El término alguacil es una de las más de 4.000 palabras árabes que encontramos en nuestro idioma castellano y que tiene su origen desde el preciso momento en que los moros acaudillados por Tarik, se tomaron gran parte de la península ibérica luego de derrotar en la batalla de Guadalete al Rey don Rodrigo en el año 711 de nuestra era.
Inicialmente
se decía alwazír cuyo significado era representante o lugarteniente. El
cargo tenía que ver con la administración de justicia y el funcionario debía
velar por el orden público y, como ayudante del corregidor, debía investigar
los delitos y detener a los delincuentes. También significa, un antiguo
gobernador de ciudad o comarca con jurisdicción civil y criminal. En la
actualidad conocemos como Alguacil a aquella persona que en las corridas de
toros precede a la cuadrilla durante el paseo, recibe del presidente las llaves
del toril y ejecuta sus órdenes vestidos con el característico traje del siglo
XIII.
Los
alguaciles aparecen bastante mencionados en el Fuero viejo de Castilla en donde
los clasificaban como de cancillería y justicias del Reino y de Corte y Villa.
En el campo administrativo desempeñaron las funciones de
agentes de los Ayuntamientos y de inmediatos colaboradores de los alcaldes,
concretamente en lo atinente a los asuntos de orden social y criminal. Era
frecuente que en Extremadura y Castilla les dieran el honroso título de
ministros.
Cuando el alguacil se encontraba a bordo de un buque se
le denominaba como Alguacil de Agua y el Alguacil de Campo era aquel que se
encargaba del cuidado de los sembrados, evitando que la gente los dañara. Se
conoció también al Alguacil de Galeones quien en este tipo de embarcación era mayor
que un soldado y menor que un alférez. Y finalmente encontramos al Alguacil de
Montería que tenía como funciones guardar las telas, redes y demás aparejos de
la montería, proporcionando carros y bagajes para llevarlos al lugar donde el
Rey ordenara.
EL ALGUACIL EN EL NUEVO
REINO DE GRANADA
Resulta
grato recordar que cuando por el sistema de capitulaciones un grupo de hombres
tomaba bajo su cargo y responsabilidad la tarea de trasladarse desde España a
nuestras tierras con miras a fundar pueblos, villas y ciudades, tenían que
cumplir con el lleno de algunos requisitos como el tener permiso del Rey, del
Supremo Consejo de Indias o más tarde de la Real Audiencia, declarar como
realengas las tierras producto de la fundación, trazar la Plaza Mayor, colocar
en el centro de ésta el rollo o picota como símbolo de justicia, trazar calles
y avenidas, fundar la iglesia junto con otra serie de casas y nombrar las
primeras autoridades.
Para
dar cumplimiento al último de los requisitos se nombraba al alcalde, a los
regidores, al escribano, al alférez real y por supuesto al alguacil que
generalmente había sido un antiguo soldado y que debía tener una constitución
física aceptable. Le correspondía a éste personaje ayudar a la preservación del
orden ciudadano y era el encargado de conducir a la cárcel o picota a los
delincuentes, según fuera la gravedad del delito cometido. El rollo o picota
era una columna de piedra o de madera que servía para la ejecución de ciertas
penas, incluida la de la muerte, pues aquí encadenaban públicamente a los más
peligrosos antisociales que iban apareciendo como el terror de la sociedad.
Un
tiempo más adelante, concretamente en 1550, se instaló formalmente en Santafé
de Bogotá el tribunal de la Real Audiencia, con miras a hacer cumplir a
cabalidad con las muchísimas disposiciones emanadas de la corona española, pues
recordemos que poco o nada se hacían efectivas, máxime cuando un destacado
fundador de ciudades llegó a imponer el criterio de que aquí se obedece, pero
no se cumple.
De
acuerdo a lo anterior, resulta bastante claro el propósito de justicia y
legalidad que animaba a los señores Oidores y demás funcionarios, entre los
cuales merecen señalada distinción los alguaciles, quienes desde entonces
aparecen jurídicamente en el ámbito colonial. Evidentemente, dentro de la Real
Audiencia existía el cargo de Alguacil Mayor, que tenía bajo su dirección la
jefatura de policía y quién más adelante, debido al crecimiento poblacional,
sería ayudado en sus nobles funciones por los conocidos alguaciles menores.
