comunicación en universidades y empresas del sector servicios.

 

Actualmente se desempeña como directora de comunicaciones en Uniandinos (Asociación de Egresados de la Universidad de Los Andes), donde además es editora general de la Revista Séneca.

 

              Álvaro Velandia Ortiz

 

Doctor en Comunicación Audiovisual y Publicidad de la Universidad Complutense de Madrid. Comunicador social-productor audiovisual egresado de la Pontificia Universidad Javeriana.

 

Actualmente se desempeña como coordinador del   área   de   Periodismo y Narrativas en el programa de Comunicación Social   y   Periodismo de la Universidad Sergio Arboleda. Profesor de las asignaturas Narrativas Audiovisuales Transmedia y Seminario de Cine Contemporáneo. Así mismo, tiene a su cargo el módulo Narrativas y Guerra en el diplomado Seguridad y Medios de Comunicación. En la Pontificia Universidad Javeriana imparte la cátedra Guion de Ficción para Cortometraje.

 

Dirige el programa La Sergio en Debates que se emite por el canal Cablenoticias.

 

                         Paola Guevara    

 

Escritora    periodista   colombiana. Su primera novela, Mi padre y otros accidentes, fue publicada por Editorial Planeta en 2016. Comunicadora social- periodista de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá.

 

Ha sido periodista de la Revista Cambio, coordinadora editorial de La Hoja de Bogotá, colaboradora de las revistas Cromos y Shock, entre otras. Trabajó en la creación de revistas de lujo como editora general del grupo 10Más y, tras su paso por la Casa Editorial El Tiempo, desde el 2007 se desempeña como editora de Cultura, Entretenimiento y Tendencias en El País de Cali, donde también es columnista de las páginas editoriales y editora del área de Revistas (Gaceta, Gente, Salud y Vida, entre otras). Ha sido docente de la cátedra de géneros periodísticos, editora de libros y conferencista.

 

                   Editor general

Jorge Enrique Cardona Alzate

Comité editorial

Carlos Andrés Suárez Amador Efrén Yezid Muñoz Morales Andrea Rojas Vega

Diseño, fotografía y diagramación

Javier Villarreal Lee

Corrección de estilo

Fredy Javier Ordoñez

Impresión:

Imprenta Nacional de Colombia Cra 66 # 24 – 09, barrio Salitre www.imprenta.gov.co

ISBN: 978-958-8698-13-7

 

 

 

 Agradecimiento a la Policía Nacional de Colombia por abrirnos la posibilidad de conocer y recuperar estas historias que hacen parte de la memoria de Colombia, y por permitirnos crear este texto periodístico innovador que muestra la perspectiva y las experiencias de las mujeres que han sacrificado hasta su vida por la vocación y el compromiso de servicio a los demás.

 

  agradecimientos tambien a :

 

-  Familia Montes Barrientos / Con la guerra en las manos.

-  Familia Sánchez Bermúdez / Estoy viva.

-  Familia Murcia Otálvaro / A veces lo eterno cabe en un instante.

-  Familia Ospina Tejada / El camino valiente de Leidy.

-  Familia Cruz / El ángel que murió tres veces.

 

-  Naciones Unidas Standing Police Capacity. United Nations Police.

-  Universidad Sergio Arboleda – Escuela de Ciencias de la Comunicación. Programa de comunicación social y periodismo.


A las mujeres policías y a sus familias, quienes han ofrendado su vida y su integridad, en seguimiento de su vocación de servicio y entrega a los colombianos.







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