Resulta
oportuno recordar aquí, la bellísima frase que adornó el dintel de la recién
creada Audiencia y que decía así: “Esta casa aborrece la maldad, ama la paz,
castiga los delitos, conserva los derechos, honra la virtud”.
El
cuerpo de alguaciles, que como ya dijimos arranca desde la conquista con la
fundación de los pueblos y ciudades, entre sus muchas acciones debían cumplir
estrictamente con el encargo de recaudar los impuestos de alcabala,
almojarifazgo, media anata y otros que formaban parte de la carga tributaria. A
lo anterior agreguemos que como cuerpo de policía tenían que perseguir a los
malhechores y vigilar permanentemente la buena marcha de la sociedad respecto a
las faenas agrícolas, el porte ilegal de armas y la fabricación y venta de
pólvora.
Los
Oidores de la Real Audiencia que entre otras funciones tenían las de jueces,
iban siempre precedidos a sus trabajos por el alguacil, que también vestía de
negro, iba con la cabeza descubierta, el sombrero de tres picos en la mano
izquierda, en tanto que en la derecha sostenía una vara negra como signo de
autoridad, que la gente saludaba con profundo respeto. De acuerdo con lo
anterior, podemos pensar que cuando el alguacil se dirige detrás del Oidor para
acompañarlo a sus distintas labores, sin proponérselo está desempeñando las
funciones de lo que hoy conocemos como escolta o edecán.
Desafortunadamente,
cuando se empezaron a subastar públicamente varios cargos como los de
escribanos, relatores, recaudadores, veedores, tesoreros, alcaldes y
alguaciles; las figuras de nuestros representantes del orden entraron en franca
decadencia, debido a que quienes compraban esas dignidades ya no cumplían
estrictamente con su deber y sí en cambio cayeron bajo el tentador espectro del
soborno.
LOS SERENOS EN LA COLONIA
Como
bien sabemos, a los Oidores los reemplazaron en sus funciones políticas los
presidentes y a éstos a su vez los Virreyes como legítimos representantes del
Rey en América. Uno de ellos, don José de Ezpeleta que por cierto hizo una gran
administración, en mayo de 1791 conformó la Junta de Policía en cabeza del
Oidor Juan Hernández de Alba y como miembros de la misma a los señores José
María Lozano, Primo Groot, Francisco Domínguez y Antonio Nariño, elementos muy
prestantes de la sociedad santafereña.
La mencionada Junta contaba desde sus
comienzos con unos grandes colaboradores, que de tiempo atrás eran denominados
y conocidos como los serenos o corchetes. Fueron ellos los continuadores de las
tareas de los alguaciles, con la gran diferencia de que pertenecían a los más
bajos estratos sociales de la colonia. La mayoría de estos hombres habían
participado en nuestras guerras civiles y una vez recuperada la paz, libres,
sin profesión y sin medios para subsistir, no encontraron otro camino que
buscar el nombramiento para este cargo.
“El sereno de la vieja Bogotá era tratado en
forma despectiva por todos. Un viejo sombrero de anchas alas, alpargatas
raídas, un levita que había pasado por muchos cuerpos y pantalones llenos de
remiendos, constituyeron su primer atuendo”.
Prestaban permanente vigilancia durante toda
la noche por todas las calles, donde apenas en algunas esquinas se hallaban colocadas unas candilejas. Llevaban como
única arma un guayacán y debían soportar valientemente el inclemente frío de
las noches sabaneras. Con todo, estos humildes hombres, campesinos en su
mayoría, también tenían que gritar las horas en el silencio de las noches, a la
vez que anunciaban el estado del tiempo. Y mientras las gentes dentro de sus
casas descansaban plácidamente, ellos los guapos serenos, se entregaban de
lleno a responder por la seguridad y tranquilidad de esas personas que poco
sabían agradecer esas labores.
El servicio de serenos se estableció en todas partes del
Nuevo Reino y su sostenimiento se hacía por unas imposiciones vecinales sobre
las casas y demás edificios urbanos. Aparte de sus complicadas funciones,
ayudaban ellos con toda prontitud a la extinción de los incendios, cargando
muchas veces sobre sus hombros pesados toneles de agua. He aquí, se podría
pensar, el origen de la policía de bomberos. También colaboraban asiduamente
porque las calles y plazas de las ciudades se mantuvieran limpias, contando con
la ayuda, según lo dijo un escritor con un poco de humor, de gallinazos, la
lluvia, los burros y los cerdos.
Queremos
hacer énfasis en la dura y difícil tarea de los serenos, puesto que a medida
que transcurría el tiempo, las ciudades y los pueblos fueron creciendo y con
ello también creció el número de delincuentes de todos los matices, empeñados
en seguir causando muchos males a la sociedad.
Casos bastante complicados se presentaron para estos
fieles guardianes del orden como, por ejemplo, aquel en que se les exigió dar
prontamente con el paradero de los l2 falsos frailes, que en la noche del 30 de
enero de l85l ayudados por un ataúd, sustrajeron del templo de San Agustín una
cuantiosa fortuna representada en doblones de buena ley, vasos sagrados y algunos objetos de incalculable valor.
No
menos difícil resultó para nuestros serenos tratar de encontrar a los 10
encapuchados que otra noche entraron a la casa del ilustre patricio Florentino
González, luego de intimidar a su bellísima esposa doña Bernardina Ibáñez, la
otrora adorada y melindrosa mujer del Libertador Bolívar. La casa del doctor
González, padre del libre cambio entre nosotros, quedó totalmente desocupada
pues como recordaremos, sus muebles y demás pertenencias habían sido traídas de
Europa y, por tanto, llamaron mucho la atención de los amigos de lo ajeno.
Pero
sin lugar a dudas, el gran dolor de cabeza para los serenos o corchetes, lo
constituyó el continuo robo que le hacían a los ricos en el aristocrático
Barrio de la Candelaria. Evidentemente, se cuenta que durante la época del
célebre abogado José Raimundo Russi, los serenos vivían en permanente estado de
terror por los incontrolables robos tanto en ese sector capitalino, como en la
famosa Calle del Arco. Recordemos que el doctor Russi sacaba de la cárcel sin
mayores problemas a numerosos ladrones y por ello se multiplicaba la
delincuencia por toda la ciudad.
Los
santafereños bastante injustos con aquellos servidores de la sociedad, al ver
que poco era lo que a veces se lograba recuperar, no dudaron en tildarlos como
cómplices de los robos, sobre todo por su triste y hasta miserable forma de
vida.
Con
base en lo anterior, el 22 de abril de l852 se fijaron en las esquinas y
lugares principales de Bogotá, grandes carteles por medio de los cuales el
gobernador de Cundinamarca Patrocinio Cuéllar, anunciaba la insólita
determinación de acabar con el cuerpo de policías y serenos, dado que
tristemente su Director y un cabo, resultaron seriamente implicados en el robo
al distinguido comerciante Alcina y en el asalto a don Andrés Caicedo.
Las
funciones policivas entraron entonces a ser desempeñadas por integrantes de las
distintas compañías, pero por un breve lapso de tiempo, mientras la ciudadanía
en general recobraba la confianza en los antiguos servidores de la patria.
Honremos
pues, la memoria de alguaciles y serenos como los legítimos predecesores de
nuestra gloriosa policía nacional de Colombia, puesto que fueron ellos quienes,
con sus defectos, por sus defectos y a pesar de sus defectos, levantaron las
columnas sobre las cuales se erigió el edificio de la moral y el orden social,
elementos estos tan útiles para el desempeño de las tareas democráticas de una
Nación.
BIBLIOGRAFÍA:
DUARTE FRENCH, Jaime. LAS IBAÑEZ. Bogotá, l987
MIRAMON, Alberto. TRES PERSONAJES HISTÓRICOS. Bogotá, l983
RODRÍGUEZ ZAPATA, Amadeo. BOSQUEJO POLICIAL DE COLOMBIA.
MUJICA, Elisa. LA CANDELARIA. Bogotá, l973
IBÁÑEZ, Pedro María. CRÓNICAS DE BOGOTÁ. Bogotá, l989
VALENCIA BENAVIDES, Hernán. Santafé de Bogotá y la tenebrosa banda del Doctor Russi. Bogotá, 2006
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